La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Rafael Poch de Feliu
El año 89
Lo que parecía abrir perspectivas esperanzadoras dio paso al apogeo de la globalización y se cerró como ocasión perdida para afrontar los retos del siglo.
Este año se cumplen treinta desde 1989. Aquel año vino marcado por el protagonismo del “Este”, el mundo que iba desde los ríos Elba hasta el Mekong y que afirmaba ser alternativa al capitalismo. Atento a las cronologías y a los titulares, el periodista tenderá a definir aquel año, y los dos que le siguieron, como el de la “caída del comunismo”. El historiador, sin embargo, irá algo más lejos, directamente a las consecuencias de aquello, y definirá lo que la historia retendrá de aquel periodo y que nos conecta directamente con nuestro presente: el apogeo de la globalización.
Sin duda el fin de la guerra fría y del mundo bipolar, fue una gran ocasión perdida para abordar los tres grandes retos del siglo XXI; el calentamiento global, la desigualdad social y regional y la proliferación de recursos de destrucción masiva. El necesario y crítico desarme de la montaña de armas nucleares que nos rodea, suficiente para destruir varias veces toda vida en el planeta, comenzó con una serie esperanzadora que a partir del siglo XXI sería abandonada y privada de todo acuerdo entre potencias.
Hoy no hemos acostumbrado al abandono unilateral de los grandes acuerdos de desarme (siempre iniciativa de Estados Unidos), al hecho de que los presupuestos militares de Washington sigan creciendo y batiendo récords (Trump prevé 750.000 millones de dólares, 34.000 millones más que en 2018, lo que supone mayor gasto que la suma de los presupuestos de defensa de los siguientes catorce países más gastadores: China, Arabia Saudita, Rusia, India, Inglaterra, Francia, Japón, Alemania, Corea del Sur, Brasil, Australia, Italia, Israel e Irak), o al choque militar directo de dos potencias nucleares, como ocurrió la semana pasada entre India y Paquistán sin mayores escalofríos.
Hay que recordar que entre diciembre de 1987 y julio de 1991 Estados Unidos y la URSS eliminaron los euromisiles que ahora regresan gracias al escudo antimisiles establecido por Estados Unidos, redujeron en un 40% sus arsenales estratégicos que ahora se perfeccionan sin complejos, y disminuyeron sus fuerzas militares convencionales en Europa. Paralelamente, Moscú retiró unilateralmente sus fuerzas de; Afganistán, Hungría, Checoslovaquia, RDA y Mongolia. En 1989, además, Moscú y Pekín normalizaron sus relaciones, eliminando lo que desde los años setenta había sido segundo gran foco mundial de tensión militar en el interior mismo de aquel “Este”.
Todo esto podría haber sido el inicio de algo grande, sino de la “nueva civilización” que pregonaba el reformador soviético, Mijail Gorbachov, sí por lo menos podía haber sentado unas bases para una integración mundial más razonable, viable y esperanzadora. Pero las dinámicas de derrumbe que se abrieron paso a un lado, y las respuestas oportunistas e ideologías hegemonistas que se impusieron al otro, dictaron escenarios bien diferentes.
En los cuatro meses que van de agosto a diciembre de 1989, cayeron o abdicaron los regímenes de; Polonia, Hungría, Checoslovaquia, RDA, Rumanía y Bulgaria. Aquel desmoronamiento en cadena, cuyo centro simbólico fue la apertura del muro de Berlín de noviembre, coincidió en la URSS con sangrientos conflictos nacionales en seis frentes diferentes (tres en Asia Central y tres en Transcaucasia), con la primera protesta obrera en Rusia y con la emergencia de dos aspectos que anunciaban el hundimiento de la Perestroika de Gorbachov -y en última instancia de la URSS- por implosión del imprescindible centrismo político que debía sustentarla.
A partir de aquel año la reforma soviética quedó estrangulada entre un descontento conservador de los partidarios del antiguo régimen, que culminó con la intentona golpista de agosto de 1991 en Moscú, y la afirmación de impulsos rupturistas de la oposición que culminaron en el propio golpe conspirativo que disolvió la URSS en diciembre de 1991, tras un referéndum en el que, en marzo de aquel mismo año, participaron 148 millones de los 185 millones con derecho a voto en la URSS y en el que el 76% había votado “si” al mantenimiento de una URSS renovada.
La quiebra de una parte del mundo denotó la enfermedad del resto, pero el mundo occidental ignoró el mensaje y siguió con más de lo mismo. Despejados los últimos miedos a una “alternativa”, los escrúpulos de la minoría más poderosa y rica del mundo saltaron por los aires definitivamente, inaugurando una orgía de enriquecimiento y corrupción sobre los dogmas de la racionalidad económica neoliberal; desregularización, privatización y sumisión general de lo público a lo privado. Sucedió en todo el mundo, desde los remotos estados insulares del Pacífico, hasta el centro del sistema mundial, pasando por el tercer mundo y los países ex comunistas.
El Este había sido algo parecido a un compartimento estanco dentro del sistema económico mundial. A partir de 1989 dejó de serlo. La integración de la URSS y de los países del bloque oriental, más la de China (que evitó el hundimiento de su régimen para afirmar una decidida reforma de mercado) y la India, en el sistema económico mundial, aportó 1470 millones de nuevos obreros al capitalismo, lo que supuso doblar la mano de obra global. El resultado fue un cambio fundamental en la correlación de fuerzas entre capital y trabajo a escala global, lo que disparó los fenómenos de precariedad y explotación laboral y deslocalización industrial hoy asentados.
Fue así como el histórico hundimiento de las tiranías del Este, unido a los cambios y nuevos dinamismos en China e India, no abrieron camino a la esperanza sino más bien a la incertidumbre planetaria. El apogeo de la globalización entonces alcanzado dio lugar a un nuevo y mortífero ciclo bélico occidental en la primera región energética del mundo (desde Afganistán a Libia, pasando por Irak y Siria), una marginación del derecho internacional, un aumento general de la desigualdad, y a un rampante incremento de la contaminación planetaria que hoy precisa de inciertos acuerdos para paliarla. Es decir, aquel año acabó consagrando una ocasión perdida para los retos del siglo.
[Fuente: ctxt]
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3 /
2019