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Pilar Lucía López

En el bosque

 

Esta noche ha caído una lluvia muy fina entre los pinos. Ddam está despierto desde hace más de media hora. Tiene los ojos abiertos como un mochuelo. La tienda se ha calado por los ángulos y rezuma humedad en el interior. Un vapor denso y picante se va haciendo más intenso. Conoce bien ese olor a sudor de pies y tierra mojada desde hace meses. Se frota la nariz con los dedos y se da la vuelta con cuidado para no despertar a sus compañeros. Luego se queda boca arriba y apoya la cabeza en sus brazos cruzados. Mira el pequeño triángulo por el que entra una luz tenue y rojiza. Escucha el crepitar de algunos troncos que quedan de la hoguera en el bidón.

Ahora que está despierto, le sube un frío por el pecho que no sentía hace un rato. Tira un poco de la manta aplastada por el cuerpo de Amadou que ronca su lado. Se ha desvelado y oye los ruidos de una noche muy larga que está a punto de acabar. Un grillo terco como un despertador pone el contrapunto a un cuco monótono y lejano. Por el este una claridad grisácea anuncia un día nublado. Nota que su vejiga está a punto de explotar pero no se mueve. Cruza las piernas una sobre otra para contenerse. Ha escuchado un ronroneo cercano diferente al de otras madrugadas. Se queda aún más quieto porque oye chasquidos de pisadas. Parece que algún animal se hubiera aproximado y estuviera olfateando alrededor del campamento.

“¿Qué hago yo aquí?”, se pregunta una y otra vez, solo por preguntarse, porque no encuentra ninguna respuesta cabal. Piensa que ya debería haber cruzado hace dos meses. Cada vez que se atreve a decir en voz alta “¿cuándo vamos a cruzar?”, un silencio de hombros encogidos le responde “cuando se pueda…”.

En estos dos meses no ha llamado a su madre, ni a nadie de su familia. No puede decirles que aún está en este lado, en la Forêt, y que no sabe cuándo podrá llegar a la Península. Ha oído que cada vez está más difícil saltar la valla. Que cada vez es más peligrosa. Que se lo digan a su primo Amadou, que lleva tres intentos. Tiene unas cicatrices rojas y negras en las manos que parecen palmeras requemadas. Y volverá a jugársela de nuevo. Ddam lo sabe y confía en él como si fuese su hermano mayor. Sabe que no le abandonará nunca. Por eso le seguirá sin dudarlo y hará lo que le diga, aunque sea lo más difícil que tenga que hacer en su vida. De Braima no se fía tanto. Se da cuenta de que se arrepiente de viajar con un chaval de quince años. Cree que es una carga para ellos y que en algún momento tendrán que librarse de ese fardo. A Ddma no le gusta cómo le mira cuando se juntan a comer con los demás habitantes del bosque. Oyó lo que decía a otros hombres, que él no le hubiera traído, que van a tener más problemas.

Delante de Braima nunca se queja de nada, ni del frío nocturno, ni de la comida, ni de las tareas de vigilancia. Ni siquiera cuando aquel reniega de todo y maldice los paquetes de leche y magdalenas que traen voluntarios de Cruz Roja. Se cabrea y grita que eso no es comida para hombres. Tiene sus razones, lleva comiendo ese alimento varios días seguidos, pero su enfado se contagia como una mancha de grasa.

En cambio Amadou es más paciente y durante el día no se desespera. Siempre tiene un afán, algo que pueda resultar útil para él o los demás. Tiene un libro muy sobado para aprender español. En la cubierta pone L’espagnol sans peine. Ha montado un corro de personas que quieren aprender. Enseña palabras y frases que les puedan servir para un primer contacto en la frontera. “Buenos días, buenas tardes, buenas noches, muchas gracias, ¿cuánto cuesta?”.

Ddma no se pierde ninguna de las clases. No sabe si podrá trabajar en España, pero lo intentará o si no pasará a Francia, allí conoce a un primo lejano, quizá pueda darle cobijo mientras encuentra algo.

No se arrepiente de haber salido pero a menudo tiene pesadillas. De nuevo vuelven esos hombres armados. Sueña que le capturan, le visten de soldado y le mandan a luchar con un rifle. En esos sueños ya ha muerto varias veces y se despierta sobresaltado, como aquella vez que vinieron de verdad los hombres y mataron a su padre cuando estaban durmiendo. Por eso se acuesta tan tarde con la excusa de vigilar la hoguera o repasar las lecciones. Por las noches lee a la luz de una linterna las palabras nuevas y las escribe. Luego guarda la libreta como un tesoro bajo su camiseta para que nadie se la robe.

Ahora los sonidos naturales del bosque han dejado paso a otros ruidos desconocidos. Escucha pisadas contenidas como de ladrones y palabras en voz baja que no entiende. Un poco más lejos oye ladridos de perros inquietos que alternan con bufidos o estornudos.

Ddma se agazapa bajo la manta negra con dos rayas rojas. En este momento agradece su peso, como si le protegiera, aunque esté húmeda y huela fatal. Sabe que están a pocos pasos de la tienda. Contiene la respiración y cierra los ojos muy apretados, como si por ello pudiera alejar cualquier peligro.

De pronto los hombres vociferan y ríen mientras la hoguera vuelve a crepitar con nuevo brío. De cada tienda salen jóvenes de piel oscura gritando “¡policía, policía! ¡Vamos, deprisa!”. Cada cual coge sus escasas posesiones, un cazo, una mochila, una linterna, un plástico, un jersey y corre a esconderse entre los árboles y las jaras.

Ya es demasiado tarde. Los policías han formado un círculo y alimentan la hoguera del bidón con todo lo que encuentran. La manta negra y roja exhala un humo pegajoso que se eleva hacia los pinos. Han tirado todos los alimentos que rodeaban las tiendas de campaña. Incluso han quemado los plásticos amarillos que usaban para protegerse del frío. Han arrancado a tirones los toldos que ahora se deshacen como espuma, devorados en un instante por el fuego.

Los que no han huido no se mueven ante los policías marroquíes. Los perros siguen ladrando, sujetos por las correas de sus amos. Inquietos por la proximidad de los desconocidos muestran sus dentaduras amenazantes.

Ddma está ahora de pie junto a Amadou. Este le da un leve toque en el brazo para tranquilizarle. Nota el tacto de la gramática entre su camiseta y el pantalón de chándal. Lo aprieta con su mano derecha para que no resbale.

El policía tiene una gorra caqui con estrellas y grita palabras en árabe. Nadie entiende, ni se mueve un centímetro. Por el tono y el gesto, parece que les advierte de algo grave que no va a permitir en adelante. Luego da una orden y el grupo desaparece entre ladridos perrunos y ruido de botas militares.

Ahora parece que el día se abre paso entre los matorrales. Amanece por encima del monte con neblina. Mañana Amadou intentará cruzar de nuevo y Ddma sabe que deberá estar bien preparado para saltar con él, cueste lo que cueste.

@PilarLucia7

[Fuente: Público]

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2019

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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