La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Joaquim Sempere
Impuestos y riqueza social
La derecha política —con la aquiescencia de alguna gente que se dice de izquierda— no cesa de presionar para que se reduzcan los impuestos que paga la ciudadanía. En España —aunque la fiscalidad había alcanzado el 48,1% del PIB en 2012, antes de que el gobierno Rajoy la redujera— el poder de la derecha ha dado como resultado que la presión fiscal esté unos 7 u 8 puntos por debajo de la media de la UE, que en 2015 era del 47,2% del PIB de la Unión.
Aunque los fenómenos sociales son demasiado complejos para reducirlos a correlaciones simples entre índices, se puede señalar —contra el argumento de que la baja fiscalidad estimula la inversión y la creación de puestos de trabajo— que países con elevada presión fiscal, como son los del norte de Europa, tienen índices de paro muy inferiores a los españoles. Pero aquí me interesa ir más al fondo de la filosofía fiscal para situar el asunto en otro nivel más significativo.
En países industrializados ningún empresario podría desarrollar su actividad productiva si no hallara dispuestas, en su entorno social, unas condiciones determinadas: un personal alfabetizado y con calificaciones técnicas y administrativas disponible para ser contratado; unos sistemas de formación técnica y de investigación; unos servicios sanitarios que mantienen unos niveles aceptables de salud en la población, incluidas las personas empleadas en las empresas; unas infraestructuras viarias y ferroviarias que facilitan la circulación por todo el territorio, incluyendo el traslado del personal trabajador desde su vivienda hasta el lugar de trabajo y la distribución de los productos desde las empresas hasta los puntos de venta; un sistema de provisión de energía y de agua y de evacuación de residuos. Añádase a todo esto un sistema judicial y policial y unas cárceles para preservar el orden jurídico, un ejército, unos bomberos y una protección civil, unos mecanismos para compensar a la ciudadanía afectada por desastres naturales, y muy especialmente un sistema de seguridad social para proteger, al menos parcialmente, a jubilados, enfermos, parados y otras víctimas de inclemencias naturales y sociales. Gracias a este inmenso aparato de instituciones, la sociedad —y por supuesto la economía— puede funcionar sin fricciones insostenibles.
¿Quién provee estas condiciones? El estado, directamente a través de instituciones propias o indirectamente planeando y subvencionando servicios y entes privados o semipúblicos. Está claro que sin el conjunto de estas condiciones una economía moderna no puede funcionar, y que estas condiciones deben considerarse costes que contribuyen a la creación de riqueza. Que las empresas contribuyan con sus impuestos a financiarlas es de sentido común y responde a un criterio inmediato de justicia, o, si se quiere, a una asignación equitativa de los costes. Por esto la retórica antiimpuestos que pretende defender a las empresas de lo que a veces se califica de “prácticas confiscatorias” es pura demagogia destinada a ocultar aún más unas transferencias de recursos ya opacas de por sí. De hecho, teniendo en cuenta que las personas trabajadoras contribuyen a la Hacienda pública más de lo que les correspondería según los esquemas fiscales vigentes (ya que los propietarios del capital contribuyen menos gracias a la elusión y evasión fiscales), el capital opera una gigantesca acumulación por desposesión: se beneficia de unos servicios públicos a cuya financiación no contribuye como debiera, cargando la factura eludida sobre los hombros de la ciudadanía en general. Añádase a esto que los impuestos directos como el IVA, que se cargan proporcionalmente más a quien menos tiene —y que suponen una parte enorme de los ingresos fiscales—, refuerzan esta inequidad fiscal. Desde este punto de vista, hay que combatir el embuste de que los ricos pagan impuestos para que los pobres tengan servicios gratis: los ricos pagan menos de lo que deben (según unas normas sesgadas a su favor y que se eluden cuando se puede) y además lo que Hacienda ingresa sirve para sufragar los costes generales de funcionamiento de la sociedad, condición indispensable para que esos mismos ricos hagan sus negocios.
La ciudadanía, por su parte, debe saber que el gasto social cubre unas necesidades de educación, sanidad y protección social, entre otras, de vital importancia para su bienestar, y que por eso no ha de dejarse arrastrar por la demagogia antiimpuestos. Eso sí: debe reclamar que el reparto de la carga fiscal sea equitativo y que se cumpla de verdad el mandato de progresividad fiscal que prevé la constitución hoy vigente en España, erosionado y olvidado en el clima neoliberal imperante.
La falsa imagen social de una hacienda pública voraz y confiscatoria es muy potente. Extrae su fuerza de la falta de reconocimiento de que la riqueza de las sociedades es básicamente colectiva. Se basa en la suposición de que los impuestos que pago son una detracción o confiscación de unos ingresos que son incondicionalmente míos y no dependen más que de mi esfuerzo laboral o de mis derechos legítimamente adquiridos. Pero esta suposición es muy relativa: sin las interdependencias que vinculan las distintas actividades económicas no dispondríamos de los niveles de riqueza de que gozamos. Este “colectivismo” de la producción industrial avanzada se percibe cuando se trata de atribuir costes a unos y otros bienes y servicios públicos. Cuesta mucho definir hasta dónde el coste de una operación de apendicitis depende del trabajo del personal médico y de enfermería, de la gestión hospitalaria, del trabajo de mantenimiento, de las inversiones en sanidad, etc. Los bienes y servicios transferidos a sus beneficiarios son resultado de acciones colectivas de efectos indivisibles cuyas magnitudes microeconómicas son difíciles de segregar y calcular. Son riqueza social, directamente social, que se transfiere a quien los necesita.
La misma consideración debería llevar a revisar la propia distribución del producto social. ¿A qué lógica responde la retribución de los distintos agentes que participan en los procesos productivos? La respuesta más plausible es que responde a lógicas de poder. El gran capital utiliza su posición estratégica para acaparar la parte del león. Lo consigue deslocalizando la producción, poniendo a competir mano de obra pobre con la mano de obra mejor pagada (incluso por encima de las fronteras), chantajeando a los estados con desinvertir en el país para lograr mejor trato fiscal y menos reglamentaciones (laborales, ambientales y de todo tipo), etc. La lógica que se impone en primera instancia no es la del mercado, sino la del poder. El mercado interviene luego. Al terminar la segunda guerra mundial, en 1945, los trabajadores asalariados en Europa occidental sacaron ventaja de la derrota del fascismo e impusieron elevados niveles de salarios, de contratación colectiva y de protección social a los que el capital tuvo de sujetarse. Cuando un gobierno sube por ley el salario mínimo ocurre otro tanto. Así, las correlaciones de poder entre clases sociales establecen los marcos en que se concreta la distribución del producto social (que luego viene determinada en concreto por factores como, ante todo, la propiedad del capital y, luego, la calificación profesional, la antigüedad en el puesto de trabajo, las imágenes de excelencia asociadas a la tarea, etc.). Que esta distribución pueda variar de golpe debido a decisiones políticas indica que los mecanismos de distribución actúan en el contexto de una riqueza que es colectiva en su génesis. Pretender que la remuneración del trabajo y del capital responde a criterios objetivos es ilusorio. En una empresa cooperativa el abanico salarial puede ser, entre el trabajador menos pagado y el directivo mejor pagado, de 1 a 2 o de 1 a 3 (aunque la presión competitiva en una sociedad capitalista a veces empuja a aumentar ese abanico para no perder a ciertos técnicos o directivos), mientras que en empresas privadas grandes puede alcanzar márgenes mucho más altos, hasta alcanzar niveles desorbitados de 1 a 1.000 o 10.000. Es obvio que estas diferencias no tienen ninguna proporcionalidad con la riqueza creada.
El poder que el ordenamiento jurídico concede a la propiedad del capital permite imponer de manera bastante arbitraria la injusta distribución del producto social. Como decía ya a principios del siglo XX el socialista fabiano británico R. H. Tawney, una empresa es un equipo de personas que utilizan un capital para producir bienes y servicios; paradójicamente, sólo el propietario del capital tiene capacidad legal para decidir qué se produce, con qué amortizaciones y métodos de trabajo, y en última instancia para cerrar la empresa. Quienes la hacen funcionar de verdad (directivos, administrativos y obreros) son convidados de piedra, que a lo sumo pueden protestar si algo no les gusta o no les conviene. Se podría imaginar —remachaba Tawney— un equipo de personas que alquilan capital a un ahorrador, y le pagan religiosamente los intereses pactados por el préstamo. En lugar de ser el capital el que alquila el trabajo, como pasa en el capitalismo, sería el trabajo el que alquilaría el capital (como de hecho ocurre en las cooperativas). Es decir, las personas utilizarían la cosa, el capital, en lugar de ser la cosa la que utiliza a personas para crecer. Un resultado de este poner las cosas cabeza abajo es permitir que se acumulen fortunas inmensas en pocas manos. Y que unas pocas personas gobiernen y manipulen a multitudes. A eso Tawney lo llamaba, tal vez inadecuadamente pero con vigor expresivo, “feudalismo industrial”. Ese poder concedido por el ordenamiento jurídico a la propiedad del capital es un principio que debe ser subvertido en una sociedad democrática coherente, y es raíz de poder no sólo en la empresa, sino también en la sociedad.
Volviendo a los impuestos, y para mayor inri, el ordenamiento legal concede a los patronos la capacidad de ser recaudadores fiscales de sus propios asalariados: son los patronos quienes tienen el encargo formal de detraer del salario bruto de sus empleados la deducción para el impuesto sobre la renta y la cotización a la Seguridad Social y transferir estas sumas a la Hacienda pública y a la caja de la SS. Los asalariados, por lo demás, están sometidos a deducciones obligatorias para cumplir con sus deberes fiscales mientras que los dueños del capital pagan sus propias contribuciones por unas vías que les permiten muchas formas de elusión y evasión fiscales. Es la guinda de un orden fiscal que favorece al poderoso.
Creo importante difundir la idea de que la fiscalidad es una contribución a los costes generales de funcionamiento de la sociedad en contextos de elevada interdependencia socioeconómica. Esta idea debería contribuir a elevar la consciencia y la ética fiscales. Y debería traducirse en mecanismos más eficaces para lograr que cada sujeto económico pague lo que debe. A la vez, también me parece importante difundir otra idea: la de que la riqueza de las naciones es esencialmente social, que se presenta como indivisible y que su distribución viene determinada por factores ético-políticos. En otras palabras, las desigualdades insufribles que nos afligen tienen causas políticas, y por tanto deben poder modificarse y en su caso suprimirse por medios políticos.
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2019