¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
El Lobo Feroz
Los malos modos
Por evitar la silla de ruedas hago casi todas mis gestiones en bici. A pesar de que mis patas traseras no simpatizan demasiado con los pedales. Aún está permitido circular por las aceras anchas, hasta 2019, en mi ciudad. Esta mañana, sin embargo, he optado por la calzada. La calzada es peligrosa: hay bastantes automovilistas desconsiderados, el humo de los escapes es irrespirable, y siempre vas con cierto miedo. Hay carriles bici, sí; pero los munícipes, además de colocarlos en el lugar más próximo a los tubos de escape, han recurrido a lo que más les gusta: prohibir. Los nuevos carriles-bici son ahora de sentido único. Los munícipes —y sus técnicos—, que deben de ir en haigas, ignoran la solidaridad existente entre los ciclistas. Somos pocos, y nos arreglamos muy bien con un solo espacio bidireccional. Si vamos en sentido contrario al ordenado, no es raro oir insultos proferidos desde las aceras por ir en lo que llaman contradirección. A mí, en la vida, me gusta ir contradirección; pero por lo visto hay bastante gente con alma policial que se mete en lo que no la llaman. Son los que te llaman —valga la redundancia— de todo.
Las aceras nos distancian un poco a nosotros, los ciclistas, de los humos (en sentido real y en el figurado) de los automovilistas. Pero las aceras no son mucho mejores que las calzadas. Pues como peatones somos todos imprevisibles. El ciclista ha de saber no solo que la prioridad es siempre de los peatones, sino también que pueden detenerse de pronto, moverse rápidamente hacia un lado, vacilar, etc. Hay que poner un cuidado exquisito en esquivarlos. Hasta ahora he conseguido no rozar siquiera a nadie.
Pues bien: esta mañana he optado por la calzada, y cuando he llegado a mi destino (una papelería), he subido a la acera por el vado de los peatones sin molestar a nadie y a muy poquita velocidad. Estaba desmontando de la bici cuando se me ha echado encima un individuo —aquí corresponde la palabra ‘individuo’, no la palabra ‘persona’— que me ha golpeado en un brazo al tiempo que me dedicaba el peor insulto del repertorio hispánico (y universal), diciéndome que sacara la bici de la acera.
El individuo, desconocido para mí, debía estar un poco loco y muy frustrado. He tenido la presencia de espíritu de no responderle, limitándome a preguntarle si se encontraba bien. Eso ha acrecentado su furor, y, con la cara roja de ira, me ha dedicado los tres principales insultos del repertorio; finalmente se ha alejado, volviéndose para decirme otra vez que sacara la bici de la acera, y por poco choca con una de las motos aparcadas allí.
Es obvio que se trataba de una persona psicótica. He traído aquí este caso porque lo que me parece destacable no es tanto la pretensión policiesca de ordenar algo a los demás, que es un indicio de esa psicosis autoritaria, cuanto los modos desmesurados de su intervención. Y no es la primera vez que me ocurre algo así como ciclista. Si hubiera nazismo aquí —y cada vez hay más protonazis sueltos—, los primeros en caer serían los extranjeros africanos y asiáticos; pero luego vendrían los ciclistas.
Los modales se aprenden. ¿De quién pudo haber aprendido sus modales excesivos mi particular agresor verbal y físico? Creo que esos modales proceden de tres fuentes principales. Una es el fútbol televisado contemplado colectivamente en un bar (yo no voy a los estadios). Las expresiones malsonantes dedicadas a los jugadores del equipo foráneo son, para empezar (pero entre muchas otras), las mismas que el loco de esta mañana me ha dedicado a mí. Junto a esas expresiones, otras como “¡mátale!”, o referencias raciales, son de uso común. La otra fuente es, desgraciadamente, el ámbito de lo que se entiende aquí por “política” —y que solamente lo es en sentido degradado y publicitario—. Ese espacio donde se usa la hipocresía, donde se dicen las mayores barbaridades con total indiferencia (p.ej., el sr. Torra), donde se miente y donde algunos roban o abusan de su posición en beneficio propio (los que se dedican al do ut des). Un espacio —el de la política ínfima— que crea entre los ciudadanos la sensación de que todo vale.
Y todo vale en la tercera fuente de modales: twitter. Hasta que apareció twitter no sabíamos la cantidad de mierda almacenada en los cerebros de tantos conciudadanos, y tampoco habíamos calibrado las dimensiones de su ignorancia gramatical e histórica. El calificativo ‘facha’ designa ahí a cualquiera que se muestra en desacuerdo con uno. Los bulos y las falsedades inventadas circulan en twitter como por autopistas.
Esos malos modos muestran una sociedad puesta a calentar para que hierva, para que alcance la temperatura en que la xenofobia alcanza un punto de ruptura, en la que nadie propone un modelo social creíble, en que la extrema derecha —la extremísima derecha, como en los Estados Unidos y Brasil, y en algunos países europeos— despierta un viejo monstruo dormido que al despertar adopta siempre un nombre distinto.
Mal lo tienen —¡ay!— los de abajo, con el opio del fútbol, con el opio de la politiquería, con el opio de la tecnología. Hay que jugar al fútbol, hay que sopesar bien el papel de la tecnología en la vida de uno. Y hay que comprometerse políticamente, o sindicalmente, o en organizaciones sociales decentes. Estamos en un momento muy bajo de la historia. No os fieis de quienes dicen que ascendemos hacia el cielo.
30 /
10 /
2018