La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Gonzalo Pontón
Fontana en su tiempo
Dicen que Josep Fontana murió el 28 de agosto pasado. Puede ser, pero yo sigo conversando con él casi todos los días a través de sus papeles y sus libros, que son prueba irrefutable de su presencia y de su capacidad intacta para sumergirnos en la vida en cualquier momento.
Josep Fontana es el historiador español más importante de la segunda mitad del siglo XX y de lo que llevamos de XXI. Por su talento científico, por su erudición inacabable, por su capacidad de síntesis, por la extraordinaria comunicabilidad de su escritura neoclásica, enemiga de los adjetivos. Es un historiador total a quien tanto le interesa comprender el tránsito español del Antiguo Régimen del siglo XVIII al XIX, como explicar la transición de la dictadura a la democracia representativa en el siglo XX. Es un estudioso de los proyectos económicos y sociales de liberales y conservadores en el siglo XIX, tanto como lo es de los de las sociedades capitalistas del siglo XX. Su pasión por la historia se incardina, además, en el estudio mismo de su oficio: ha dedicado una docena de libros a evaluar el papel de la historia en la sociedad y a autocriticar su condición de historiador. La síntesis de su pensamiento, aquí, es que, si la historia no interpela a los hombres y mujeres de hoy, si no les ayuda a resolver sus dudas y a asentar sus esperanzas, si no tiene nada que aportar para que las injusticias y desigualdades de nuestro tiempo se superen, no merece llamarse historia.
A finales del siglo XX, cuando ya había escrito y publicado 35 libros y miles de artículos, Fontana empezó a trabajar en la historia de su propio tiempo, que le absorbió durante más de quince años. ¿Por qué? Porque iba sometiendo los borradores de cada futuro capítulo a la reacción de sus alumnos, por los que sentía un respeto enorme. Si creía que sus lecciones (nunca fueron magistrales) no arañaban la piel de sus oyentes, las reconstruía para encontrar una nueva forma de transmitirles hondura y precisión: les enseñaba a pensar históricamente. Esa extraordinaria, nada innata, capacidad de hallar la vía más eficaz para encender las luces del conocimiento, tenía una aplicación inmediata. a la escritura de sus libros. Y es que, a años luz de la jerga académica tradicional, los razonamientos de Fontana cabalgan las olas de su erudición con gran elegancia, pero también con una contundencia inapelable.
De este modo nació Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945, que es, sencillamente, la mejor historia del siglo XX que se haya publicado jamás. Primero, porque en este libro Fontana se ocupa de la realidad viva de los hombres y mujeres de todo el mundo que vivieron y sufrieron el siglo más mortífero para el género humano, el que creó más miseria y desigualdad de la historia. En segundo lugar, por la fuerza arrolladora de su análisis que desmonta la vulgata capitalista del progreso indefinido de la humanidad: “Solo se ha progresado con las luchas”, nos dice el historiador marxista. Y, en tercer lugar, por su sensibilidad y preocupación por la suerte que les espera a sus semejantes en este nuevo “gran desorden bajo el cielo”.
Por medio de un legítimo recurso literario, Fontana empieza su libro preguntándose por qué le han engañado. ¿Por qué no se cumplieron las promesas de la Carta del Atlántico, de 1941, de una nueva era de paz que habría de proporcionar “a todos los hombres de todos los países una existencia libre, sin temor ni pobreza”? Lo que Fontana constata, setenta y cinco años después, es que no hay paz sino guerras, que los derechos humanos se vulneran en todas partes y que la pobreza y la desigualdad no han dejado de crecer desde 1945 hasta llegar en nuestros días a dimensiones intolerables.
Desde su oficio de historiador, Fontana trata de encontrar respuestas a sus preguntas y eso le lleva a diseccionar la “guerra fría” y a calibrar las razones que han llevado a la continuidad de un imperio una vez desmoronado el otro; es decir, las causas del triunfo del capitalismo bajo la hegemonía política y económica de los Estados Unidos. Porque está bien claro que los intereses del imperio americano iban más allá de la defensa de su sistema económico y social ante la amenaza soviética, que lleva casi treinta años muerta, y que su propaganda era y sigue siendo falaz. Desde Eisenhower hasta Reagan, ningún presidente norteamericano sabía qué hacer con la Unión Soviética en caso de que fuera derrotada con las armas: “¿Qué tienen los rusos que nos pueda interesar?”. ¿Por qué habrían los norteamericanos de hacer una nueva guerra mundial? ¿Y cómo y porqué los rusos habían de invadir Europa? Ahora sabemos que los dirigentes soviéticos vivieron permanentemente aterrados ante los Estados Unidos, cuya amenaza no les permitía bajarse del tigre armamentista mientras esperaban que su modelo de “socialismo” se acabaría imponiendo en el mundo. Los dirigentes soviéticos no comprendieron que su fracasado socialismo no tenía ninguna posibilidad de extenderse, y que nunca iba a atacarles nadie, aunque se desarmaran totalmente. Lo que pasaba ―nos dice Fontana― es que ninguno de los dos imperios quería “una sociedad más libre y más igualitaria”.
Cierto es que el temor al contagio comunista propició algunas conquistas sociales en el mundo capitalista y también es cierto que tras la segunda guerra mundial se consiguió un reparto más equitativo de los ingresos, cuando el incremento del salario real fue aparejado al aumento de la productividad, pero duró muy poco tiempo. A partir de los años sesenta los Estados Unidos tomaron medidas para restaurar el poder del mercado, como fue el fin de la convertibilidad del dólar decretado por Nixon en 1971, un giro que se consolidó con las desregulaciones de Carter para desmontar las limitaciones al poder de los grandes grupos empresariales y continuó con la lucha contra los sindicatos de Reagan, lo que equivalía a cambiar fábricas por negocios financieros y duplicar la deuda pública hasta llegar, por ejemplo, a la disposición Citizens United de 2009, que liberalizaba la contribución de las corporaciones a las campañas electorales. Clinton, Bush hijo y Obama no hicieron más que reforzar el capitalismo realmente existente. Todo ello condujo a que entre 1969 y 2009 las rentas del trabajo en Estados Unidos disminuyeran en un 28%, mientras que, en el mismo periodo de tiempo, las corporaciones pasaron de pagar en impuestos un 30% de los ingresos federales a un 6,6 %, liberando capital financiero. Toda esa involución contribuyó a desatar una oleada especulativa que está en el origen de lo que se ha dado en llamar “Gran recesión” de 2007, propiciada por un nuevo avatar del mercado libre: el capitalismo rentista que, con las políticas de austeridad impuestas por los gobiernos occidentales, el desmantelamiento del estado del bienestar y la creación del precariado, ha canalizado la mayor parte de los ingresos hacia una minoría cada vez más reducida.
Como es habitual en toda su obra de historiador, Fontana nos dice que él no puede ofrecernos ninguna receta, que con su historia del siglo XX solo quiere sugerir temas y líneas de investigación que nos permitan seguir avanzando, como si fueran los primeros surcos de un ancho labrantío. En realidad, su libro constituye una clamorosa condena del sistema capitalista y una defensa encarnizada de la libertad en la igualdad. Dudo, por eso, que en el haber de otro historiador aniden tantas ideas y tantas propuestas para construir una vida mejor ―una sociedad auténticamente socialista― como hay en los libros que nos deja el gran historiador catalán.
27 /
9 /
2018