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Albert Recio Andreu

A diez años del crac financiero

Cuaderno postcrisis: 10

I

Hace diez años, el sistema financiero se tambaleó. Y con él, tembló el complejo entramado de la economía capitalista mundial. La crisis de los grandes bancos mundiales provocó una recesión sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial, y sus efectos se extendieron paulatinamente a muchos espacios del planeta. Lo que comenzó poniendo en evidencia las fragilidades, las irresponsabilidades y la criminalidad inherentes al modelo neoliberal, se acabó convirtiendo en un ajuste que ha debilitado las condiciones de vida de mucha gente, los derechos laborales y los servicios públicos en muchos países. Las élites capitalistas consiguieron externalizar gran parte de los costes del mal que ellos habían generado hacia el conjunto de la población, y tuvieron éxito en conseguir que las políticas económicas desarrolladas por los Estados y los organismos internacionales no supusieran un viraje profundo en la dinámica iniciada a mitad de la década de 1970.

Las crisis, los auges y recesiones, son inherentes a la historia del capitalismo. Que las crisis se manifiesten en primer lugar en la esfera financiera también es habitual. El sector financiero constituye el segmento más especulativo, inestable y volátil de la economía capitalista, y es allí donde se manifiestan con mayor intensidad las convulsiones sísmicas de la economía mercantil. Un sector financiero, por cierto, cuyo gigantismo se había desarrollado al calor de las políticas neoliberales, las potencialidades de las nuevas tecnologías de la información, y la globalización. Un sector que había propiciado, a la vez, una alarmante situación de endeudamiento global y un enorme potencial para el desarrollo de enriquecimiento rentista de las élites mundiales.  El endeudamiento era en parte un propio subproducto de la liberalización financiera. Pero era también el resultado de las contradicciones puestas en marcha por el modelo neoliberal: la necesidad de promover el crecimiento del consumo en un contexto de salarios congelados (o a la baja), la necesidad de mantener vivo el comercio internacional en un mundo con países con balanzas comerciales permanentemente deficitarias, la necesidad de mantener un sector público enfrentado a demandas crecientes y recortes de impuestos…

Y, pese a ello, la crisis cogió por sorpresa a los grandes líderes económicos. Y a la mayor parte de la “academia universitaria”, más atenta a desarrollar un análisis formalista que a analizar el funcionamiento del capitalismo real.  Un capitalismo que, más que confiar en la capacidad autorreguladora del mercado para salir de la crisis, optó por una intervención pública masiva para evitar el colapso. Bastó una quiebra bancaria —la salida normal en una sociedad de mercado— para forzar a los gobiernos a financiar masivamente al sistema financiero y evitar su quiebra sistémica. Confundir el capitalismo moderno con el mercado es un error. El capitalismo real es una compleja combinación de mercados, empresas (en muchos casos enormes organizaciones verticales que expanden su poder más allá de los límites formales de la propia empresa a través de complejas redes interempresariales) y un sector público imponente. Sin este tercer factor, la crisis de 2008 posiblemente hubiera sido un proceso mucho más caótico de lo que realmente ha resultado.

II

La crisis, que puso en evidencia las debilidades y defectos de las políticas neoliberales y los gravísimos problemas generados por la financiarización económica, no ha servido para reorientar el funcionamiento global del sistema. Más bien al contrario. El sistema financiero ha sido salvado a costa de la sociedad (y ha aumentado la concentración bancaria). El nivel de endeudamiento global ha seguido creciendo (aunque en algunos países parte del endeudamiento privado se ha endosado al sector público). El proceso de financiarización se ha visto favorecido por las heterodoxas políticas monetarias adoptadas por la Reserva Federal y el Banco Central Europeo con el pretexto de evitar el colapso económico. Se han seguido implementando reformas laborales orientadas a desmantelar normas que en el pasado operaban como garantías de derechos sociales y acotaban el poder del capital. En algunos países se han impuesto políticas de austeridad que han implicado graves costes sociales y un desmantelamiento de los servicios sociales.

Han aumentado las desigualdades de renta y la minoría del 1% (o el 5%) ha acumulado riqueza a expensas del resto. En una visión mundial este dato cabe matizarlo. Como explica el detallado trabajo de Branko Milanovic (Global Inequality, Harvard University Press 2016), en su conjunto, la desigualdad de renta mundial entre individuos ha disminuido, fundamentalmente por efecto del crecimiento de la economía china, que ha mejorado la renta de millones de personas. Pero este mismo autor señala dos hechos cruciales. De un lado, el estancamiento absoluto y la pérdida relativa de la renta de la mayoría de la población de los países desarrollados. Del otro, que a pesar de la mejora de la población china (y parte de la India), la renta media de los países ricos (incluso la de la mayoría de sus pobres) sigue siendo mucho mayor que la de estas nuevas capas emergentes de asiáticos beneficiados por la globalización. Los impactos de la crisis han tenido dimensiones de género, clase y país.

La crisis, en suma, no ha generado ni una “refundación del capitalismo” ni una reorientación sustancial. Más bien ha servido para implementar políticas que han reforzado las tendencias anteriores. Se han introducido soluciones de emergencia, que han servido para apedazar y apuntalar una economía llena de contradicciones. El sistema no ha se ha derrumbado, pero las soluciones adoptadas prometen la reaparición de muchos problemas graves en el futuro próximo. Algunos, como el aumento de la pobreza, ya son visibles.

Si a la crisis económica en términos convencionales sumamos las cuestiones relativas a la crisis ecológica la situación es aún más dramática. Mientras proliferan las evidencias de los efectos del cambio climático, los diez últimos años no han aportado cambios sustanciales en la organización de la actividad económica. El único cambio palpable es el crecimiento de las energías renovables a costa de las tradicionales en la producción de electricidad. Se trata de una de las adaptaciones teóricamente más fáciles de realizar para las economías capitalistas. Al fin y al cabo, el cambio técnico y la sustitución de materiales ha formado siempre parte de la dinámica de acumulación. Y de ello ya han tomado buena nota los grandes grupos energéticos, que ya están focalizando sus inversiones hacia las “nuevas energías”.  La idea de que basta con sustituir una energía por otra no sólo es atractiva para las empresas capitalistas, sino también para la mayoría de la población rica a la que se le promete que podrá mantener las mismas pautas de consumo (y además sin contaminar) simplemente cambiando el mix energético. Algo que es más que dudoso si se considera la crisis ecológica en su conjunto. Ni está claro que las energías renovables puedan garantizar el mismo flujo de energía barata que el petróleo y el carbón (sobre todo si se tiene en cuenta el ciclo completo de consumo energético que incluye la producción de equipos e infraestructuras renovables), ni mucho menos se puede reducir el problema ambiental a una sola cuestión. Aunque tuviéramos un suministro ilimitado de energía, el impacto sobre los ciclos vitales de la mayoría de especies, sobre los suelos fértiles, sobre los ciclos del agua, el uso del espacio o la creciente demanda de minerales acabarían por generar (si no lo están haciendo ya) otro tipo de tensiones. Las sociedades capitalistas que han experimentado niveles de consumo impensables en otras épocas son como una especie de plaga que devora todo lo que considera necesario para su continuidad y, a diferencia de otras especies, utiliza el cambio técnico como mecanismo de mutación cuando ha agotado alguno de sus inputs esenciales. El problema es que las dimensiones del planeta son las que son, y no parece racional pensar que este movimiento no tendrá fin.

La crisis ha generado mucho sufrimiento y, en los países desarrollados, ha acelerado las tendencias a la degradación de las condiciones de vida y trabajo de gran parte de la población. Las respuestas a la crisis han reforzado el poder de las élites dominantes sin abrir vías sólidas para afrontar los problemas endémicos de inestabilidad o desigualdad, ni para afrontar en serio los retos que plantea la crisis ecológica.

III

Todo lo anterior no tiene nada de original. Es un resumen apresurado de lo ocurrido en la última década, sin entrar en mucha profundidad. La pregunta verdaderamente relevante es por qué ante tamaño desastre no se ha configurado una propuesta mínimamente sólida para, cuando menos, propiciar alguna política nueva. Hay un vacío enorme entre la evidencia (incluso en los medios convencionales) del tamaño de las desigualdades y los peligros de la crisis ambiental y la inexistencia de propuestas de cambio movilizadoras. El auge de las propuestas derechistas y el repliegue hacia lo nacional-identitario en casi todos los países desarrollados tiene una de sus bases en esta falta de alternativas a la hegemonía capitalista. Una hegemonía que se ha consolidado menos por méritos propios que por el fracaso de sus presuntos oponentes. Este debería ser el núcleo de trabajo de cualquier persona interesada en afrontar en serio los problemas de la sociedad actual, especialmente de aquella gente que lleva años peleando en mil y una resistencia a los impactos del capitalismo. Y, más especialmente, entre la gente con capacidad técnica e intelectual para hacerle frente.   

Hay que empezar por reconocer los problemas básicos que impiden pensar alternativas.  Considero al menos tres tipos de cuestiones.

En primer lugar, está el dilema entre crecimiento y ajuste ecológico. Tradicionalmente, la izquierda se situaba en lado del crecimiento. Y, aún ahora, muchas de las propuestas de los partidos de izquierda se sitúan en una óptica post-keynesiana. El problema de las políticas expansivas de este tipo choca no sólo con la necesidad de llevar a cabo una reconversión ecológica, sino también con una cuestión más inmediata: el sujeto público que las puede llevar a cabo. En el contexto de globalización actual, las políticas expansivas de corte nacional están expuestas a múltiples problemas. Y, hoy por hoy, la izquierda no tiene capacidad de intervenir con éxito en estructuras supranacionales donde estas políticas serían realizables. Y la creciente consciencia ecológica de una parte de la izquierda les ha hecho perder su atractivo. Hay que reconocerlo estamos atrapados en una trampa siniestra: si se acelera el crecimiento, se agravan los problemas ecológicos; si la economía se contrae, en el contexto actual, se genera un grave problema social. Un dilema que no se puede resolver con eslóganes simplones, sino que exige la elaboración de propuestas que combinen una política seria de ajuste ecológico, de reducción de las desigualdades y de reforma institucional.

En segundo lugar, está la cuestión del sujeto. El planteamiento clásico se basaba en lo que ahora se conoce como el problema del 1% (la élite capitalista) enfrentado al 99% (la clase obrera). La realidad es por desgracia más compleja. Las sociedades capitalistas desarrolladas tienen mayor diversificación social, en la que existen estratos diferenciados por motivos de posición laboral, nivel educativo, renta, etc.  Aunque la crisis ha frenado expectativas y debilitado estatus, las diferencias persisten e impiden establecer alianzas mayoritarias en temas como los impuestos, la estructura salarial o las regulaciones ambientales. Además las enormes diferencias existentes entre los distintos países en temas como la renta, los servicios públicos, o el sistema fiscal, operan como otro elemento de diferenciación y abren un espacio a las políticas reaccionarias. Construir una alternativa exige entender esta estructura social y analizar cuáles son las mediaciones que pueden permitir acumular un mayor número de fuerzas.

La tercera cuestión es la de qué tipo de modelo plantear tras las fallidas experiencias soviéticas. Marx y Engels se opusieron con buenas razones al socialismo utópico que propugnaba la construcción de una sociedad ideal basada en las ideas de pensadores bienintencionados. Una sociedad no se crea de la nada, independiente de las dinámicas sociales imperantes. Se centraron más bien en desarrollar la crítica de la sociedad capitalista, aunque no rehuyeron hacer propuestas concretas (el mismo Manifiesto Comunista introduce un programa reformista bastante concreto). Cuando los bolcheviques tomaron el poder tampoco tenían una idea clara de cómo organizar la economía, aunque ya se pensaba en algún tipo de planificación para combatir la tendencia al descontrol de la economía capitalista. El debate de los años posteriores a la revolución, los vaivenes entre la economía de guerra, y la NEP indican la complejidad de la cuestión. Aunque finalmente se saldó con el desastre estalinista por todos conocido. Tampoco la experiencia china se salvó de desastres y vaivenes para culminar en una variante peculiar de capitalismo con una pesante presencia estatal. Seguramente era inevitable que los intentos de instaurar un modelo alternativo al capitalismo experimentaran enormes dificultades y vías muertas (aunque posiblemente las cosas hubieran ido mejor si no se hubieran impuestos opciones autoritarias que bloquearon la posibilidad de un debate racional). Pero tanto estas experiencias como las que conocemos de la diversidad de las economías capitalistas reales pueden constituir un importante punto de partida para repensar una alternativa social. Los utopistas decimonónicos tenían sólo la referencia de sus propias elucubraciones mentales. Pero hoy, en cambio, contamos con una panoplia de experiencias económicas, de una enorme diversidad de instituciones y regulaciones que pueden servir de base para elaborar no un nuevo proyecto utópico, pero sí un marco de referencia en el que situar la transformación social. La lucha contra el capitalismo no sirve de nada si se limita a la denuncia de sus males. Requiere proponer formas diferentes de organización social. Y éstas deben partir del conocimiento de las experiencias sociales de los dos últimos siglos, de los éxitos y los fracasos. Pero exige un esfuerzo colectivo de construcción de propuestas transformadoras.

IV

En 2008 se pusieron de manifiesto muchos de los peores aspectos del capitalismo neoliberal. Diez años más tarde, estamos más o menos en la misma situación, pero en muchas partes del mundo los problemas sociales y ecológicos se han agravado. Y existen nuevas amenazas que conducen a la barbarie. Por eso es tan necesario contar con alguna hoja de ruta que nos permita salir de esta situación. No la hemos tenido en el momento de la crisis (lo que facilitó que se acabara imponiendo la salida neoliberal). Y seguimos sin tenerla, demasiado ensimismados en cultivar las diferencias. Demasiado incapaces de construir un mínimo esquema a partir de las cosas que conocemos o deberíamos conocer. Urge una reconstrucción del pensamiento crítico que vaya más allá de la denuncia. Que aporte respuestas que nos alejen del mundo de la desigualdad insoportable, la catástrofe ambiental, la exclusión social y el autoritarismo que dominan el ambiente.

30 /

8 /

2018

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.

Walter Benjamin
Tesis sobre la filosofía de la historia (1940)

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