La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan Ramón Capella
Las patas cojas del régimen constitucional
El régimen constitucional español ha mostrado tener defectos manifiestos: la ambigüedad del sistema de las autonomías y el estado unitario; la incapacidad para contener la corrupción política; la hipocresía respecto de la laicidad del Estado; y, en cambio, la gran capacidad contraria para trasladar a los pobres y a los trabajadores las cargas de las incapacidades y de los errores del capitalismo español.
Esas patas cojas constituyen las mayores carencias o incapacidades del sistema, más allá de sus defectos técnico-políticos. Aquí solo se tratará de definirlas en sus rasgos esenciales.
La ambigüedad del régimen de las autonomías en el estado unitario reside a mi juicio en su incapacidad para materializar derechos iguales para todos los ciudadanos. Eso es manifiesto en cuestiones como la tributación en materia de régimen fiscal, sucesiones, o recetas de la seguridad social, que no son las únicas.
Pero además de eso, y por encima de eso, las autonomías han funcionado como un sistema de vasos comunicantes entre actores políticos —gobiernos centrales y locales, partidos, agrupaciones de intereses— a partir de cuyas prestaciones y contraprestaciones se han generado fuerzas centrífugas. Algunas burguesías periféricas han pretendido arrastrarlas hasta la secesión, o al menos hacia un relato secesionista que hipnotizara a sus votantes; otros las han aprovechado pro domo sua electoral para defender el más verraco centralismo españolista. No estamos aún en la nación dividida —aunque sí lo está Cataluña en 2018—, pero nos acercamos a ella.
A las comunidades autónomas españolas se les ha transferido mucho más poder político —y cultural: radio, TV, escuela— que a las regiones italianas o a los länder alemanes. Probablemente el sistema autonómico esté necesitado de una redefinición que concentre en materias básicas como las económico-sociales las competencias estatales y de las comunidades en vez de bifurcarlas. Funcionan en el mundo sistemas federales como el suizo, el alemán o el norteamericano que no son centrifugantes ni admiten la centrifugación.
Y por otro lado sería hora ya de que la izquierda político-social se replanteara el mantra de la aspiración a la libre determinación. En otro lugar he señalado cómo se podría ejercer ese derecho —no reconocido en ninguna parte— sin renunciar a la unidad de la ciudadanía. Pero es la cuestión misma la que me parece crecientemente carente de sentido y básicamente ideológica, en un país cargado de historia unitaria, que nunca ha tenido colonias interiores y cuyas luchas civiles han adoptado muchas veces la forma de banderías. No puede haber «libre determinación» para un fragmento de España sin que quede afectado todo lo demás; o, dicho de otra manera, no se dan las condiciones para la libre determinación, que exigen afectar únicamente a los que se autodeterminan. Creo en cambio que, prescindiendo de esa idea política, es necesaria la aceptación común, al menos, de un estado federal moderno.
La incapacidad del régimen para contener la corrupción política, con la debilidad y la lentitud de la respuesta judicial y la tolerancia práctica política pese a las denuncias puramente verbales de los partidos, es otra pata coja del sistema.
La posibilidad de la corrupción nace de una característica del poder político contemporáneo: su inmixtión en la economía. Se trata de que toda decisión administrativa puede tener un valor y un precio económicos. Desde decisiones municipales respecto de la calificación de solares, a su edificabilidad, a la contratación de la prestación de servicios públicos, a cualquier contratación administrativa o concesión pública, a todos los niveles, todo puede tener un precio —repercutible— que algún agente económico esté dispuesto a pagar. Por fortuna aún no se compran las decisiones judiciales (aunque algunas se pactan con la fiscalía, un peligroso precedente), ni en general cosas como las titulaciones públicas. Sin embargo el do ut des está llegando adonde nunca había llegado; obviamente, las contraprestaciones por favores políticos o administrativos son evanescentes: no adoptan necesariamente formas dinerarias.
Otra causa de corrupción es el coste de la publicidad política, de las campañas electorales. Ese coste, que ningún ciudadano puede afrontar por sí, debería ser una señal de alarma respecto del carácter democrático del régimen, de cualquier régimen en el que el coste electoral se dispara mucho más allá de lo razonable.
El sistema político podría regenerarse si fuera posible imponer un ágil droit de regard cívico, de las organizaciones sociales, sobre toda la actuación administrativa, desde la local a la estatal más general, que colaborara con entes como el Tribunal de Cuentas, la Fiscalía, el Instituto de Crédito Oficial, etc., y pudiera revertir decisiones inadecuadas. Toda pérdida o mala aplicación de dinero público debe implicar responsabilidad penal objetiva mientras no se demuestre lo contrario. Eso debería ir unido a una escala de moralidad política pública semejante a la de otros países como Alemania, aun a sabiendas de que el problema de la corrupción política empieza a ser universal en el capitalismo financiero contemporáneo. Los corruptos deben saber que son vistos como corruptos: hay que hacérselo notar.
La hipocresía respecto de la laicidad del Estado es, culturalmente hablando, un signo de la detención del tren de la laicidad pública mucho antes de llegar a su estación de término. No se sabe en qué carril quedó detenido el proyecto de Estado laico contenido en la Constitución y que en países de nuestro entorno ha cristalizado sin problemas: en Francia, en Italia (¡pese a contener al Vaticano!), en Alemania. Nada parecido en esos países a la escuela concertada, una bicoca de negocio para las escuelas confesionales; nada parecido a la casilla de donativos en favor de la Iglesia Católica en los formularios para el pago de un impuesto (el IRPF); nada parecido a los negocios de la iglesia invisibles para la Hacienda pública; ninguna semejanza a imágenes de ministros del gobierno cantando que la suerte les «hirió con zarpa de fiera» (¡a ellos!) en un acto religioso procesional.
La laicidad es un elemento consubstancial de la democracia. Afirmarla en la ley y trampearla en la práctica derrumba la credibilidad cultural del sistema. De su indefinición arrancan tendencias culturales que desembocan en lo que clásicamente se ha llamado la servidumbre voluntaria. Materia sobre la que habrá que volver.
La capacidad para cargar sobre las espaldas de los desfavorecidos las consecuencias de los disparates económicos y de las crisis ha dejado coja, gravemente coja, la pata del régimen constitucional que más afecta al grueso de la población: la redistribución social. Antes de eso hay que decir que de la Hacienda pública —de los impuestos de todos— han surgido los fondos para reflotar instituciones financieras, unas semipúblicas y otras privadas, fondos que han sido regalados sin más. Y los derechos sociales, empezando por el derecho al trabajo, a salarios suficientes para formar familias, a contratos simplemente decentes, a las pensiones, a un mismo sistema de salud para ricos y pobres, y, pasando a otro aspecto, a verdadera protección contra el sistema del patriarcado o el sexismo, a una educación digna y para la paz… Todo eso ha fallado y no se ven remedios próximos al actual estado de cosas. Ha habido una redistribución de los pobres hacia los ricos —al sistema financiero— y un cierre del grifo de la redistribución del producto social hacia los pobres.
¿Qué carpintero eliminará el problema de las patas cojas? Los partidos, ¿se sienten cómodos con ellas?
Pues parece que sí. Al menos pueden ir tirando. Se celebran elecciones, luego hay rituales de investidura tras el turno regio de consultas. Gobierno y Parlamento caminan a espaldas el uno del otro, las comunidades autónomas se renuevan, y el Tribunal Constitucional arbitra soluciones para los conflictos. Las administraciones, las policías, los tribunales y las cárceles funcionan más o menos como siempre. Gobierna Bruselas. Solo la aparición de nuevos partidos, de los de arriba y de los de abajo, perturba ese tranquilo panorama. Pero parece que los cambios son de los que permiten que todo siga igual.
Ninguno de los grandes partidos está por la labor de abordar modificaciones de calado de la Constitución de 1978. El sistema autonómico, si acaso, sería redefinido por ellos como «federal» con muy pocas modificaciones. Nadie les exigirá a las instituciones financieras devolver el dinero invertido por el Estado en su rescate (¡ya se cuidan los bancos de condonarles sus deudas a los grandes partidos y solo a ellos!), y nadie se atreverá a enfrentarse con los negocios de la Iglesia católica por miedo a perder votantes. Es incluso dudoso que el sistema de partidos esté dispuesto a dejar de inmiscuirse en el poder judicial, pese a lo peligroso de la situación actual en que no acaba de afianzarse la independencia completa de este poder y su renovación, y pierde prestigio como pierde aceite un coche viejo.
Es probable que los grandes partidos acepten unas pocas reformas de fachada y que los demás partidos se resignen a tratar de ensanchar esas reformas con éxitos menores. Un mundo de conformismo. Otra cosa es una verdadera reforma constitucional que al menos disipe la niebla de vergüenza que no deja de suscitar hoy el sistema político español. Pero ¿es eso posible? ¿Cuáles serían sus réditos para la población?
[Fuente: infoLibre]
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6 /
2018