La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Roman Ceano
Aproximación (exterior) al «populismo de izquierdas»
1. Introducción
La irrupción de Podemos en el panorama político español demostró que la proverbial impotencia de la «izquierda tradicional» no era producto solo de las circunstancias. En las elecciones generales de 2015 Podemos consiguió un 20% de los votos (más de 5 millones) y se posicionó como una alternativa real de gobierno, algo inimaginable para la «izquierda tradicional» que tras cuatro décadas de declive estaba a un paso de la marginalidad absoluta. Los propios dirigentes de Podemos atribuyeron su éxito al abandono del marxismo y a la adopción del «populismo de izquierdas» teorizado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Algunos cuadros de la «izquierda tradicional» —muy especialmente Alberto Garzón— aceptaron el reto de debatir esa afirmación y se inició un diálogo de gran profundidad teórica que, hasta donde sabemos, nunca llegó a ninguna conclusión. Dice Pablo Iglesias —con razón— que la mayoría de gente que habla de Laclau o no lo ha leído o no lo ha entendido. El objetivo de este artículo es coadyuvar en la difusión de la obra de Laclau para que el debate sobre el laclaudismo pueda continuar.
2. Dos obras emblemáticas
Los tres libros que recomendaríamos para tener una buena panorámica de las ideas de Laclau son: Política e ideología en la teoría marxista: capitalismo, fascismo, populismo (1977, con Chantal Mouffe) Hegemonía y estrategia socialista (1985) y La razón populista (2005). Para quien esto escribe el favorito es el primero de los tres, aunque admitiendo que es una obra menor en comparación con las otras dos. A continuación se resume tanto Hegemonía y estrategia socialista como La razón populista a fin de dar una idea de los temas que tratan y las conclusiones a que llegan. Se ha creído más honesto incluir un resumen —por parcial que sea— que dar la propia versión para luego destrozarla, una técnica que se conoce en inglés como el «hombre de paja» y que no ayuda al debate, puesto que se discute lo que el autor no ha dicho. No hace falta decir que aquellos lectores que hayan leído estos libros pueden saltarse los resúmenes/reseñas y pasar a los comentarios finales.
2.1. Hegemonía y estrategia socialista (1985)
De la ambición del texto nos da cuenta el prólogo de la primera edición en castellano. Se trata de retomar el proyecto político moderno que se inicio en la Ilustración y que se prolongó en las ideas del socialismo del siglo XIX, pero reformulándolo de nuevo para corregir aquellos conceptos que el tiempo ha demostrado erróneos. La refutación radical del esencialismo filosófico, el papel central asignado al lenguaje en la teoría contemporánea sobre relaciones sociales y la crisis del concepto de sujeto colectivo en las ciencias humanas son los tres cambios en el paradigma científico sucedidos durante el siglo XX que obligan a revisar toda la teoría y la praxis de la izquierda. El nuevo discurso progresista será la «la democracia radical». Se entiende por «democracia radical» la desaparición de todas las formas de subordinación, tanto de clase, como de raza y de género, así como la realización práctica de las demandas populares ecologistas, antinucleares y antiinstitucionales. Laclau y Mouffe nos dicen que aunque su texto podría haberse escrito deconstruyendo muchas otras tradiciones políticas, ellos van a basarse en la deconstrucción del marxismo porque es aquella con la que tienen mayor familiaridad y la que forma parte de su historia personal.
Esta deconstrucción del marxismo se acomete con mucho brío en el primer capítulo de Hegemonía y estrategia socialista. Tras afirmar que la crisis del marxismo se inició apenas unos decenios después de la publicación de la obra de Marx, los autores proceden a realizar la exégesis de una serie de textos. En primer lugar establecen a Kautsky como canon del paradigma de la acción política marxista y estudian su comentario al «programa de Erfurt» (redactado por él mismo para el congreso de 1891 del SPD alemán en el que ese partido se proclamó marxista). Kaustky describe una tendencia de la sociedad hacia la simplificación y afirma con Marx que pronto solo habrán capitalistas o proletarios. De la creciente diferencia entre lo que dijo Kautsky en su texto y lo que fue sucediendo nacería la crisis del marxismo.
Para ilustrar esa crisis Laclau y Mouffe utilizan la perplejidad que emana de los textos de Rosa Luxemburgo. Aunque ella se esfuerza, no ve ninguna disminución de la complejidad social, ni ve tampoco la pauperización creciente de los obreros que profetizó Marx. Tampoco percibe la tendencia a la unidad de la clase obrera causada por el desarrollo de las fuerzas productivas. El estado alemán y la clase obrera no están en guerra como deberían y, para colmo, las huelgas económicas que se declaran en los diversos ramos no toman un valor político (como sí pasa en Rusia). Los autores analizan el discurso de Rosa Luxemburg caracterizando las inconsistencias que en él provoca el choque entre lo que espera ver y lo que ve en realidad. El problema político se analiza como un problema lingüístico y como tal será tratado por los autores. La «crisis del marxismo» vista por Laclau y Mouffe es una crisis del discurso marxista y en tanto el discurso crea la política deviene un problema político, que se refleja en el alejamiento del SPD de la práctica marxista ortodoxa tal como la había definido Kautsky.
Esta tensión en el interior del discurso marxista, y que los autores han ilustrado mediante la problematización involuntaria por Rosa Luxemburg de la cristalización que había hecho Kaustky, provocará tres intentos de reformulación discursiva. El primero lo protagonizan el propio Kautsky, Plejanov y los austromarxistas, cada uno con su propia idiosincrasia. Consiste en reafirmar la ortodoxia explicando las diferencias entre realidad y profecía con el argumento de que la apariencia no corresponde a la realidad. Lo que vemos es la superestructura y esos cambios se están dando en la infraestructura. Además hay unas etapas que no se siguen simultáneamente en todos los países. El partido político marxista debe responder a los intereses de la clase obrera que existe como clase en la infraestructura económica.
El segundo discurso que trató de resolver la tensión creada por la «crisis del marxismo» fue el discurso revisionista que Laclau y Mouffe estudiarán mediante la exégesis de los textos de Eduard Bernstein. Bernstein renuncia a considerar la instancia económica como la que define las esencias de los agentes que después se manifiestan en el plano político. Bernstein reconoce que la instancia económica fragmenta la clase obrera y que es la política la que se debe esforzar por unirla y darle un propósito común. Pero los autores se preguntan ¿como podemos decir que algo que se crea en la instancia política es una «unidad de clase» si habíamos definido la clase como una entidad que se define en la instancia económica?. Y si el avance es ineluctable. ¿porqué debemos forzar la unidad para impulsarlo? El problema lingüístico es evidente y Laclau y Mouffe afirman que el discurso de Bernstein «está suspendido sobre el vacío», sostenido solo. El motivo por el que creen que se sostiene sin caer es que Bernstein utiliza la filosofía kantiana de la razón práctica, que es ajena al marxismo.
El tercer discurso presentado como alternativa o reformulación del marxismo para resolver su crisis es el sindicalismo revolucionario de George Sorel. Para Sorel la unidad de la clase obrera es producto de la lucha contra el capital y no de la infraestructura productiva. Sorel tenía una visión milenarista del auge y la decadencia de las civilizaciones, proveniente de sus conocimientos sobre historia antigua. Consideraba en decadencia la sociedad burguesa de su tiempo y veía en la clase obrera la esperanza de regeneración. Proponía la huelga general como el enfrentamiento que crearía la unidad de la clase obrera. Laclau y Mouffe saludan su reconocimiento de que es la lucha lo que conforma el sujeto y no una supuesta esencia creada en la instancia económica. Aunque para ellos Sorel no acaba de dar el paso de desembarazarse del concepto de clase social, consideran que ha llegado más lejos que el resto de autores y que de hecho su discurso está tan cercano a afirmar la autonomía total de la política que es visible el vacío creado por el paso que no da. Este vacío es el que llenará el concepto de «hegemonía».
Una vez Laclau y Mouffe consideran bien establecida la necesidad de una instancia política con su propia dinámica, proceden a dinamitar la posibilidad que convivan dos instancias, la política y la económica. La estrategia que siguen es analizar lo que ellos llaman el «doble vacío», que han caracterizado en los tres discursos que pretendían superar la «crisis del marxismo». Este doble vacío es la consideración de lo necesario (económico) y lo contingente (político) como complementarios cuando en realidad son excluyentes y solo pueden coexistir como principal y suplemento. El discurso marxista elaborará un concepto nuevo que permitirá suturar —en el sentido de Lacan— la grieta creada por el «doble vacío». Se trata de la «hegemonía» a la que se dedicará todo el segundo capítulo del libro.
Los autores señalan el nacimiento del concepto de «hegemonía» en Rusia, donde la grieta creada por el doble vacío se convierte en una ventaja. La contingencia de que la burguesía rusa no hubiera hecho el papel que necesariamente le corresponde permitió al proletariado comportarse también de manera contingente. En lugar de esperar a que el mecanismo de la historia actuase a través de la burguesía, el proletariado iba a realizar tareas que le eran ajenas. La relación entre el proletariado y esas tareas ajenas es lo que llamaron «hegemonía».
La asunción por Lenin del concepto y su utilización como táctica política quedará marcada por este pecado original. Aquellos militantes comunistas que luchen en alianzas interclasistas por objetivos no identificados como objetivos propios de la clase obrera (se cita por ejemplo la lucha por la democracia) sentirán la tensión de la anomalía discursiva, que se concreta en el desajuste entre los conceptos de «masas» (definidas en la lucha) y «clases» (supuestamente preexistentes). Es una tensión que está en la raíz del autoritarismo leninista pero que, al permitir entrar en el marxismo la complejidad real de las luchas sociales, permitirá la evolución posterior. La hegemonía muestra pues una ambigüedad intrínseca, ya que permite tanto la eventual imposición de un orden antidemocrático en el caso que se separen las masas entre dirigidos y dirigentes, como una profundización de la democracia si esta escisión no se produce.
Una vez establecido el concepto de hegemonía y determinadas las condiciones en que es un instrumento de lucha democrática, los autores se entregan a un largo análisis de las ideas de Antonio Gramsci. Identifican en él algunos restos de esencialismo economicista que provocan una cierta ambigüedad de su pensamiento, pero es el único marxista que reconoce la autonomía intrínseca de la instancia política. Como contraste, Laclau y Mouffe explican todas las desgracias que cayeron sobre la socialdemocracia alemana de entreguerras por no haber asumido el concepto de hegemonía y continuar con una teoría de marxismo ortodoxo incapaz de informar la praxis real del gobierno.
Una vez los autores han explicado la genealogía del concepto «hegemonía», proceden a definirlo de manera rigurosa y extremadamente abstracta, más como signo en sentido de Saussure que como un objeto de la realidad social o política. Este tercer capítulo es el corazón del libro y junto al concepto de hegemonía se definen también el resto de conceptos capitales del discurso de Laclau. El problema para el lector no habituado es que la forma de definirlos no sigue el paradigma de un diccionario en el que cada palabra va seguida de una frase lo más sucinta posible. Los autores ofrecen una definición convencional pero a continuación proceden a utilizar los conceptos en infinidad de frases que los mezclan unos con otros buscando los límites del significado. El convencimiento de que las leyes que rigen para los significantes gobiernan los significados hace que Laclau y Mouffe se lancen a combinar significantes en una búsqueda de la exhaustividad que llega a abrumar al lector. La propia «hegemonía», el «antagonismo», la «articulación», la «equivalencia», la «diferencia», los «elementos», los «momentos», las «cadenas» (tanto «equivalenciales» como «diferenciales»), los «puntos nodales», los «significantes flotantes», los «significantes vacíos», etc… aparecen una y otra vez en largas frases de estructura sintáctica intrincada componiendo una selva de nociones abstractas en la que es fácil perderse y tener que retroceder tres páginas para retomar el hilo. Dará idea de la magnitud intelectual de la experiencia el que, para entrar en calor, se dedique el primer apartado del capítulo a aclarar el concepto althuseriano de «sobredeterminación», contraponiéndolo a la totalidad hegeliana entendida como una pluralidad de momentos en un proceso único de despliegue.
Para resumir este tercer capítulo tal como nos parece haberlo entendido, diremos que la «hegemonía» es posible cuando existe una práctica articulatoria en la que todos los elementos no han cristalizado en momentos. Existen por tanto significantes flotantes que no pueden ser articulados en la cadena discursiva existente. Entonces puede crearse una cadena de equivalencias que fije su sentido con un significante vacío que actúe como punto nodal, creando la identidad grupal alternativa (opuesta a la que tiene el discurso existente) y por tanto las fronteras del antagonismo. Todos estos conceptos existen dentro del «discurso», que es el espacio simbólico en que se desarrolla la política.
Una vez el lector ha superado el trance iniciático del tercer capítulo. Puede encarar la recta final del libro, mucho más amable y transparente. Es en el capítulo cuatro donde se enuncia el programa político que proponen los autores.
Laclau y Mouffe comienzan estableciendo la Revolución Francesa como el mito fundacional de la izquierda. La lucha contra el Antiguo Régimen es una lucha contra el mal en la que la frontera del antagonismo está bien definida y separa el bien del mal. Afirman que no son solo ellos los que consideran esa época como la edad dorada de la izquierda sino que el propio Marx incluyó su hipótesis de la pauperización de la clase obrera y la simplificación de la lucha social en dos bandos como una nostalgia del siglo XVIII y los sans culotte. Esta traslación ideal de una situación pasada hacia el futuro creó los problemas conceptuales que determinaron la crisis del marxismo que se ha estudiado en los dos primeros capítulos.
En lugar de buscar esas idealizaciones nostálgicas, la izquierda debe prolongar y profundizar la «revolución democrática» que empezó en 1789, asumiendo que no hay nada natural en la lucha contra el poder y que no hay unas subordinaciones que sean más importantes que otras. Los autores proceden a determinar en qué condiciones discursivas emerge una acción colectiva. Empiezan definiendo los diferentes tipos de relaciones que se dan en la sociedad: las de subordinación son aquellas que son aceptadas, las de opresión son aquellas en las que se ha desarrollado el antagonismo, las relaciones de dominación son las relaciones de subordinación consideradas ilegítimas desde la perspectiva de un agente social exterior, etc… Es importante entender que no hay opresión sin la presencia de un exterior discursivo a partir del cual se pueda poner en cuestión la subordinación. La forma como esto sucede es mediante el desplazamiento que la lógica de la equivalencia induce en los efectos de unos discursos hacia otros. Por ejemplo la lucha de las mujeres es una traslación a su caso de la lucha por los derechos democráticos. En la Revolución Francesa la democracia y la libertad se constituyeron como puntos nodales fundamentales de la construcción de lo político y la lógica de la equivalencia se convirtió en el instrumento fundamental para la construcción de lo político. Entonces se crearon las condiciones discursivas que hoy permiten plantear las desigualdades como ilegitimas. Las revoluciones socialistas deben ser vistas como un momento interior de la revolución democrática en el que la lógica de la equivalencia desplaza el efecto del discurso de la igualdad política hacia el discurso de la igualdad económica.
El antagonismo es la fisura que crea la lógica de la equivalencia en la construcción discursiva del sujeto subordinado. Por ejemplo las mujeres son ciudadanas y tienen unos derechos como tales que no tienen como género subordinado. Por tanto, es la existencia de un exterior discursivo lo que ha creado una dinámica que denominamos «revolución democrática». Este exterior discursivo ha ido convirtiendo relaciones de subordinación que se consideraban legítimas en ilegítimas, creando los antagonismos que vemos en forma de movimientos sociales. Algunos son formas de lucha dentro de nuevos antagonismos creados por la mercantilización completa de la vida del individuo que abarca tanto su tiempo libre, como la enfermedad, la educación, el sexo y la muerte. Otros son producto de la conciencia ecológica o de las luchas urbanas. La creciente intervención del estado y la burocratización también son una fuente de antagonismos. Los antagonismos serán de derechas o de izquierdas según la cadena de equivalencia en la que cristalicen, pero la forma que toman es idéntica en todos los casos. Se trata de la construcción de una identidad social que se opone a la hegemónica.
La hegemonía de posguerra está también amenazada desde la derecha por el neoliberalismo y el thatcherismo. El neoliberalismo pone en duda la articulación entre democracia y libertad, así como la extensión de estos conceptos a la esfera económica que ha hecho la socialdemocracia (incluyendo en «libertad» poder elegir el tipo de vida laboral y social que se tiene). Los autores emprenden un largo análisis del neoliberalismo y su articulación desarrollando el concepto de que es contrario a la libertad en el sentido amplio. Concluyen que es una ofensiva de carácter hegemónico que busca crear un nuevo modelo de realidad bajo el paraguas de que la libertad legitime la desigualdad.
Contra esto, la nueva izquierda debe construir una cadena de equivalencias diferente que expanda las que se dan en las diferentes luchas. La izquierda no puede renegar de la democracia liberal sino que debe impulsarla más allá de sus límites, hacia una democracia radical. Para ello hace falta renunciar al esencialismo y aceptar que no es posible fijar el sentido de todo evento de manera independiente de la práctica articulatoria. Hay que abandonar también la creencia en puntos de fijación apriorísticos que dificultan el análisis y aceptar el desplazamiento constante de los puntos nodales. Y desde luego, hay que renunciar al clasismo, que ya hemos visto que ha sido un gran obstáculo.
La lógica democrática no es suficiente para la construcción de un proyecto hegemónico. Hace falta también un conjunto de propuestas para la organización positiva de lo social. El proyecto hegemónico no puede ser la suma de las demandas negativas de todos los grupos. La posición hegemónica se funda en una negatividad pero se construye sobre una positividad. Hay que evitar los dos extremos: la propuesta de una Ciudad Ideal utópica y el pragmatismo positivista de las reformas sin proyecto. La diversidad obliga a una discontinuidad discursiva que niega el discurso universal.
2.2. La razón populista (2005)
La razón populista (2005) es un libro completamente diferente del que acabamos de extractar. Su temática es mucho más concreta y su lectura mucho más fácil. El libro comienza buscando una definición de populismo y demuestra que la mayoría de los autores que utilizan la expresión no solo carecen de una definición formal sino que sus aproximaciones tienen graves problemas conceptuales. Además, Laclau percibe una gran hostilidad hacia el concepto y considera que más que definirlo lo que buscan los autores es denigrarlo. Le parece que la forma como se denosta por parte de los intelectuales el uso de la metonimia, la metáfora y la catacresis en política es incorrecto, porque la lógica social es abierta y por tanto no se puede exigir un discurso cerrado. Propone que no consideremos el populismo como una anomalía, una desviación y una manipulación. Que no critiquemos sus carencias —como son la vaguedad, el vacío ideológico, el exceso de simplificación y la antiintelectualidad— sino que nos preguntemos qué racionalidad social expresan. La insistencia en la dicotomía (ellos-nosotros y/o esto o lo contrario) no es más que un rasgo que está presente en toda la política y que el populismo acentúa. En conclusión, el populismo no es una ideología sino un conjunto de rasgos que pueden aparecer en contextos diferentes y que pueden ser útiles como instrumento político.
A continuación Laclau hace la exégesis de algunos textos sobre psicología de masas buscando demostrar que la aversión al populismo nace de una aversión a las masas, cuyo comportamiento se considera patológico. Empieza con Gustave Le Bon y su definición de la psicología de masas. Le Bon dice que las multitudes se mueven por palabras y que estas tienen un significado diferente para cada persona. Si las escogemos bien y las pronunciamos con solemnidad, permiten dominar a la masa, lo cual demuestra que esta es inferior al individuo en cuanto a raciocinio. Las masas se alejan de lo que no les gusta y no les importan los errores lógicos si la conclusión es agradable. Operan por cadenas de analogías que no hace falta que sean correctas ni lógicas. Una multitud tiene una capacidad lógica mucho menor que una persona. Laclau también estudia textos de Hippolyte Taine en los que se dice que los participantes en motines y revueltas son delincuentes y gente marginal, que las turbas solo pueden ser controladas por criminales y que la anarquía es el resultado natural de sumergir hombres en multitudes. Continúa con el tema citando a Gabriel Tarde y su distinción entre «masa» y «público». Termina con Sigmund Freud y sus reflexiones positivas sobre la masa guiada por un líder.
Ahora Laclau retoma las reflexiones del tercer capítulo de HES pero de una forma mucho más sistemática y comprensible. Define de manera sucinta y operativa «discurso» y «significante vacío», asimilando el uso de este último al uso de la catacresis. Afirma que la construcción del sujeto político “pueblo” es necesariamente catacrética. Si en una sociedad la petición de un grupo social que no se satisface se convierte en demanda y si la demanda excede lo que es diferencialmente representable dentro del sistema hegemónico (dominante), carece de ubicación diferencial dentro del orden simbólico de ese sistema y permanece insatisfecha. Si la no-satisfacción persiste, esta demanda se puede unir a otras demandas y, si no se satisfacen de forma diferencial —es decir cada una por separado—, a la larga se establecerá entre ellas una relación equivalencial. Al articularse, esta relación equivalencial creará una identidad, un «pueblo», que se define sobre una frontera de antagonismo con la minoría que no es «pueblo». Este «pueblo» asume la representación del todo social. El populismo es la forma de hacer política mediante la creación de identidades que se entienden a sí mismas como «pueblo», al compartir una articulación equivalencial y la conciencia de una frontera de antagonismo con el poder. En una sociedad en que hubiera un estado benefactor, cada demanda sería atendida diferencialmente y no habría base para la articulación equivalencial y el resto del proceso.
La vacuidad de los significantes que representan a la cadena de equivalencia no es producto de que la articulación sea rudimentaria sino de la heterogeneidad social. Las demandas pueden ser muy diferentes y la articulación, por tanto, muy vacía de significado. Un conjunto de elementos heterogéneos mantenidos unidos por un nombre es una singularidad. La asignación de significados populistas —es decir, la representación de la cadena de equivalencia por un significante vacío (una palabra o una persona)— es no solo lícita sino natural y no-diferente del acto normal de nombrar. El nombrar es lo que crea el significado o, por lo menos, lo que separa al objeto del continuum al que se refiere Saussure. El nombre es el fundamento de la cosa y, cuando esto se usa en política para crear/representar cadenas de equivalencias formadas por elementos heterogéneos, no se hace nada diferente que en la vida diaria. Este nombre que fija el significado de la cadena de equivalencia es el punto nodal en sentido de Lacan. Una relación hegemónica es aquella en la que una determinada particularidad significa una universalidad, es decir que, invocando esa palabra/persona, se invoca la universalidad. El populismo es una lógica política en la que se crean identidades, donde una particularidad es hegemónica por representar la articulación de la cadena de equivalencias que ha creado la identidad del pueblo. Laclau dedica la segunda parte del libro a analizar detalladamente una serie de casos prácticos utilizando el vocabulario conceptual que acaba de explicar.
3. Deconstruyendo a Laclau
Tal como pasaba con Althuser, la lectura de Laclau produce una cierta perplejidad al lector no familiarizado con la lingüística y con el psicoanálisis de Lacan. Laclau no habla del mundo exterior —la realidad tangible— sino que su área de estudio es el discurso, un espacio simbólico. El lenguaje es el gran protagonista de su obra, tanto por el uso magistral que hace de él el autor, como por ser el tema principal y recurrente. Los libros de Laclau son un largo y sofisticado discurso sobre los significantes y el nivel de abstracción que alcanzan es tan alto que es inevitable sentir vértigo en algunos pasajes.
A continuación comentaremos los tres aspectos de la obra de Laclau que más nos han llamado la atención: la forma de su crítica al marxismo, la construcción lingüística del concepto de hegemonía y la levedad de su propuesta política general. Al final nos tomaremos la libertad de opinar sobre su influencia en la política española contemporánea.
3.1. Crítica al marxismo
La crítica de Laclau al marxismo se realiza desde la más fría abstracción. Se centra como hemos visto en la incoherencia de una serie de textos canónicos y establece como origen de esa incoherencia la inadecuación práctica de los preconceptos y categorías teóricas utilizados por los autores de estos. Laclau realiza un ataque sistemático, devastador y recurrente a la consideración de la economía como la instancia en la que se definen las relaciones sociales y políticas.
Consideramos este ataque a todas luces excesivo. Por mucho que las identidades sociales y políticas de los sujetos individuales no se definan solo por el lugar que ocupan el sistema productivo, no es ningún secreto que esa inserción condiciona completamente sus vidas. La consideración como «superestructura» de cualquier aspecto de la vida de una persona o de una sociedad que no esté directamente relacionado con la producción de bienes y servicios, es una generalización excesiva y evidente. En este sentido, no es ningún disparate analizar los textos marxistas —especialmente los de aquellos autores con una práctica revolucionaria— buscando la forma como este axioma choca con la realidad.
El problema es que Laclau realiza una enmienda a la totalidad que es completamente excesiva. Un científico social que estudie la historia de la humanidad no puede ignorar la importancia que la producción de alimentos y bienes de consumo, así como la construcción y amortización de las infraestructuras, ha tenido en la conformación de las sociedades. La radicalidad con la que Laclau rechaza una y otra vez este hecho incontrovertible resulta anticientifica. Tampoco es lógico descalificar la construcción de un sujeto político que se identifique a sí mismo como clase obrera arguyendo que, si ha de ser creado, es que no existe en la instancia económica.
A nuestro juicio, el error metodológico de Laclau es su aproximación lingüística. A nivel de estructuras mentales, la consideración que tiene el individuo sobre su propia inserción en el proceso productivo es en efecto una más, junto con la que tiene de su inserción en la estructura familiar o de su identidad nacional. Sin embargo, si abrimos el zoom y estudiamos la sociedad en general comparando unas formaciones sociales con otras, veremos fácilmente que las estructuras productivas condicionan las estructuras políticas y que el leitmotiv de esa interacción es la repartición del excedente. El científico social debe entender que la sociedad es una unidad pero que, si la quiere comprender, debe caracterizar heurísticamente tanto los procesos económicos como los políticos a fin de poder establecer categorías explicativas válidas.
La consideración del razonamiento de Laclau es arbitraria y se basa en la consideración de que el análisis se hace para ayudar en la lucha por una sociedad más justa. Si creamos sujetos políticos que se mantengan unidos en función de la ubicación de sus miembros en el aparato productivo, estaremos impulsando la reforma de ese aparato productivo. Por el mismo motivo, la acusación de Laclau al marxismo de ser incoherente desde un punto de vista lingüistico solo es justa desde la consideración arbitraria de que la lingüística y la coherencia son el parámetro más importante para juzgar un texto.
3.2. Hegemonía lingüística
La construcción del concepto de hegemonía por Laclau y Mouffe en HES resulta extraña pero fascinante. Los autores diseccionan como hemos visto los textos de Rosa Luxemburg, Bernstein y Gramsci, localizando un hueco en ellos, una pieza que falta. La hegemonía aparece así como una necesidad discursiva y es creada mediante la caracterización de su ausencia en los textos analizados. Tras haber sido identificada como objeto lingüístico, los autores proceden a insertarla en un sistema genérico de signos (en el sentido de Saussure) que suponen preexistente, pero que en realidad van creando a medida que la contextualizan. Es un ejercicio intelectual en el que se alcanzan niveles de abstracción altísimos. Al igual que sucede con las melodías en las composiciones de Bach, en el tercer capítulo de HES la hegemonía se construye, deconstruye, recompone y superpone de tantas maneras y tan complicadas que la tentación del lector es aparcar la comprensión racional y disfrutar sin más del elegante barroquismo del texto.
Sin embargo, más allá del virtuosismo semántico y sintáctico de Laclau y Mouffe, el mensaje es importante. Un agente político que aspire a dirigir confortablemente una sociedad debe ser el dueño del discurso. Cualquier victoria política es producto de una victoria discursiva previa, porque las identidades de los sujetos políticos no existen más que como una coincidencia de discurso. También la decisión sobre qué temas están sobre la mesa o cuál es el nivel de urgencia de cada uno es una parte del discurso social que no existe al margen suyo.
Laclau y Mouffe afirman que la formación del discurso hegemónico debe realizarse a la vez y como parte de la formación del grupo social que encarnará la hegemonía. Nos presentan un escenario en el que muchos actores sociales (movimientos ciudadanos, asociaciones, etc…) interaccionan entre sí viendo sus identidades modificadas por el proceso de articulación de sus discursos en una génesis sinérgica que alumbra un sujeto político victorioso. Es en este punto donde los autores pecan de ingenuidad. Un discurso ex novo creado de esta forma no puede desafiar a las estructuras de poder político y económico de un país. Hace falta una ideología que informe y modele los discursos originales de manera que ya tengan seminalmente el patrón que los hará encajar. Eso no quiere decir, como se ha entendido a veces en la dinámica partidos-movimientos sociales, que deba existir una relación de arriba a abajo en la que unos instruyan a otros en cómo su lucha se inserta en la dinámica política, o peor, en la que manipulen esa lucha para adaptarla a la dinámica. Debe existir un equilibrio entre el espontaneismo puro y el adanismo de la propuesta laclaudiana, y la manipulación cruda de la ciudadanía, las organizaciones vecinales y los sindicatos que ha veces han practicado algunos marxistas. La ideología ha de ser el estar presente para modelar desde dentro las reivindicaciones. Esto no es ajeno al discurso laclaudiano cuando el autor afirma que la deslegitimación de las relaciones de dominación es causada siempre por una influencia exterior.
3.3. La democracia radical
La propuesta política de Laclau y Mouffe que comentaremos es la esbozada en el cuarto capítulo de HEC y de manera general en LRP. Entendemos que tanto él como Mouffe han tenido una intensa vida intelectual y han dictado cientos de conferencias, publicado docenas de artículos y escrito otros libros que no son ni HEC ni LRP. Sin embargo, el rigor a que nos hemos obligado al juzgarlos por lo que escribieron en los dos textos que hemos considerado —en lugar de hacerlo por lo que dicen sus críticos o sus seguidores— nos obliga a limitar el análisis a lo que aparece ellos. Para su crítica del marxismo y para su creación del concepto de hegemonía esto no era un gran problema, puesto que se trataba de reflexiones teóricas que suponemos estables en toda su producción, pero para la propuesta de acción política quizás resulte una limitación, por la que nos excusamos por adelantado.
La idea laclaudiana de basar los programas políticos en una profundización de la democracia resulta muy interesante por mucho que no sea novedosa. En primer lugar, «democracia» es el significante vacío par excellence y concita por tanto grandes consensos. Además, los significados que se le asocian a nivel de diccionario son también positivos y representan valores que desde una perspectiva universal se deben defender a rajatabla (cosa que desgraciadamente a una parte de la izquierda le ha costado un siglo y medio aceptar). Para poder llevar adelante este programa es necesario hacer un doble trabajo. En primer lugar, desbordar el mero significado de democracia como algo formal para poder asociar —como hacen los autores en HES— el derecho a una vida digna en la que el individuo pueda desarrollar su potencialidad humana. En segundo lugar, desacoplando (desarticulando) del concepto de democracia las ideas de los seguidores del libertarismo capitalista conceptualizado de manera radical por Ayn Rand o Von Hayek.
Esta reflexión nos lleva al problema principal del proyecto político laclaudiano: el estado. En ninguno de los dos libros se explica cómo debe ser el estado o cuales deben ser las políticas de un gobierno inspirado por el «populismo de izquierdas». Los autores se sitúan siempre en la perspectiva de unos activistas que organizan un gran movimiento que aúna y conjuga las voluntades e inquietudes de diferentes sectores sociales. Nos explican cómo deben crear su discurso y cómo deben construir su identidad. Nos explican cómo su lucha comienza creando una frontera de antagonismo y construyendo una metonimia por la que ellos representarán al universal «pueblo» en su lucha contra las subordinaciones ilegítimas. Pero nunca se nos explica qué han de hacer si ganan y consiguen llegar al poder. ¿Deben utilizar el estado para realizar su proyecto, o lo deben desmontar porque es un instrumento de subordinación? Y si nos faltan estas directivas genéricas, ya no pidamos un proyecto de gobierno concreto. ¿Debemos bajar los impuestos o debemos subirlos?, ¿la escuela ha de ser pública o privada?, etc… Sería injusto negarle al populismo de Laclau y Mouffe su consideración de izquierdista, evidente en la forma de hablar de los autores y en su enfoque general, pero la verdad es que si deconstruimos de manera rigurosa su discurso, más allá de algunas apelaciones al ecologismo, al feminismo y la emancipación de los oprimidos, no encontramos ninguna ideología concreta. Incluso estas apelaciones aparecen legitimadas mucho más por tratarse de aspiraciones populares que porque los autores las consideren justas o injustas.
Las reflexiones de Laclau y Mouffe en HES —y mucho más las de Laclau en LRP— no se dirigen a reformar la sociedad sino que son una guía para tomar el poder. Su caracterización de la forma como funciona la política y su carácter discursivo son instrumentos muy valiosos para el activista político, pero no contienen ninguna ideología ni indican a ese activista cuál ha de ser su acción de gobierno caso que triunfe. Laclau y Mouffe (Nota: desde fuera parece como si Mouffe tuviera más inquietud social y Laclau más interés en el estudio teórico) son escritores de marketing político, y en esa disciplina es donde alcanzan la excelencia creando una base teórica muy sólida. Al igual que Ries y Trout revolucionaron el marketing comercial con sus ideas sobre posicionamiento, Laclau cambió la forma de aproximarse a la creación de discursos y hegemonías. De hecho existe un claro paralelismo entre ambos discursos más allá del uso de un vocabulario diferente. Donde Ries y Trout nos dirían que Marlboro se posiciona como la marca que te hace sentir americano, Laclau nos dice (en LRP) que la publicidad de Marlboro invoca una fijación nodal de los significantes asociados a la identidad americana. La conclusión es la misma, el cerebro trabaja con categorías asociadas a palabras y es esclavo de ese mecanismo. Dominar el discurso es dominar la mente.
3.4. Los laclaudianos españoles contra «la casta del regimen del 78»
Las carencias y virtudes del discurso laclaudiano las vemos reflejadas en la trayectoria del partido Podemos. Antes de entrar en el análisis, se detallará una opinión sobre la naturaleza de la situación política que existía cuando este partido apareció. El trasfondo general era una deslegitimación de las instituciones políticas. Esta deslegitimación se daba en todos los países desarrollados y tiene su origen en la hegemonía de la ideología neoliberal, por un doble motivo. En primer lugar, los activistas de esta ideología difunden el odio hacia el estado con la consigna «los impuestos son un robo». Y, además de este trasfondo, las políticas económicas que proponen son muy agresivas con la población y solo favorecen a los propietarios y gestores de activos financieros (que son los que pagan las fundaciones y universidades que las propagan).
Durante los últimos treinta años, tanto los partidos de derechas como los socialdemócratas han ido adoptando el neoliberalismo como el discurso por defecto en economía. Esto ha hecho que los programas económicos con que los partidos mayoritarios se presentan a las elecciones sean muy parecidos y que las políticas que aplican sean idénticas. La recesión que se desató a partir del 2008 agudizó la tensión al adoptar la mayoría de los políticos los puntos de vista de los «expertos» (en realidad expertos solo en difundir la paraciencia neoliberal), consistente, primero, en insultar a la gente diciendo que había vivido por encima de sus posibilidades, para, después, castigarla con reducciones de sueldo, prestaciones, derechos, etc… Por utilizar la nomenclatura de Laclau, la sociedad acumuló gran cantidad de demandas democráticas cuya solución excedía lo diferencialmente representable dentro del sistema, es decir que carecían de una ubicación diferencial dentro del orden simbólico hegemónico que era el discurso neoliberal. Esas demandas se unieron creando su propio sistema de equivalencia y quedaron a la espera de que alguien les diera un punto nodal que definiera la frontera del antagonismo.
El ecosocialismo de la izquierda catalana tal como era antes del 15M representaba una síntesis muy avanzada entre el izquierdismo marxista tradicional, las restricciones que impone el modelo ecologista y las demandas de libertad personal contra las opresiones de género, orientación sexual, raza y edad. Era una ideología muy válida y que incluía un programa de gobierno. Nunca sabremos qué habría pasado si la cadena de equivalencia se hubiera articulado bajo su inspiración. La izquierda marxista no fue capaz de imponer su discurso, que deslindaba cuidadosamente la política neoliberal de las instituciones, y trataba de atacar fieramente la primera sin deslegitimar las segundas. Sus cuadros, envejecidos y ablandados por décadas de trabajo institucional, aislados de su base social en partidos sin más militantes que ellos mismos, y presos de los reflejos condicionados de la época en que todos los demócratas habían pasado miedo juntos temiendo un golpe de estado inminente («el espíritu del ambigú»), no supieron qué hacer. De hecho es probable que pensaran que no había nada que hacer, puesto que la gente insistía en no votarles y sin diputados solo podían declamar ante la sonrisa benévola del ministro de turno.
Así nació el 15M, en un escenario como los que explica Laclau. Se creó una cadena de equivalencia entre todas las demandas que deslegitimó no solo el neoliberalismo, sino también las instituciones y partidos que lo estaban imponiendo a la población. Ni siquiera entonces los cuadros de los partidos marxistas se molestaron en ir a las plazas a ofrecer un punto nodal como «el neoliberalismo nos está robando la vida» o algo parecido. Esa ausencia fue cubierta por los ideólogos de lo que después sería Podemos. Ellos ofrecieron un punto nodal más sencillo de comprender y que ponía la frontera del antagonismo en un lugar que hacía que solo ellos estuvieran en el lado bueno. Así nació el nuevo «pueblo» que luchaba contra la opresión de la odiosa «casta del régimen del 78». Esta casta (entre la cual muchas personas que se habían dejado la piel contra el franquismo) era retratada como una recua de traidores que, tras protagonizar un simulacro de lucha contra la dictadura, se habían hecho cómplices de la impostura de empezar a llamarla democracia, sin que nada hubiera cambiado en realidad. Después de esa inicua traición se habían dedicado a enriquecerse personalmente aceptando sobornos, regalías y prebendas de todo tipo. Pero había llegado la hora de que el nuevo «pueblo», armado con su cadena de equivalencias resignificada en el punto nodal, acabase con el «régimen del 78» y pusiera fin de una vez al franquismo. El «no nos representan» espontáneo e ingenuo del 15M fue convertido en una descalificación de todo lo que no fuera Podemos. Un éxito digno de ser el case study de referencia en los cursillos de agitación social laclaudiana.
El problema es que ahí termina el catecismo de Laclau. Cuando el laclaudiano pasa página para ver lo que toca a continuación, resulta que se ha acabado el libro. Laclau te conduce hasta el poder pero no te dice qué has de hacer con él. Eso no habría sido un gran problema si el método se hubiera aplicado con criterio, si en la creación del discurso se hubiera incluido la demanda de un estado del bienestar, de impuestos al capital, de derechos para los obreros, de un modelo de estado alternativo al neoliberal… Pero nada de eso se hizo. Al contrario, se evitó cualquier complicación teórica, cualquier sutileza. Se construyó ese «pueblo» utilizando los ingredientes más neutros posibles.
Tampoco se tuvo cuidado con una patología potencialmente grave del «método Laclau». Tal y como él mismo reconoce, la unificación de la cadena de equivalencia en un punto nodal llama al hiperliderazgo. Mientras se proclamaban los deseos de hacer el bien a base de la «democracia radical», tan vagamente descritos en el cuarto capítulo de HES, el partido se constituía en torno a líderes carismáticos que eran ellos mismos el punto nodal.
Cerramos aquí el artículo con un par de conclusiones. La simplificación del mensaje y el caudillismo son dos patologías de la política que se deben evitar, y «el populismo de izquierdas» puede devenir una táctica política aceptable solo si las excluye. El trabajo del activista no es reír las gracias a la gente sino educarla, organizarla y mostrarle cuáles son sus verdaderos intereses (llámense de clase o de lo que se quiera).
[Roman Ceano es informático y economista especializado en economía financiera internacional]
30 /
4 /
2018