La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan Ramón Capella
Del happening secesionista a la más absoluta miseria
En política lo han perdido todo y siguen hacia el precipicio, pues parecen incapaces de virar. Empecinados. O tal vez carezcan de timón. Conservan la capacidad de movilizar a los fieles. O quizá éstos se movilizan solos, ay ay, ay. Que la sangre no llegue al río.
El independentismo catalán actúa como si no se diera cuenta de que ha sido derrotado políticamente y de que su ruidosa hegemonía social es sin embargo limitada, pues su modo de actuar le contrapone a la mayoría de la población de Cataluña y se la enajena.
El independentismo buscó legitimación para un proyecto ilegal en un simulacro de referéndum, el happening social del 1 de octubre de 2017: convocó a la población catalana a un referéndum ilegal, a sabiendas de que además no había censo, ni urnas transparentes y vacías, ni mesas electorales sorteadas, pudiéndose votar en cualquier parte, sin recuento fiable. Un falso referéndum sin garantías.
El happening organizado y los tumultos por entrar en “colegios” cerrados consiguieron que la Guardia Civil se comportara como se habían comportado los mossos en el desalojo de la plaza de Catalunya del movimiento 15M, y las pelotas de goma filmadas generaron la única legitimidad que recibió aquel happening en el que la mayoría de los catalanes no participó. Nunca una bola de goma o un descalabro fue más útil políticamente.
La clase política independentista tal vez había querido creer lo que para cualquiera con dos dedos de frente era un imposible: que se podía conseguir la independencia de Cataluña simplemente desobedeciendo las leyes. Las mismas leyes que configuraban su poder institucional. La pregunta relevante es la siguiente: ¿alguien puede pensar que una región italiana, un departamento francés, un land alemán, es capaz de independizarse contra la legalidad de los Estados correspondientes? ¿Alguien cree que en Francia, Italia o Alemania eso se podría hacer impunemente? Es más: en esos estados, ¿es siquiera imaginable?
Los dirigentes políticos del independentismo catalán han inducido una situación en que parte importante de la población de Cataluña sueña una quimérica república catalana reñida con la realidad y sobre todo con los procesos democráticos. Si esa movilización notable se dirigiera a objetivos compartibles por quienes no piensan como los movilizados respecto a la institucionalización política de Cataluña, entonces sería posible crear una fuerza democratizadora importante para toda España, sobre todo para los de abajo de toda España.
Pero eso es imposible: la obnubilación que han creado en sus bases sociales las induce a ver como extranjeros a quienes no comparten sus ideas en Cataluña, y su desconfianza hacia el régimen político español —un régimen de libertades deficiente, pero seguramente el mejor que hemos tenido nunca— se extiende a la sociedad española, incluso a sus conciudadanos: una desconfianza geográfica, o, lo que es lo mismo, una desconfianza racista. Esta obnubilación disparatada, impulsada por emociones cuyas teclas saben tocar muy bien los irresponsables políticos independentistas —esa catalanidad llorona, quejosa, ofendida por lo que quiere verse ofendida, creyente en un credo histórico sesgado cuando no imaginario—, es su principal aportación a nuestra desgraciada historia. Que los políticos independentistas hayan dado lugar a esto no es delictivo; es mucho peor que un delito: es una ruindad.
Por lo demás, en Cataluña hay un falseamiento político muy básico: su norma electoral reduce a 85 los más de 130 escaños del Parlament que deberían poder elegir los habitantes de la provincia de Barcelona.
Los comportamientos delictivos lo son incluso cuando se realizan con la mejor intención. Nadie puede llamar desobediencia civil a la violación de la legalidad constitucional y estatutaria, pues la desobediencia civil presupone aceptar las consecuencias incluso penales de los propios actos. Quede esto claro. No hay excusas: si desobedeces civilmente, a lo hecho, pecho: no huyes, no intentas sustraerte a tu responsabilidad.
Los responsables de las violaciones del derecho se presentan como víctimas, y al hacerlo, en su obstinación por seguir recorriendo hasta el final un curso político derrotado, impiden que podamos solidarizarnos con ellos —tampoco ellos se solidarizaron con las angustias y preocupaciones que causaron y causan a la mitad de los catalanes—.
Es cierto que la prisión preventiva, previa a una condena penal firme, es una decisión muy dura y altamente discutible. Aunque también se les aplicó a golpistas del 23F sin que protestara nadie. El amplio margen de interpretación de las normas jurídicas que tienen los jueces, sobre todo los magistrados del Tribunal Supremo, les permite a éstos, ante delitos flagrantes, continuados, y con la nada irrazonable perspectiva de su reiteración, adoptar decisiones duras. Y es la flagrancia delictiva continuada, y no los insultos reiterados a los jueces y tribunales —el independentismo, no muy inteligentemente, les ha acusado de parciales, de prevaricadores, de seguir instrucciones del gobierno, se ha envanecido de desacatarlos, etc.—, es esa flagrancia lo que tal vez explica la represión actual. ¿Es ésta excesiva? Probablemente; pero la fuga al extranjero de algunos responsables sin duda tiene que ver con esas decisiones judiciales que no gustan.
Tendrá que ser más adelante, siendo ya firmes las inevitables condenas, cuando, en atención al sufrimiento de los parientes de los condenados, pidamos también nosotros a las instancias correspondientes que se atenúen las bien merecidas penas, reduciéndolas a confinamientos o a arrestos domiciliarios.
Un daño colateral de la división política y social originada es que ha acabado destruyendo a la izquierda política en Cataluña. Los dirigentes de lo que quedaba de ésta no han sabido callarse cuando se tenían que callar. Y con solidaridades con los políticos nacionalistas burgueses que nadie les exigía, un afecto que repartían gratis —sobre todo desde el ayuntamiento de Barcelona—, han empujado a los de abajo a huir de ellos y a apoyar políticamente a la peor derecha del país: a Ciudadanos.
Construir un espacio político de izquierda no será nada fácil en la Cataluña real. Eso necesitará mucha autocrítica, mucha prudencia, aprender y reconstruir unos vínculos dinamitados.
Bueno: que cada palo aguante su vela.
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3 /
2018