¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Combinación letal: la nueva crisis de la vivienda
Cuaderno postcrisis: 5
I
El problema de la vivienda es estructural en el capitalismo, pero las disputas sobre el control del suelo son anteriores. Toda la historia del feudalismo está atravesada por conflictos sobre el control del suelo, de su producto. Y el nacimiento de la sociedad capitalista se caracterizó por una diversidad de confrontaciones sobre esta cuestión: el cercamiento de tierras comunales, el acortamiento de los periodos de arrendamiento, las desamortizaciones o la colonización, constituyen momentos clave en la acumulación de capital y en la generación de un proletariado urbano sin capacidad de auto-sostenerse. El conflicto de la vivienda es en gran medida una nueva versión de lo que antes acaeció fundamentalmente en el mundo rural: el control del espacio para satisfacer necesidades humanas básicas o como elemento de enriquecimiento. Y por eso la cuestión de la vivienda ha sido casi siempre un problema recurrente. Baste recordar las páginas que le dedica Engels para describir la situación de las viviendas del proletariado de Manchester a mitad del siglo XIX, o las que de Upton Sinclair sobre la clase obrera de Chicago a principios del siglo XX.
Los problemas de la vivienda han acechado de forma recurrente a las clases populares barcelonesas. El barraquismo formó parte del panorama de muchos barrios de la ciudad hasta 1989, año en que se derrocaron los dos últimos reductos. De la misma forma, la especulación fue uno de los ejes de la acumulación capitalista en la fase final del franquismo (fenómeno bien explicado en el libro colectivo “La Barcelona de Porcioles”). La otra cara de la moneda eran las interminables jornadas laborales que permitieron a la clase obrera de la época acceder a viviendas más que modestas. Tras la transición, las oleadas especulativas se han sucedido, sólo interrumpidas por la crisis “corta” —de 1991-1994— y la “larga” —de 2008 a 2015—. Y, en estas fases especulativas, el problema de la vivienda fue tan grave, especialmente en la fase final de la burbuja, que generaron respuestas locales a la evidencia del mobbing inmobiliario y el encarecimiento de la vivienda. Con la crisis llegó una versión más dramática del problema: los desahucios. Un fenómeno en sí mismo cambiante, pues al inicio afectaba a familias hipotecadas que habían dejado de pagar sus cuotas, mientras que posteriormente ha terminado afectando a personas que no pueden pagar el alquiler o a personas que han ocupado viviendas vacías ante la falta de oportunidades legales. Ahora entramos en una tercera fase, sin que las dos anteriores se hayan extinguido: la mera expulsión de personas por el fin del contrato de arrendamiento. Una nueva versión moderna, urbana, de una historia de desposesión que en el mundo rural tiene una larga trayectoria.
Que esto exige una respuesta social contundente es innegable. Que la misma se vaya a producir es más problemático. Aunque al menos bullen las iniciativas de respuesta; se multiplican las voces críticas en un amplio espectro, que abarca desde organizaciones cristianas con trayectoria en el tema de la vivienda hasta colectivos de barrio que luchan contra la gentrificación, pasando por sindicatos, asociaciones vecinales clásicas y, sin duda, con el impulso de las organizaciones que han nacido al calor de los nuevos conflictos (la PAH, la Plataforma contra la Pobreza Energética, el Sindicat de Llogaters…). Aún no está claro qué capacidad de respuesta colectiva tendrá todo este conglomerado. Las notas que siguen tratan simplemente de detectar los espacios del conflicto. Hay tres dinámicas básicas que explican la situación: las dinámicas de la especulación capitalista, la política de suelo y vivienda, y las condiciones de renta y trabajo.
II
La especulación sobre el suelo y la vivienda tiene larga tradición, y ahora se concentra en las grandes ciudades globales donde fluyen todo tipo de capitales y generan oleadas de revalorización del suelo. El espacio no es un activo homogéneo, y el problema de la renta del suelo ha preocupado desde el principio a teóricos de la economía. Las ciudades globales, las de más éxito, tienen diversos factores de atracción diferentes al resto de urbes. En primer lugar, muchas de ellas son ciudades turísticas, y el turismo necesita espacio de alojamiento que compite con el residencial. No hace falta explicarlo mucho, pues cualquiera que viva en una ciudad global conoce la presión por expandir las plazas hoteleras y los apartamentos turísticos. No deja de ser paradójico que la proliferación de estos últimos, lejos de generar una gentrificación de los barrios, lo que provocan es una degradación de la vida social —tanto porque prolifera un tipo de turista que busca la juerga como porque sustituye el comercio tradicional por comercios y bares especializados—.
En segundo lugar, las ciudades globales también atraen asalariados de las empresas punteras (diseñadores, informáticos, etc.), con mayor poder adquisitivo y dispuestos a ocupar los espacios urbanísticamente más atractivos de la ciudad. Parte del negocio de la rehabilitación de alto standing, o el surgimiento de nuevos barrios en antiguas zonas industriales (como ocurre en Barcelona en parte del frente marítimo de la ciudad), obedece a esta dinámica, y es allí donde se produce una palpable gentrificación. Y, por último, pero no menos importante, nos encontramos ante la proliferación de inversores que consideran que la inversión en edificios es una actividad no sólo rentable, sino menos incierta que la inversión industrial: los edificios son más versátiles que cualquier otra inversión productiva, y la posibilidad de comprar y vender a corto plazo es mayor, entre otras cosas porque no se requiere un conocimiento especializado como el que se exige para desarrollar cualquier otro tipo de negocio. De hecho, casi todos los grandes empresarios acaban dedicando parte de los beneficios de sus empresas en inversiones inmobiliarias, como muestra el caso ejemplar de Amancio Ortega, el principal propietario de Inditex.
Que a corto plazo la mera especulación constituye un negocio lo muestra el caso de las Socimis, empresas de inversión inmobiliaria que cotizan en bolsa, que llevan dos o tres años con beneficios muy superiores a los alquileres que perciben, beneficios contables que generan la revalorización de sus activos. Y que practican una política de “rotación de activos”, es decir, de compras y ventas orientada a “realizar” parte de esta revalorización especulativa. Seguramente, en algún momento este proceso volverá a estallar, pero en el entretiempo ya se han obtenido suculentos beneficios, y ya se verá quien paga finalmente el pato del fin de los buenos tiempos. En este caso, esta oleada especulativa provoca tanto un aumento de las rentas de la propiedad —que afecta especialmente a comercios y restauración— como puede provocar un cierto vaciamiento de los centros urbanos, debido a la proliferación de viviendas de lujo que entran en esta subasta especulativa sin que tengan un índice muy elevado de ocupación. Un especulador rico puede en muchos casos permitirse tener durante un tiempo una propiedad que sólo ocupa temporalmente, y que espera revender al cabo de cierto tiempo.
La salida de la crisis (o, al menos, de la recesión) se ha producido en todas partes con una elevada inyección monetaria por parte de los bancos centrales. Las dificultades de liquidez que constriñen a la mayoría de la gente no afectan ni a las grandes empresas ni al entramado de intermediarios financieros que están en la base de estos procesos especulativos. Y conecta las políticas de salida de la crisis con el nuevo auge inmobiliario, que se detecta en ciudades globales como Barcelona y Madrid.
III
La segunda pata es indudablemente la política de suelo y vivienda que desarrolla el país. La etapa neoliberal ha experimentado un largo ciclo de liberalización de la vivienda que ha agudizado los problemas de la política franquista de vivienda. Sucesivas desregulaciones del mercado de alquileres; recalificaciones urbanísticas por doquier; privatización del suelo público; ausencia de una política seria de vivienda pública; tratamiento fiscal favorable a la especulación; alta protección pública del sector financiero privado; son algunos de los pilares que han generado los sucesivos problemas de vivienda, y que han afectado a gran parte de la población. El estallido de la burbuja financiera pareció augurar un cambio de rumbo, pero en la práctica se han traducido en una nueva oleada de medidas que han agravado la situación: la nueva ley de arrendamientos de 2013, la legalización de las Socimis, el tratamiento de la crisis bancaria permitiendo traspasar (directamente o vía Sareb) los activos inmobiliarios “tóxicos” de manos de los bancos a verdaderos fondos-buitre internacionales, los cambios en la ley de costas, y los recortes en inversión pública. Medidas que, lejos de cambiar el modelo, se han diseñado para posibilitar un nuevo auge especulativo y para salvar las cuentas del sistema financiero.
Se trata de una situación perversa, porque se ha creado todo un entramado legal e institucional que favorece la proliferación de los movimientos especulativos que he intentado describir. Perversa porque el drama se concreta a escala local y afecta especialmente a los “Ayuntamientos del cambio” (especialmente en Barcelona y Madrid), que tratan de revertir una situación enquistada y se tienen que enfrentar no sólo a los destrozos de la crisis, sino también a los embates de la nueva especulación en un contexto de ausencia de suelo público, lo que dificulta desarrollar una agresiva política de vivienda.
IV
La tercera pata del problema está en el mundo laboral y el reparto de la renta. La crisis hipotecaria fue en gran medida generada por el hundimiento del empleo. Antes de 2008 la gente estaba endeudada, pero pagaba sus cuotas semanales (por ejemplo, entre la población de reciente inmigración era habitual que el alquiler de habitaciones a compatriotas permitiera pagar la hipoteca, algo que se cortó cuando el propietario y sus allegados perdieron el empleo). Con el paro esto fue imposible. Con los nuevos empleos de bajos salarios también. Por ejemplo, la serie de la Encuesta de Condiciones de Vida que publica en I.N.E. muestra que desde 2012 las rentas salariales medias y los ingresos de los parados están a la baja. Y ya sabemos que las medias esconden una enorme dispersión salarial, y que los que han caído de verdad son los salarios históricamente más bajos. Y también lo ha hecho el nivel de cobertura social.
Con niveles de ingresos tan bajos es difícil el acceso a la vivienda privada. Es imposible no sólo la compra, sino obtener las garantías de un alquiler decente. Puede, incluso, que haya una conexión entre la caída de algunos ingresos salariales y el incremento de algunos alquileres, pues la caída de los primeros (para hoteles o comercios) se convierte en un mecanismo compensador del aumento de los costes de alquileres.
V
Los problemas de la vivienda reflejan, por tanto, la combinación de tres perversas dinámicas. Ninguna de ellas es inevitable, aunque todas tienen soluciones difíciles de aplicar en el actual contexto social. Pero se trata de soluciones que tienen su punto nodal en la política. No sólo en el marco estricto de la política de vivienda, sino también en los dos ámbitos restantes.
Los movimientos especulativos globales son potentes, pero se pueden amainar con políticas impositivas que dificulten la obtención de plusvalías a corto plazo (fijando niveles expropiatorios a los beneficios de tenencia corta, o aplicando tasas especiales para propietarios no residentes. En definitiva, creando desincentivos a una actividad que genera suculentos beneficios privados a costa de generar un altísimo coste social.
El control de los alquileres es otro de los campos de confrontación. Los economistas liberales argumentan que controlar los alquileres acaba por vaciar el mercado. Se trata de un argumento falaz. Es una cuestión de grado. No resulta entendible que un nivel de alquileres que garantice unos ingresos que cubran costos y den un margen moderado de rendimiento no vaya a resultar viable, como ocurre en otros países europeos.
Y, sin duda, es necesaria una nueva política de vivienda pública, así como cambios en las políticas laborales y de rentas para combatir el empobrecimiento que afecta a sectores importantes de la población. En suma, iniciativas que combatan el problema desde sus diversos ángulos. Una respuesta que exige una movilización persistente y tenaz para romper el círculo perverso que conduce a mucha gente a un laberinto sin aparente salida.
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2018