La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
Cómo se llegó a la Constitución de 1978
La Constitución de 1978 fue el pacto expreso resultante de un compromiso tácito entre dos impotencias: la impotencia de los franquistas para prolongar la dictadura sin Franco y la impotencia de la oposición verdaderamente democrática para imponer una democracia avanzada. Por eso la Constitución se cerró con luces y sombras. Luces, las libertades democráticas y los derechos; sombras, un régimen político inacabado, hermético a las demandas populares y lleno de opacidades.
El proceso de cambio de régimen no fue precisamente idílico, pues se dieron fuertes dosis de violencia política de origen diverso. Entre 1975 y 1983 hubo 591 muertos por violencia política y la policía cargó contra 788 manifestaciones. Hubo 188 muertos por violencia de origen institucional, entre ellos, 8 personas asesinadas en la cárcel o en comisaría, y 30 asesinadas después de haber sido aprobada la Constitución. ETA llevó sus atentados al paroxismo: 344 atentados, seguida por 51 de los GRAPO. Casi todos contra exponentes del régimen saliente. Por si fuera poco, los servicios secretos colaboraron en la creación de un clima de temor que disuadiera de un triunfo de la izquierda en las primeras elecciones democráticas. Lo que sigue ha de leerse sobre este fondo.
El hic rhodus del proceso constituyente era el problema de la legitimidad puramente franquista de un monarca designado saltándose la línea dinástica de la casa de Borbón. Eso no había sido un capricho o una preferencia personal. Franco y sus generales introdujeron con ello, en la cúspide del régimen más o menos democrático que sucedería a la dictadura, su propia legitimidad pretendida, la que presentaba como legítimo el golpe de Estado de 1936, y con ella la intangibilidad de las responsabilidades que se pudieran exigir por ese golpe, por la guerra civil, el genocidio posterior y el trato como a no-personas de los oponentes políticos. Todo eso se daba como legítimo con la instauración, y de ello era manifiestamente consciente Juan Carlos de Borbón al aceptar la sucesión a título de rey en 1969: «Recibo de su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos sufrimientos, tristes pero necesarios, para que nuestra patria encauzara de nuevo su destino».
Para el rey instaurado los derechos democráticos eran una necesidad que contrapesara aquella «legitimidad» oficial, so pena de perder la corona. Los límites políticos básicos de la Constitución de 1978 los pondrían pues la Monarquía y el Ejército.
A la Constitución se llegó a partir de una nueva «Ley Fundamental» del régimen aún franquista, la octava, en 1977, la Ley para la reforma política. Que no tiene desperdicio: de una parte afirmaba en su art. 1, de redacción deliberadamente confusa, que «La democracia, en el Estado español, se basa en la supremacía de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo«. O sea: introducía la palabra democracia y un principio de soberanía popular. Pero de otra parte esa ley creaba unas nuevas Cortes, limitadamente soberanas, ya que autorizaba al rey a nombrar senadores hasta la quinta parte del senado y, sobre todo, porque en su art. 5 le empoderaba para puentear a esas Cortes futuras convocando directamente un referéndum si lo estimaba conveniente, e imponerse sobre ellas. Así se garantizaba que el futuro parlamento no pudiera ir más allá de ciertos límites. Soberanía, pues, pero limitada incluso formalmente.
Hubo normas de indulto y amnistía, muy deficientes. Por otra parte aún había que legalizar los partidos políticos y financiarle uno al gobierno de Suárez, para lo que el rey sableó al Sha de Persia y a otros amigos semejantes. Se superó la dificultad de legalizar al Partido Comunista gracias a que la dirección de éste hizo concesiones hasta la ignominia (llegó a reconocer «la honorabilidad del Ejército» que se había alzado contra la democracia en 1936). Al mes de superado eso, el obstáculo principal entonces, Juan de Borbón, transmitió a su hijo la legitimidad dinástica que se había reservado para mantener la institución de la corona a salvo de las contingencias. Algunos partidos no tuvieron tiempo para organizarse legalmente: se presentarían a las elecciones como listas de independientes.
Los ciudadanos fueron llamados a las urnas el 15 de junio de 1977 para expresar su opción política por primera vez desde febrero de 1936. El franquismo había arrasado con todo lo que significara intervención política de la gente. La mayoría de las personas, en unas semanas, poco pudieron hacer para educarse políticamente. En las alturas de Palacio estaba claro que las Cortes iban a ser materialmente constituyentes, pero no fueron convocadas formalmente como tales. La Plaza, la gente corriente, permaneció ignorante de las opciones reales de los partidos al no aparecer en la campaña electoral mención alguna acerca de una futura Constitución.
El día de las elecciones el Consejo Superior del Ejército permaneció reunido, y acuartelada y prevenida la División Acorazada Brunete en las cercanías de Madrid, a la espera del desenlace electoral. Los resultados fueron muy favorables para el partido del gobierno. Un 35 % de los votantes, escaldados por la guerra y la dictadura, optó por el poder constituido. Nada de frentepopulismo. El Alto Mando debió de suspirar de alivio.
Las nuevas Cortes, las primeras elegidas por sufragio universal, designaron una ponencia constitucional. La ponencia se atuvo al conjunto de pactos previos entre el «partido militar», el gobierno y los partidos políticos relevantes: esos pactos constituyeron una especie de supralegalidad tácita. Sus puntos fundamentales fueron los cinco siguientes:
- Intangibilidad de la monarquía instaurada y de su titular, jefe supremo de las fuerzas armadas.
- Reconocimiento de la tutela militar: el Ejército se reservará para sí la defensa del orden constitucional; y la amnistía política quedará limitada en el ámbito militar: los militares demócratas condenados (de la clandestina Unión Militar Democrática) no serán reintegrados a sus puestos (la tutela militar perduró hasta que pudo ser transferida a la OTAN).
- Unidad de la patria: la redundante redacción del art. 2 de la Constitución procede directamente del Ejército, y lo que importa de ese artículo no es tanto la distinción entre «nación» y «nacionalidades» cuanto la afirmación de que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible…». Dicho de otro modo: la Constitución se fundamenta —en lo que concierne al Ejército, guardián de la Constitución— en la unidad de la patria, y no en la soberanía popular, o en la democracia (palabra que apenas si se usa en el preámbulo de la Constitución y suele ser sustituida por la expresión pluralismo político). El artículo 2 vetaba una organización federal del Estado.
- Ley del olvido: había que ir más allá de la amnistía de las responsabilidades penales: hubo un acuerdo de «punto final» tácito para no evocar el pasado trágico de la guerra civil, ni sus consecuencias, ni los papeles representados desde entonces por los principales actores políticos. Merced a este pacto y al punto primero de la supralegalidad tácita, los ciudadanos jamás han podido pedir responsabilidades siquiera civiles por las víctimas o reclamar los bienes confiscados. La memoria histórica española tenía que ser públicamente una memoria de pez.
- Acuerdo de gobernabilidad: todos aceptaron la construcción de un poder ejecutivo sólido y una fuerte dificultad de acceso de las demandas sociales al núcleo del Estado.
La ponencia constitucional trabajó dentro de esos límites. Produjo un régimen político de bipartidismo imperfecto. Bloqueó casi totalmente cualquier canal participativo que no fuera el electoral. Dejó en el aire la construcción de las autonomías: cuando la Constitución fue sometida al refrendo de la ciudadanía nadie sabía cómo se configurarían las comunidades autónomas, ni cuántas o cuáles serían éstas, ni sus competencias, ni cómo se financiarían. Se recurrió al más que ambiguo concepto de nacionalidades históricas. Y quedaron muchos puntos, demasiados, para ser desarrollados posteriormente mediante leyes orgánicas. Entre ellos uno fundamental que se examinará en otro momento: el régimen electoral; para la Constitución la circunscripción había de ser la provincia. Se proclamaba un Estado social sin ninguna garantía sólida. Ni siquiera quedó establecida la plena laicidad del Estado.
Para el refrendo popular de la Constitución hubo tanto ruido mediático, como de barraca de feria, que toda discusión pública quedó sofocada. Quienes percibieron a tiempo los defectos de la Constitución limitadamente democrática e inacabada —y del sistema electoral— no podían votarla positivamente, dado el régimen partitocrático y cerrado que configuraba. Tampoco podían votar negativamente, pues eso es lo que haría la extrema derecha, ni contra el reconocimiento de los derechos políticos. Las minorías críticas habían luchado para poder votar, y ahora no les quedó otro remedio que hacerlo en blanco. Al menos así podrían —podríamos— criticar en el futuro el sistema constitucional sin hipocresía, y sin dejar de lado algo que nos importaba mucho: nuestros principios.
Una vez obtenido el refrendo popular, y en lo sucesivo, las voces críticas serían sistemáticamente sofocadas. Curiosamente, casi siempre lo utilizado como tapabocas ha sido la propia Constitución.
[Juan-Ramón Capella, catedrático emérito de Filosofía del Derecho, publicó como editor, en 2003, Las sombras del sistema constitucional español.]
[Fuente: infoLibre]
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2018