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José Mª Camblor

El dilema del funambulista

El amor a la verdad es el más noble de todos los amores.
Juan de Mairena (Antonio Machado)

 

El visitante perplejo

Proponemos aquí el siguiente ejercicio de imaginación: figurémonos a un alienígena que, en uno de sus viajes con rumbo a regiones ignotas de la galaxia, arribara accidentalmente —acaso por algún fallo en los motores de su nave— a nuestro planeta, y viniera a aterrizar un poco por casualidad en este lugar al que los terrícolas llaman España. Se convertiría de esta manera en espectador privilegiado de nuestra vida y costumbres, y, como observador de los últimos acontecimientos que asolan este territorio, no le sería difícil llegar a la conclusión de que ha desembarcado en tierra de sordos. A poco que se relacionara con nosotros, los habitantes de este extraño lugar, notaría que apenas escuchamos las razones de los demás, como si no fueran sino un lejanísimo eco casi imperceptible. Se preguntaría, quizá, si la densidad del aire no es la adecuada para transportar las ondas sonoras o si nuestro aparato auditivo es disfuncional. Si indagara un poco más, tal vez acabara pensando que no solo adolecemos de una deficiencia acústica, sino que, además, la nuestra es tierra de ciegos, pues enseguida se daría cuenta de que los nativos de estos pagos confundimos la realidad con una suerte de goma elástica, que estiramos o distendemos a nuestro antojo y conveniencia. Y es que, lamentablemente, apenas quedan ecos ya en nuestro país de aquella llamada del poeta que emplazaba a transitar el camino del conocimiento juntos: ¿Tú verdad? No, la verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdatela.

¡Salve, Edipo, patrón de las Españas!

Estos días nos han enseñado que vuelven a existir dos “verdades”, que además son incompatibles entre sí: la mía y la del otro. Por si eso fuera poco, Internet y las nuevas tecnologías parecen haberse sumado a ese afán de derogar los principios en los que se venía fundamentando el discurso racional, la manera en que las gentes procuraban conjuntamente encontrar la verdad. Hasta ahora, con mayor o menor acierto, eso se hacía escuchando lo que decía el vecino y ofreciendo al respecto una opinión (siempre sujeta a revisión) para ir levantando, mano a mano con él, el templo del saber. Pero estas antiguas reglas de construcción epistemológica van quedando en desuso. Y eso está ocurriendo en mayor medida justo en el momento en que el navegante extraterrestre ha aterrizado en nuestro país. Le será dado pues asistir con estupefacción al espectáculo que ofrece la singular coyuntura en que vivimos, en la que la tensión entre lo racional y lo emocional se decanta decidida y peligrosamente hacia el músculo cardiaco. El alienígena podrá comprobar de primera mano que ya no es necesario que exista conformidad entre eso que los terrestres de esta región del planeta denominamos acríticamente “verdad” y la propia realidad. Descubrirá con cierto pasmo que nos negamos a mantener demasiado tiempo la mirada en esta última, no vaya a ser que encontremos algo que no encaje en la primera, en esa “verdad” precocinada que nos es tan cara y sostenemos a capa y espada. Y viendo que no damos demasiada importancia a cotejar nuestras certezas con los hechos del mundo para ver si se ajustan a éstos, sino que más bien ignoramos la realidad como si nos fuera imposible verla, quizá se anime a proponernos que nombremos patrón de esta época pasional en que vivimos a aquel tal Edipo con el que se topó en la Wikipedia interestelar cuando se informaba sobre nuestro planeta. Allí pudo leer que el desgraciado monarca tebano se privó a sí mismo de la vista por no poder soportar la realidad. El viajero de las estrellas, usando de su buen juicio galáctico, tal vez piense que bajo el patrocinio de este héroe trágico andaríamos más en consonancia con los tiempos que corren, dado que en nuestro país —habremos de convenir con él— nos hallamos sumidos en una multitudinaria ceguera colectiva. Quizá se arriesgue incluso a hacernos una sugerencia que lleve un poco más lejos su propuesta: apreciados terrícolas —nos dirá—, en consonancia con el Zeitgeist y, puesto que no les dais uso, ¿por qué no os arrancáis los ojos?

Sostenella y no enmendalla

Es algo habitual considerar la firmeza de convicciones como un valor moral encomiable, y es corriente oír a políticos decir metafóricamente que ellos no se cambian de camisa y que nunca han dejado de pensar lo mismo, casi siempre acompañando esta afirmación de la coletilla “no como otros”. Sin duda, la coherencia de los propios actos con las ideas que se sostienen es algo positivo, y uno debe construir a su alrededor ciertas certidumbres sobre las que apoyarse, porque un mundo sin certezas sería como caminar sobre el vacío. Además, del mismo modo que el lado afilado de un cuchillo corta más que el romo, desde un punto de vista teleológico, concentrarse en lo que uno persigue, sacarle filo a nuestro propósito ignorando todo lo demás, incrementa las probabilidades de lograrlo: aquí también la presión equivale al cociente entre fuerza y superficie. Es por eso que el deseo y la ilusión suelen llevarnos más lejos que la duda. Pero recordemos que la palabra “ilusión” no solo significa esperanza en algo que nos resulta atractivo, sino que también designa una imagen o representación falsa de la realidad. Frecuentemente se olvida que la convicción no es sino un estado mental que nada nos dice sobre la verdad o falsedad de lo que creemos. De manera que una persona puede estar absolutamente convencida de la existencia de Dios y otra igualmente segura de su inexistencia, y parece obvio que, independientemente de lo inquebrantable de las convicciones de ambas, solo una de las dos está en lo cierto. Indro Montanelli, en su magnífica Historia de la Edad Media, afirma que sobre el escepticismo no se construye nada. Y estaríamos por darle la razón, dado que es la fe y no la duda la que mueve montañas. Pero a esto puede oponérsele una digna excepción, pues existe algo que escapa a esta regla. Y no solo es que sea posible construir tal cosa sobre el escepticismo, sino que ahí es el único lugar desde el que se puede hacer. Esa cosa es el conocimiento. Visto de este modo, la tan alardeada firmeza del que mantiene a ultranza una convicción acaba resultando ser más obcecación que virtud y más adhesión ciega a lo conocido que búsqueda de la verdad.

Verdad y acción orientada a un fin

Ahondando en todas estas cosas, el alienígena probablemente se pregunte si es posible que las acciones de los humanos se sustraigan en cierta medida a ese gradiente volitivo que las empuja o, dicho de otro modo, si existe alguna manera de articular el deseo en la acción para que este no acabe devorándola. De ser así, libres de la pulsión que los arrastra, los humanos podrían contemplar la realidad con una mirada más aséptica, es decir, estarían en condiciones de encontrar la verdad. Tras darle varias vueltas al asunto, quizá llegue a la conclusión inesperada de que, en esa sucesión ininterrumpida de deseos y, por tanto, de finalidades (que es la mejor manera que a él se le ocurre de definir la vida consciente de los terrícolas), la “objetividad” no solo es difícil de conseguir, sino que llevarla hasta sus últimas consecuencias puede constituir más un obstáculo que un beneficio. Y en eso hemos de darle la razón. Aunque no cabe duda de que hay que intentar ser lo más imparcial posible, nadie puede desembarazarse de su subjetividad, y seguramente, de poder hacerlo, no sería conveniente. Para un ser humano, una existencia omnisciente sería difícilmente soportable, ya que lo que nos define como individuos es precisamente la perspectiva. Es decir, una visión limitada de las cosas. La alternativa a ello, una mirada panorámica a la eternidad, un ojo abierto perennemente al infinito sin poder parpadear, no es algo que pueda resultar demasiado atractivo para nadie. Pero, aun dentro de nuestros estrechos límites perceptivos, no parece juicioso estar continuamente examinando la realidad y analizando milimétricamente el curso de cada una de nuestras acciones. Tampoco sería saludable indagar exhaustivamente todas las conexiones laberínticas propias de la causalidad y cada una de las implicaciones éticas que éstas puedan tener. Hacer eso constituiría un freno inaceptable al despliegue natural de nuestras cortas vidas y podría llevarnos a obsesionarnos e incluso a paralizar toda actividad en nuestro día a día. Y es que el extraterrestre descubrirá que la verdad y la acción orientada a un fin no siempre van de la mano, porque cada una de estas cosas obedece a dinámicas diversas. La verdad se busca desde fuera del fenómeno, aceptando la premisa de que en él hay algo que descubrir. La acción ética o política, por el contrario, se hace desde dentro del mismo, poniendo el énfasis en la existencia de un objetivo cuya consecución se persigue. Por eso, y como la vida no es perfecta, puede llegar a serle útil al agente que orienta su actividad a un fin determinado despojarse de algo del lastre que toda verdad lleva consigo. Porque que su objetivo sea o no realista no es algo que, en propiedad, pueda juzgar a priori, sino únicamente cuando conozca el fruto de su acción, cuando ésta ya esté terminada. Así que, en el punto de partida, deberá moverse en el terreno de lo más o menos plausible, y a veces no resultará una mala estrategia aparcar el momento de la reflexión y dejar en un segundo término —aunque sin perderla de vista— la “realidad”. De esta manera, el agente podrá enfocar la mirada en su meta y persuadirse de la viabilidad y justeza de su empeño, porque eso es lo que le permitirá ir hacia delante. Al ser parte del fenómeno, su actividad y determinación transforman éste, y una creencia firme en algo que a priori resulta inverosímil y hasta descabellado puede llegar a convertirse felizmente en una profecía que se autocumple. A veces, hasta puede ser favorable para avanzar “engañarse” a uno mismo. En cierta medida, claro está. Nuestras ensoñaciones son parte del camino, y nuestros actos y creencias, por muy irrazonables que les parezcan a otros, tienen su lugar en el devenir de cualquier proceso de acción individual o social y van retroalimentando cada tramo, imprimiéndole quizá la forma que buscamos y conduciéndolo a nuestro fin. Pero para evitar las trampas del deseo, esa retroalimentación debe serlo de verdad, es decir, de doble vía: un intercambio continuo de información entre la realidad y nuestras aspiraciones. Llevar a cabo esta operación de ajuste requiere un tacto exquisito, porque se desarrolla siempre en un delicado equilibrio. El que hayamos separado momentáneamente la mirada de la realidad no significa que no sea necesario ir tomándole regularmente el pulso para no desviarnos en exceso de ella. Debemos ir apartando la vista de nuestro objetivo para volver a mirarla por el retrovisor, y en consonancia con lo que veamos, ir reconduciendo el rumbo para adecuarlo no solo a lo posible, sino también a lo justo. Eso implica no ser excesivamente indulgentes con nuestras propias fantasías, y no dejarnos llevar demasiado por la fascinación que pueda despertar en nosotros una idea, porque no es nada difícil que las mareas del deseo nos arrastren inadvertidamente a la autocomplacencia y la obcecación. Una concesión a la irrealidad lleva a otra y ésta a otra más, hasta caer en una mise en abyme sin retorno. Lo que no cabe nunca hacer, pues, es perder un contacto razonable con el mundo real. Debemos impedir a toda costa que nuestro objetivo adquiera tanto empuje que borre los contornos entre realidad y ficción, que nos haga perder pie y nos precipite a los dominios de la entelequia, porque, de ser así, podemos acabar creyendo que los propios motivos justifican cualquier cosa, y que todo acto que se les oponga es injusto. O, incluso, acabar negando cualquier hecho de la realidad que les sea contrario. Es fundamental, pues, ser conscientes de que, a fin de cuentas, nuestras finalidades y deseos podrán ser lo que nos impulse a la acción, pero nunca serán un sitio en el que podamos obtener verdad.

Equidistancias

Un síntoma de que la verdad no es algo que importe demasiado en estos días y en estos lares a amplios grupos de personas es el rechazo que se manifiesta en todas partes por la equidistancia. Esta palabra ha dejado de ser sinónimo de prudencia y mesura para ser considerada signo de tibieza o, incluso, de mala fe. Quien así piensa argumenta que las personas se tienen que “mojar”, que no estar en un lado ni en su opuesto es el refugio de los cobardes y que la ética exige comprometerse. Ya lo dice el Apocalipsis: Por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Se ha de elegir, pues, entre el frío y el calor. Esto no tiene mucho sentido desde un punto de vista moral, pues equidistancia no implica falta de compromiso. Alguien puede apoyar con firmeza una franja templada en la escala de temperatura y consagrarse a combatir con todas sus fuerzas los extremos álgido y tórrido por considerarlos perniciosos o injustos, es decir, puede tomar partido. Esto, tomar partido, no implica abrazar incondicionalmente y sin fisuras una postura extrema. Equidistancia no significa, pues, situarse cómodamente en el término medio, sino estar moral o ideológicamente tan lejos de uno de los bandos en pugna como del otro (u otros). Como mucho, se podría recriminar al equidistante colocarse en el estricto punto central, generando una simetría perfecta, o que lo haga de una forma inamovible. Y ello porque es difícil que dos polos opuestos en un conflicto social o ético merezcan exactamente el mismo valor o disvalor. Pero también porque es posible que el juicio que puedan merecer vaya variando, puesto que un enfoque determinado no califica a priori cualquier acto de las personas que lo respaldan ni los diferentes posicionamientos en los que pueda derivar. Aunque, a decir verdad, tal cosa es lo que haría alguien que se situara en la neutralidad, no en la equidistancia, y sería aconsejable en pro del buen entendimiento no confundir los términos. Porque, a diferencia del que es neutral, el equidistante no consiente, disiente. Por eso, la equidistancia nada tiene que ver con aquella indiferencia a la que Gramsci llamó “el peso muerto de la historia”. El equidistante, tal como entiende esta palabra hoy en día el que con ella se identifica en un contexto de posiciones enfrentadas, sitúa su baremo en una escala móvil, y va ajustando sus pareceres sin adherirse a posiciones fijas predeterminadas según se vayan desarrollando los acontecimientos. Sin embargo, el binarismo a ultranza que predomina hoy socialmente no admite componendas. Simplemente se limita a fulminar su anatema contra quien no se sitúa geométricamente lo más lejos posible de la mediatriz que parte en dos el campo de batalla.

El dilema del funambulista

Como si de un nuevo Gulliver se tratara, quizá el visitante del espacio, observando nuestro estrecho alcance de miras, nos tome por un puñado de liliputienses del pensamiento. Probablemente, incluso llegue a considerar al equidistante —de quien asombrosamente encontrará muy pocos ejemplares— como una variedad de nuestra especie en peligro de extinción.  Tal vez incluso se lo imagine como a un funámbulo de la sabiduría, tratando de mantenerse en un cable extendido sobre la nada.

¿Cómo es este funámbulo que imagina el extraterrestre? Sus movimientos son cautos y prudentes, pues sabe que un paso en falso puede resultarle fatal. Mientras, desde ambos lados de las profundidades sobre las que se balancea en un equilibrio inestable, suben gritos enfurecidos de los que ya se han precipitado en el vacío. Los gritos le exigen que se decante, que se decida de una vez por cuál de los dos flancos desea caer al abismo. Ante esta tesitura peliaguda, al funámbulo se le plantea un dilema, pues dilema es aquella situación en que es necesario pronunciarse por una de dos alternativas igualmente buenas o malas. Y eso es lo que se le requiere desde cada uno de los extremos al acróbata: que elija necesariamente entre dos opciones que él considera igualmente malas. Y si nada de esto tiene sentido desde un punto de vista ético, mucho menos lo tiene desde un punto de vista gnoseológico. El único compromiso que desde esta perspectiva es posible mantener es el que se establece con la búsqueda de la verdad. Y el mejor sitio donde puede situarse alguien que quiere obtener verdad es, si no en la equidistancia, sí en una prudente lejanía. Tomar partido desde la visceralidad, optar acríticamente por algo y exigirle a los demás que hagan lo mismo es una confesión expresa de fanatismo; es admitir que no importa la verdad, pues, en propiedad, ante ésta, no es posible la elección. Yo no puedo elegir que dos más dos sean tres. Tampoco que dos más dos sean cuatro. Esto último no es algo por lo que yo pueda optar, sino algo que debo averiguar. Si lo que busco es la verdad, el instrumento para lograrla nunca podrá ser el posicionamiento. Si lo que busco es únicamente ganar o perder, sí.

Retorciendo las leyes de la física

Seguramente, nuestro alienígena no tardará en reparar en que los pintorescos lugareños de la región del planeta en que se encuentra confunden los enunciados descriptivos del mundo con afirmaciones desiderativas, con aserciones que expresan sus más profundos deseos. Y no solamente esto, sino —lo que es peor— que utilizan indistintamente al comunicarse ambos tipos de proposiciones. Y nada más natural que tal cosa le lleve a pensar (dado que conoce al dedillo los mecanismos que rigen el universo, pues en todo el cosmos son los mismos) que los terrícolas que habitan el sitio llamado “España” se permiten una particular licencia al interpretar las leyes físicas. En un sorprendente malabarismo mental, desgajan del ámbito cuántico el principio de incertidumbre de Heisenberg y lo aplican a la escala en que se desenvuelve su relación con el mundo. Tal cosa, subvirtiendo todas las reglas de funcionamiento de las magnitudes macroscópicas, les autoriza a que su mirada altere el fenómeno observado y la “verdad” deje de ser algo que, en cierta manera, está fuera de ellos y pueden descubrir junto a los demás. Al operar su sesgo sobre dicho fenómeno, éste se transforma según las directrices aleatorias de su deseo. O tal vez cabría decir de su fe, de su designio místico. Cuando el posicionamiento político se convierte en un credo, las dinámicas que lo rigen son las propias de la religión, no las que orientan la política. Y, con mayor razón, no son caminos para llegar al conocimiento, pues no reúnen los estándares mínimos que requiere cualquier procedimiento de adquisición de saber.

Casus belli

Es cierto que, si como muchos parecen creer en nuestro país, nos hallamos en un escenario de guerra, la cosa cambia. En tal caso, los interlocutores se convierten en contendientes y las actitudes obedecen más a cuestiones de táctica y estrategia —o al simple odio— que a un interés genuino por elucidar los hechos. Lo que se espera de mí, pues, en la condición que se me supone de beligerante, es que arrincone el entendimiento en el debate, niegue la evidencia, lance consignas de aliento y cierre filas, condenando no solo al enemigo, sino también al derrotista. O conmigo o contra mí. Podría afirmarse con cierta ironía que el grupo que odia unido se mantiene unido. Si en el debate mediático persigo únicamente aportar munición a mí postura, mi objetivo será entonces contribuir con todo el material discursivo que le es afín y mostrarme, al igual que Edipo, nuestro patrón, resueltamente ciego al que le es contrario. Eso, que es lo que hace hoy bastante gente en prensa escrita y televisión, pero sobre todo en las redes sociales, tiene un nombre preciso: destruir el discurso público.

Adquirir perspectiva

Pero si lo que busco es conocimiento cierto, saber si mi postura se sostiene en la verdad o en qué medida lo hace, necesito distanciarme. Así, esta distancia del objeto de conocimiento a la que cautamente me sitúo, aunque solo sea por unos instantes, me despoja (me libera) de mi condición de partícipe y me convierte en observador. Eso me permite aproximarme o alejarme, medir, tasar, servirme de regla y cartabón, y, sobre todo, tratar de comprender. Decir que solo hay una verdad no implica univocidad en la interpretación de los hechos del mundo, es simplemente señalar que, a pesar de que haya diferentes aproximaciones, existe una única realidad para todos. Precisamente, admitir que ésta es compleja —especialmente en su dimensión social— y que admite una comprensión polisémica, es lo que nos exige no engancharnos como una garrapata a la propia convicción y abrirnos a diversos puntos de vista, pues eso es lo único que nos podrá permitir ampliar nuestro restringido ángulo visual.

Farewell…

Llegado el momento de partir, tras reparar su nave intergaláctica, es posible que el perplejo viajero de las estrellas, antes de hacerse de nuevo al espacio sideral y abandonar nuestro planeta, se atreva a darnos algún consejo, acogiéndose a la experiencia acumulada a lo largo de sus muchos periplos espaciales. Su consejo, basado, cómo no, en las leyes de la física, podría ser algo parecido a lo que sigue.

Aquel que exige con vehemencia al equidistante que se posicione, haría bien en recordar que quien se sitúa demasiado cerca de un cuerpo masivo (como lo es cualquier posición polarizada), acaba siendo atrapado en su órbita y transformado en mero satélite. O, peor aún: termina siendo engullido por él.

22 /

11 /

2017

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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