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Safari

Ulrich Seidl Film Produktion GmbH,

Austria,

Loreto Busquets

Merece la pena detenerse en esa última película de Ulrich Seidl, que podría pasar fácilmente desapercibida por ser etiquetada como documental y por haber pasado fugazmente, también en España, por salas sólo minoritarias.

La película trata de turistas alemanes y austriacos afincados en territorio africano (en la zona fronteriza entre Namibia y Sudáfrica), donde transcurren sus vacaciones practicando la caza de antílopes, cabras, ñus, jirafas, elefantes y otras criaturas salvajes, que una vez abatidas son por ellos fotografiadas junto con el autor de la empresa, el arma y el perro que la han hecho posible.

La película es de gran impacto emotivo, pese, o gracias, a su álgida y geométrica perfección, a la rigurosa e incisiva nitidez de las imágenes con las cuales el director disecciona personajes y situaciones con precisión fríamente científica, poniendo al desnudo una realidad cruenta y despiadada bajo su aparente normalidad e inofensividad.

La ficción simula el documental aun partiendo de filmaciones y entrevistas reales durante las cuales no vemos ni oímos al entrevistador, que otro no es sino el ojo neutro e impasible de la cámara situada frontalmente ante los entrevistados. Como éstos respecto a la fauna africana pacientemente acechada, abatida y fotografiada durante su actividad venatoria, la cámara saca fotografías de la fauna humana, de la que el espectador ve de inmediato un “ejemplar” en la pareja en bañador expuesta a los rayos solares, sinécdoque que funciona como epíteto épico y leitmotiv del “ciudadano medio occidental”, quien, en palabras de Seidl, constituye el verdadero asunto de la película. Una imagen sorprendente con la que establece un paralelismo antitético entre la fauna animal, provista de una gracia y elegancia majestuosa, e incluso de una dignidad, que muestra, sin comentario alguno, la espléndida escena en que las jirafas asisten impávidas e impotentes a la agonía de una de ellas, y la fauna humana, deformada por la obesidad, el sedentarismo físico y mental, la apatía y el aburrimiento que caracterizan a los individuos de las sociedades opulentas, quienes en virtud de su poder adquisitivo recorren las partes desamparadas del mundo en busca de incentivos, emociones y entretenimiento.

Enmarca externamente la película el nítido y poderoso son del cuerno de caza que precede al título y el de los emitidos por tres cazadores acompañando el listado de los créditos de cierre. Música triunfante que remite a la tradición venatoria ejercida por las clases aristocráticas europeas, con las que los personajes entrevistados comparten su elevada posición social, el ocio y la explotación de las clases subalternas. Los “ricos frescos”, los que hoy detentan el poder económico, tienden, como es habitual, a imitar las formas aristocráticas de quienes como ellos han colonizado el mundo con el objeto real de dominarlo y explotarlo y con el objeto declarado de ayudarlo y civilizarlo.

El espectador no oirá otra música a lo largo de una narración en la que predomina el silencio, el diálogo a media voz apenas susurrado, el rumor del viento, el crujido de los pasos o del todoterreno sobre el suelo pedregoso, y la detonación de las armas de fuego que con precisión matemática abaten las piezas previa y meticulosamente apuntadas con modernos y sofisticados instrumentos propiamente bélicos, que permiten disparar cada vez con mayor precisión y a mayor distancia del objetivo, alojado el tirador en el mimético acechadero que le hace invisible a los ojos de la víctima elegida. Matar a distancia sin dar la cara y sin mancharse las manos de sangre es lo propio de los ejércitos al servicio del colonialismo actual, que lanzan drones sobre objetivos “mirados” que alcanzan indefectiblemente a víctimas inocentes y desarmadas. Ver sin ser visto: clave del Poder, desde el Basilio calderoniano hasta el panóptico de Bentham.

Que de eso se trata lo indica la caña de fusil que, al inicio de la película, asoma silenciosa y amenazante de una rendija del acechadero, apuntada directamente al espectador, quien al oír el inesperado disparo no puede sino echarse para atrás, como se dice hicieron los espectadores que presenciaron el tren que pensaron se les venía encima en la famosa Llegada de un tren a la estación de La Ciotat (1896) de Louis Lumière. Que el safari de que trata la película discurra en ese doble nivel, o en varios niveles, lo confirman numerosos elementos que iré desgranando en estas líneas.

Cabe destacar, ante todo, el estilo de esta obra extraordinaria, que diríase emplazada en un espacio abstracto, sometido a una especie de cenitalidad perenne que apenas produce sombras. A ello concurren las geométricas simetrías de los “cuadros” en que quedan inmovilizados los protagonistas al atender a las entrevistas de la cámara invisible que registra sus irrelevantes aunque significativos diálogos. Geométrico es asimismo el paralelismo que establece Seidl entre las fotografías con que los improvisados exploradores inmortalizan sus hazañas y trofeos, y las tomas con que él mismo fija con objetividad y dureza implacable la mentalidad, la falsa y la mala conciencia y aun la patología que subyacen y determinan la acción de quienes desconocen los verdaderos móviles de su propia conducta.

La cámara sigue a los personajes con la misma obstinación con que éstos acechan y persiguen a sus víctimas para luego viviseccionarlos con bisturí que se adentra en sus carnes, análogo a los afilados cuchillos con que los autóctonos despedazan las reses abatidas: fauna humana que el cineasta ha diseccionado con parecida crueldad y pericia en su espléndida Canícula (2001) [1], a la que aquí remite desde el principio con la pareja al sol mencionada, embadurnados sus cuerpos con crema solar protectora en obediencia a los cánones consumistas de nuestros días. Ese emblemático individuo, obeso, sudoroso, que cierra los ojos o los cubre con un periódico en su inconsciente y confortable ceguera, asume rasgos de un patetismo grotesco cuando, viejo e impotente, se embarca él también en la “aventura” de la caza, asistido por quienes le predisponen una escalera con que subirse al acechadero, donde pasa el tiempo cabeceando medio dormido, bebiendo cerveza, roncando y al fin emitiendo un apenas perceptible eructo. Individuo hecho de la misma sustancia de los jóvenes y apuestos exploradores que la cámara a mano irá siguiendo con infatigables planos secuencia a lo largo de la partida de caza, todos ellos con binóculo y máquina fotográfica al cuello al objeto de inmortalizar sus hazañas con el selfi de la modernidad, a falta de pintores ilustres que, como antaño, perpetúen la montería practicada por la aristocracia del privilegio y el ocio.

Dos sujetos se enfrentan sin enfrentarse a lo largo de la acción: los turistas del Norte y los autóctonos del Sur, los ocupantes y los ocupados, los vencedores y los vencidos. El montaje a corte y la sabia utilización de la luz y el color ponen en evidencia la dicotomía insanable de un país reiteradamente colonizado. A la luminosidad solar del paisaje en que se desarrolla la acción venatoria y a la luz blanquecina y opalescente que envuelve, diáfana, las moradas de los “blancos” turistas, Seidl opone la penumbra, la semioscuridad y los colores fríos de los restringidos y marginales espacios en que queda relegada la población indígena por obra y gracia de los primeros. La cámara se mueve lentamente y se detiene y demora en escenas estáticas que pertenecen a uno y otro ámbito y que el brusco montaje dispone en sucesión alterna de modo que se iluminen y glosen recíprocamente. Todo tiende a inmovilizar el dinamismo cinematográfico y a convertir el flujo de la acción en fotograma, esto es, en documento testimonial.

Dicotomía y antagonismo conforman la estructura de la película. Los blancos tienen la palabra y ocupan prácticamente todo el escenario, también en el sentido teatral del término; los negros quedan confinados en el espacio invisible de los bastidores, donde hablan entre ellos sin que nadie se preocupe de traducir sus palabras. La voz de los dominadores se contrapone al mutismo al que ellos les condenan, sirviéndose de sus servicios sin dirigirles nunca la palabra, como si de hecho no existieran. Ignoran lo que ocurre en el matadero, donde despedazan las reses y construyen con sus cabezas el “cuadro” de sus trofeos, en el que incluyen como nota exótica a algún autóctono equiparado a la fauna “salvaje”, todos ellos fijados, diríase clavados, en la pared como mariposas que un obseso coleccionista hubiera ensartado con implacables alfileres; ignoran que esos hombres se alimentan de los desperdicios de su inútil matanza, que viven mísera y marginalmente en viviendas que la cámara enfoca al sesgo, sólo lateral y parcialmente, mostrando las paredes y cobertizos de hojalata apenas iluminados por una luz opaca con tintes verdosos y violáceos que contrastan con el blanco neutro de las escenas en que se exhiben frontalmente los primeros.

No se trata sólo ni primariamente de condenar la práctica de la caza. Seidl arroja su luz despiadada sobre el nuevo sujeto histórico de nuestros días: el consumista carente de capacidad lógica y de conciencia crítica, confortablemente arrellanado en el conformismo irresponsable de la mayoría. Los jóvenes y apuestos exploradores de Safari, así como los ricos vejetes que Seidl trata con parecida inclemencia en Canícula, portadores del mito consumista de la juventud, los cuales pueden permitirse el lujo de vivir la ilusión de ser eternamente jóvenes con el dinero, son encarnación de ese sujeto de nuestros días que reduce el mundo a cosa comprable y cosifica la vida misma, sea que se trate de los espléndidos animales abatidos o de seres humanos obligados a vender sus servicios y los recursos de sus tierras a las condiciones por ellos establecidas. El individuo que Seidl “retrata” a lo largo de su documental, ficticio sin dejar de serlo, es el Gran Consumidor del Norte de que habla Vázquez Montalbán en su Panfleto desde el planeta de los simios, esto es, el dios supremo de la teología neoliberal. [2] Ese individuo no sólo se niega a reconocer como colonialismo sus pretendidas exportaciones de libertad y democracia a todos los rincones del mundo, sino que asume la brutalidad de ese colonialismo aparentemente inocuo como cosa normal y corriente, reduciendo de tal modo la perversidad de sus actos en pura banalidad del Mal. No es arbitrario referirse al “planeta de los simios”, que Seidl ha estigmatizado de forma sarcástica y no menos descarnada en su anterior Canícula, que aquí cita con frecuencia, puesto que para los “civilizados” cazadores de Safari los indígenas no son sino simios, como bien indica el que obliguen a la muchacha que instalan en medio de los trofeos a sostener en sus manos la cabeza de un mono, “cazado” en el momento en que su boca se abre en un grito desgarrador y furioso.

Si las imágenes hablan por sí solas de la banalidad del mal ejercido sobre seres vivos reducidos a objetos subordinados a la propia satisfacción y arbitrio – la indiferencia con que se maneja al animal herido o se observa la sangre que brota de sus heridas, la ramita enfilada en la boca de la res para que resulte más fotogénica y hermosa, la pose asumida por el sujeto junto a ella [3], acompañado del arma y el perro que han permitido la hazaña –, el diálogo que el presunto entrevistador registra directamente de la boca de los entrevistados muestra las motivaciones de la acción en forma dialécticamente introyectada, como si el sujeto, sin salirse de su interior, se enfrentara a quienes condenan la caza o denuncian las varias formas de racismo y colonialismo existentes. Es ahí donde aparecen de un lado los resortes psicológicos que mueven a la violencia (que Seidl llama” la naturaleza humana”) y de otro la mentalidad e ideología que permean gran parte de las sociedades europeas, en las que no es casual estén aflorando formas más o menos veladas de fascismo que creíamos desaparecidas.

Inherente a la naturaleza humana es, según Seidl, el deseo de poner a prueba la propia habilidad y las propias fuerzas en la compulsiva afirmación del yo ante sí mismo y ante los otros, que se la confirman con la aprobación y el aplauso. Asunto que ha tratado también en Canícula, donde la violencia ejercida sobre los más débiles a través de la humillación arranca de un complejo de inferioridad que mira a compensarse mediante la sumisión atemorizada de quienes no pueden o no saben defenderse. Variación sobre el mismo tema es la caza deportiva aquí practicada en grupo, en la que el individuo ve la ocasión de sobresalir y de dominar al otro disminuyéndolo o aniquilándolo. Instinto de autoafirmación alimentado por la competitividad que el mundo contemporáneo pone al centro de las relaciones humanas y que en manos de Seidl asume formas compulsivas propiamente patológicas, [4] como indican la reiterada exaltación de las proezas venatorias por parte de los protagonistas y la maníaca exhibición de objetos relativos a la caza con la que decoran iterativamente sus casas (incluso las cortinas y el revestimiento de las butacas llevan estampados el pelaje de cebras y panteras).

Con su arma acusatoria Seidl apunta a ese “ciudadano medio occidental” que no sólo consuma cuantitativamente sino que confirma las relaciones de carácter individual y social basadas en el consumo. Gran Consumidor de Turismo, para empezar, industria que no conoce crisis aun en años de crisis, producto de segura venta entre la diversificada burguesía del denominado Primer mundo, dentro de la cual las clases pudientes establecen las tradicionales distancias sociales haciendo que el turismo de lujo sea privilegio de unos pocos, sin que ello los eleve por encima de la vulgaridad intelectual y moral de la mayoría. Turismo, ése denunciado en la película, que muestra cómo las sociedades opulentas del Norte lo son porque se han enriquecido y siguen enriqueciéndose gracias a un colonialismo aparentemente inerme ejercido en territorios de los que nada se sabe ni quiere saberse merced a la complicidad de los lobbies mediáticos subordinados a los intereses de las clases hegemónicas.

Ese turista privilegiado paradigmático del colonialismo que hoy como ayer se impone con las armas, lleva dentro de sí la presunción de su presunta superioridad racial y cultural, que a su ver le confiere unos derechos confirmados por el armamento ideológico predispuesto por la subcultura del consumo que ha introyectado en su conciencia y que le exenta de dar razón de sus actos. Al enfrentarse con el “otro” dentro de sí, el individuo interpelado se afana en convencer y convencerse de la bondad de las doctrinas y verdades dominantes que reivindican el racismo, el racismo económico, el apartheid de la prosperidad del Norte frente al Sur, y la esclavitud en sus múltiples variantes: “¿Por qué debería justificarme? No tengo por qué justificarme. No hay nada escrito, no hay una ley que lo prohíba”. Asunción acrítica de lo ya existente apelando a presuntas leyes naturales y eternas en que son sistemáticamente convertidas leyes históricas diseñadas a la medida de los intereses de las minorías sociales establecidas y de sus portavoces intelectuales: “Porque nosotros, los seres humanos estamos en la cúspide de la pirámide, y somos superfluos”. Superfluos, pero convencidos de que desde la cúspide de la pirámide el hombre puede dominar y destrozar el mundo: “la naturaleza ya ha desaparecido, aquí todavía ha quedado un poco, pero en realidad ya ha desaparecido… el problema es que somos demasiados… la mera existencia del hombre en los números actuales suplanta a la naturaleza… no se resuelve prohibiendo ciertas actividades como la caza”. Pasiva aceptación de las cosas tal como son en nombre del “realismo”, a las que se obstinan en oponer resistencia los “ingenuos” que todavía no han renunciado a modificar el mundo, eternos Peter Pan que se resisten a crecer y a admitir lo inevitable, porque “no hay alternativa”: “Quien no lo ha comprendido o combate ciegamente por la protección de los animales no lleva a nada… el problema verdadero es la prevalencia numérica del hombre”.  Corta ese discurso incapaz de plantear el porqué de la situación y de insinuar una culpabilidad histórica, una escena fría y desgarradora en la que hombres negros comen los residuos de las reses abatidas en un espacio en el que la luz entra apenas lateralmente por una rendija.

Al adentrarse en la inconsciencia y filisteísmo de ese individuo representativo de la actual sociedad de masa, Seidl apura todos los registros sin excluir lo patético y grotesco. Patéticas son las palabras del matrimonio que comenta la “amabilidad”, o sea la sumisión, de los negros, complaciéndose de su bondadosa relación con ellos y de su comprensión, a las que opone farisaicamente los malos tratos con que los tratan sus compatriotas: “no me quejo, tengo una buena relación con ellos… son humanos como nosotros… algunos los tratan muy mal… no es culpa suya si son negros o tienen la piel oscura…”. Después de lo cual aparece de golpe la instantánea de la muchacha negra situada en el centro de una pared repleta de trofeos que lleva en sus manos la cabeza del mono mencionada.

La mala o falsa conciencia se reviste de justificaciones legales e históricas que pretenden legitimar el fundamentalismo de mercado, como lo llama Susan Sontag, es decir, la fatalidad del éxito del Norte o del rico, ligada a la libertad de iniciativa, y el fracaso definitivo del perdedor social, que no ha sabido salir del subdesarrollo: “si la caza se hace en circunstancias controladas es legítima… en países subdesarrollados lleva dinero a la gente…”. La explotación deviene beneficencia, la matanza se convierte en ecologismo: “ir a cazar no significa matar animales… para los animales más viejos, enfermos o heridos es una liberación… en realidad se ayudan a las especies a sobrevivir y reproducirse”… Hasta llegar a la hipocresía pura y simple con razonamientos de una candorosa y desarmante estulticia (téngase en cuenta que son palabras que salen efectivamente de los entrevistados): “no uso la palabra matar, digo abatir, suena mejor que matar… se piensa en las matanzas de masa… matar para mí es lo que se hace en el matadero…”.

“Matanzas de masa”, “ayudar a las especies a sobrevivir y reproducirse” eliminando las enfermas, las que entorpecen el perfecto desarrollo de la especie. No son las únicas referencias a la ideología nazi enquistada en las mentes de esos exportadores de democracia y progreso. Concurren otros muchos elementos, empezando por la nacionalidad de los exploradores (alemanes y austriacos) y siguiendo con sus buenos modales unidos a la indiferente brutalidad de sus actos, y la inusitada ternura que muestran hacia sus perros, los únicos “animales” (porque tales son considerados también los autóctonos) que merecen cariñosas caricias y son dignos de “posar” al lado de sus amos. La centralidad otorgada a la figura del perro en la toma final con al fondo dos armaduras medievales que flanquean la puerta situada en el centro, elementos dispuestos en la simetría que ha caracterizado las escenas protagonizadas por los “turistas”, indicando el Orden establecido que ellos representan [5], bien parecen apuntar a esa  cultura “aristocrática”, depredadora y clasista propia de los países del Norte, y a la permanencia de un fascismo histórico no perecedero que, como dice Montalbán, ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma [6].

Determinante por su inequivocable significado es la secuencia inicial a la que ya me he referido: la del disparo dirigido al espectador por un cazador invisible. Posible objetivo de ese exterminio dictado por inconfesados intereses económicos somos todos los que poblamos la tierra aunque parezca que cuanto ocurre fuera de nuestras fronteras, individuales, sociales, nacionales, no nos afecta ni somos de ello directa o indirectamente responsables. A este propósito acuden a mi mente las palabras que el subcomandante Marcos pronunciara en 1994: «la máscara negra es un espejo, de modo que Marcos es un gay en San Francisco, un negro en Sudáfrica, un asiático en Europa, un Chicano en San Ysidro, un anárquico en España, un palestino en Israel, un indio maya en los estrechos de San Cristóbal, un judío en Alemania, un gitano en Polonia, un mohawk en Quebec, un pacifista en Bosnia, una mujer sola en el metro a las diez de la noche, un campesino sin tierra…” [7].

Víctimas eventuales de ese safari somos todos nosotros, ignaros de, o indiferentes a, la violencia perpetrada sobre “los otros”, instalados como estamos en democracias formales que permiten dar por supuesto que de ellas se derivan en libertad relaciones justas que no admiten crítica [8]; visto que, además, “somos demasiados” y que es posible mejorar la raza humana suprimiendo a los individuos “enfermos”, a los que se obstinan en no crecer y adaptarse al sistema, entrabando de tal modo el buen funcionamiento del Orden establecido.

En una entrevista Seidl ha dicho que esta película habla de “muchas cosas”. Quizás algunas de ellas sean las que aquí he apuntado.

Notas

[1] La película recibió el Gran premio del Jurado en la “Mostra del cinema” de Venecia. Recuérdense entre otros títulos, Tierische Liebe (1996), la trilogía Paradise: Paradise: Love (2012), Paradise: Faith (2012), Paradise: Hope (2013), seguida de Im Keller (2014) e Ich seh (2014). 

[2] Manuel Vázquez Montalbán, Panfleto desde el planeta de los simios, Barcelona, Crítica, Grijalbo Mondadori, 1995, p. 71.
[3] Es curiosa la coincidencia con el caso reciente de un retén de incendios que, como dice el título de la noticia, “Atropella a un lobo ibérico y posa ufano con él mientras lo sostiene por las orejas” (Diario Público, 26 de noviembre de 2017).
[4] Ha dicho Ulrich Seidl: «Me he puesto en viaje para descubrir y mostrar lo que motiva a tantas personas a cazar y cómo esta actividad puede convertirse en una obsesión. Pero durante la elaboración del film se ha convertido también en un film sobre el concepto de matar: matar por el placer de hacerlo sin estar nunca realmente en peligro, matar como una especie de liberación emotiva.Conocía a cazadores que mataban, pero no a parejas y familias que se besan y se congratulan entre ellos tras la matanza. El acto de matar parece para ellos un acto libídico».
[5] Otro leitmotiv es el esmero con que esos personajes cuidan sus jardines, con parterres y plantas ordenadamente dispuestas.
[6] Manuel Vázquez Montalbán, op. cit., pp. 75-76.
[7] La periodista canadiense Naomi Klein cita ese entrecomillado de Marcos transcrito por Robert Collier, Commander Marcos Identifies With All, “San Francisco Chronicle”, 13 de junio de 1994.
[8] Me apropio de los términos de Vázquez Montalbán, op. cit., p. 70.

11 /

2016

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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