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José Luis Gordillo

¿Y ahora qué?

Con la proclamación de la república catalana, el 27 de octubre, culmina el ciclo político iniciado el 11 de septiembre de 2012. Dicha declaración fue recibida con caras de felicidad y lágrimas de emoción por las miles de personas congregadas ante el Parlament o en la plaça de Sant Jaume de Barcelona. Mientras las multitudes reían, lloraban y bailaban de gozo y satisfacción, los consellers del Govern de la Generalitat recién «independizada» tomaban la decisión de aparcar los veintisiete decretos con los que, entre otras cosas, pretendían expedir el DNI catalán, regular la adquisición de la nacionalidad catalana o controlar el territorio catalán. Al parecer (El Confidencial, 28-10-2017), los consellers también tomaron la decisión de entregar sin resistencia, más allá de gestos y declaraciones de cara a la galería, las llaves de la Generalitat a la autoridad que les sustituya, que no será otra que el presidente del Gobierno español. Teniendo en cuenta que eso se hubiera podido evitar si Puigdemont hubiera convocado elecciones autonómicas, tenemos todo el derecho del mundo a gritar a pleno pulmón: «¡¡Catalanes, si no queríais PP, tomad dos tazas, y dadles las gracias a todos los que lo han hecho posible!!».

La gran paradoja es que Catalunya de facto está más lejos hoy de llegar a ser un Estado independiente que en 2012, y resulta que de esta situación son corresponsables los partidos independentistas por su apuesta por las vías de hecho y las políticas del «cuanto peor mejor». No se trata sólo de que nadie ha reconocido la independencia de Catalunya, o que internamente sólo la apoya una amplia pero ruidosa minoría, o que la Generalitat no controle sus fronteras, puertos o aeropuertos, o que no disponga de una hacienda, poder judicial, seguridad social o catastro propios (objetivos todos ellos señalados en la llamada Ley de Transitoriedad Jurídica aprobada por el Parlament el 7 de septiembre pasado), sino que tampoco controla ya la financiación de la Generalitat o el cuerpo de los Mossos d’Esquadra, algo que sí podía hacer antes de la ruptura con la legalidad vigente decidida por JxSí y la CUP y la previsible respuesta a la misma en forma de aplicación del artículo 155 de la CE. Con la aplicación de dicho artículo, el president de la Generalitat ha perdido incluso una de sus más importantes prerrogativas, a saber: la potestad de convocar elecciones autonómicas anticipadas. Eso es lo que hizo pocas horas después Rajoy, demostrando así que ser el secretario general de uno de los partidos más corruptos de España (el otro es Convergència i Unió, hoy Partit Democràta Europeu Català) no está reñido con la inteligencia política.

¿Adónde ha ido a parar, pues, la tan soñada y anhelada independencia tras haber sido solemnemente declarada en sede parlamentaria? Ha ido a parar al mismo lugar donde se encuentra la Ínsula Barataria de Sancho Panza: a la imaginación enfervorizada de miles de personas. Por supuesto, no cabe despreciar el poder simbólico de esa república imaginaria (no deseada, por cierto, por el 71% de los catalanes; véase la encuesta publicada en El País, 20-10-2017), ni su potencial movilizador.

Ignacio Escolar («El martirio», Eldiario.es, 27-10-2017) ha explicado que en una conversación privada con un diputado independentista en septiembre pasado, éste le reconoció que la independencia efectiva seguía siendo un objetivo difìcilmente realizable, pero que ellos habían decidido convertirse en mártires de esa causa, mediante la aprobación de las llamadas leyes de desconexión, para que fuera posible un avance real hacia la independencia en un futuro lejano. Está pues en las previsiones de las autoridades independentistas ser procesadas y encarceladas con la esperanza de que su sacrificio sea un estímulo para la movilización en las calles y un ejemplo para las generaciones futuras. Con ello esperan, no alcanzar la independencia efectiva de Catalunya en los próximos dos o tres años, sino que esa cuestión siga siendo el eje central de la agenda política catalana en las próximas dos o tres décadas.

En lo inmediato, el minoritario sindicato CSC (Confederació Sindical Catalana) ha lanzado una convocatoria de huelga política entre el 30 de octubre y el 9 de noviembre —11 días de huelga general continuada, lo nunca visto— para defender la república proclamada. Dudo que la mayoría de la gente llegue a tener siquiera conocimiento de dicha convocatoria; no obstante, vale la pena hacer una breve reflexión al respecto. En sus inicios, las huelgas las convocaban los trabajadores para, entre otras cosas, perjudicar la cuenta de beneficios de sus patrones. ¿A quién perjudicaría esa hipotética huelga convocada por CSC? Pues a todos los catalanes de forma transversal, por utilizar esa expresión que tanto gusta a los independentistas, esto es, a los empresarios y a los trabajadores a la vez, ya que se trata de una huelga que, como la que seguramente se convocará si Puigdemont, Junqueras y compañía son detenidos y encarcelados, no se va a hacer para alcanzar mejoras en las condiciones de trabajo de los asalariados, sino para impulsar una supuesta revolución «nacional», ni de derechas ni de izquierdas, que pretende romper los vínculos de solidaridad entre los trabajadores de toda España, los sindicatos de clase de ámbito español o la caja común de la seguridad social, de la que dependen las pensiones y los subsidios de desempleo de todos.

Por otra parte, hay propuestas para continuar por las vías de hecho, con profundo desprecio a los procedimientos más básicos de la democacia, como es la creación de una nueva institución de representación compuesta por los alcaldes y concejales independentistas, la cual sería la encargada de aplicar las medidas señaladas en la declaración de independencia. Con ello nos podemos encontrar en un par de meses con una Catalunya donde haya dos pueblos, dos gobiernos, dos parlamentos y dos legalidades, la mejor receta para provocar depresión económica y colapso social.

Hay quien piensa que la proclamación de la república catalana acelerará la crisis del régimen del 78, que será la chispa que encenderá por toda España la rebelión contra las élites extractivas que han hecho pagar a los trabajadores la crisis de 2007-2008. Piadosos deseos. El asunto de Catalunya es visto en todas partes, en España y en Europa, como el típico problema planteado por los habitantes de las zonas ricas que no quieren pagar impuestos para sufragar las necesidades de los habitantes de las zonas pobres. Seguro que se lo han explicado mal (¿seguro?), seguro que están todos muy manipulados, pero a partir de esa percepción difícilmente se va a solidarizar nadie con los catalanes que empezaron a manifestarse por la independencia en 2012 al grito de «¡España nos roba!» para, a continuación, convocar un congreso de historiadores titulado «Espanya contra Catalunya». Calificar de ladrones o de opresores a todos los españoles no parece la forma más inteligente de hacer amigos más allá del Ebro. En todo caso, todo el mundo debería tener claro que los independentistas catalanes no persiguen echar al PP del gobierno, tampoco pretenden participar en un proceso constituyente en España, ni les interesa regenerar democráticamente el sistema del 78. A los independentistas catalanes únicamente les interesa la independencia de Catalunya. Nunca querrán acompasar sus movilizaciones a las de otras zonas de España, nunca querrán coordinarse con quienes las impulsan, ni establecer un programa de acciones conjuntas. Del resto de España sólo esperan apoyo gratuito y desinteresado para su autodeterminación sin aceptar ninguna clase de compromisos recíprocos.

El bloque independentista está formado por ERC, PDeCAT y la CUP, así como por sectores minoritarios del espacio de los comunes: Revolta Global, POR, indepes de ICV y algunos diputados o concejales que van por libre haciendo abstracción del no independentismo de la inmensa mayoría de sus votantes. La CUP y los indepes de los comunes se declaran anticapitalistas, pero las políticas favorables a las necesidades de los de abajo se dejan para después de hacer efectiva la independencia de Catalunya, dado el caracter tremendamente revolucionario, según ellos, de este objetivo. Eso significa que se van a ocupar de los catalanes desfavorecidos (de los españoles en el umbral de la pobreza no quieren saber nada, salvo que sean de los països catalans) después de después de que se inicie un proceso constituyente, después de después de que se redacte una Constitución, después de después de que el nuevo Estado sea reconocido por todos los estados del mundo, después de después de que se tenga un control efectivo del territorio, después de después de que hayamos sido aceptados en la Unión Europea (ese lugar tan favorable a los intereses de los trabajadores), la OTAN, la OCDE, la ONU, el FMI, el BM, después de después de que hayamos pagado la deuda heredada del Estado español, etcétera, etcétera. Los asalariados catalanes de rentas bajas pueden esperar sentados, pues la cosa va para largo.

El 15-M liberó en toda España una energías de cambio y transformación que ha permitido los avances políticos de los últimos años. En Catalunya, sin embargo, esa energía fue habilmente redirigida hacia el imposible objetivo de la «independencia». Y aquí estamos, teniendo que decidir a qué bando tenemos que apoyar: al bloque «constitucionalista» o al bloque independentista.

Bien es cierto que la convocatoria de elecciones autonómicas para el próximo 21 de diciembre obliga a todo el mundo a tomar posición. Los partidos disponen solamente de diez días para presentar candidaturas. Deben darse prisa. La CUP, de momento, parece decidida a no participar. No se puede más que mostrar admiración por su coherencia y animarles a que no desfallezcan. Albano Dante, de Podem Catalunya, afirma querer seguir el mismo camino. Adelante, pues. Y por lo que se refiere a los indepes del espacio de los comunes, ya es hora de que alguien les explique que entre la independencia imaginaria y la no independencia real, no hay nada. Ante nosotros sólo hay dos líneas a seguir: continuar a remolque de los partidarios del «nosaltres sols» y su interminable procés hacia la independencia dentro de unas cuantas décadas, o estrechar vínculos con la España antifascista y anti-PP favorable a una regeneración democrática del sistema político vigente. En el medio de esa disyuntiva tampoco hay nada.

29 /

10 /

2017

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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