La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
David Rodríguez
Incendios forestales en Galicia: un problema político estructural
En el siglo XIX, un monje benedictino llamado Rosendo Salvado, natural de la villa de Tui, bañada por las aguas del Miño como su hermana portuguesa de Valença, trajo a Galicia, desde Australia, las que pasan por ser las primeras semillas de eucalipto existentes en esta parte del mundo. Todavía hoy, en el vigués parque de Castrelos, se conservan unos grandes ejemplares de eucalipto hijos de esas semillas importadas por el fraile. Obviamente, Salvado no es culpable del papel que habría de desarrollar esa especie en los recurrentes incendios gallegos; su intención era más científica que otra cosa, pero lo cierto es que, con el tiempo, el eucalipto se acabará convirtiendo en un auténtico problema para el país.
En la antigua Galicia agraria, lo que se llamaba monte, era algo más que un accidente geográfico o una aglomeración de árboles. El monte en la economía campesina de subsistencia ejercía múltiples funciones: proveedor de leña y frutos, fuente de matorral para la creación de estiércol, lugar de pasto etc., y se consideraba monte tanto a la superficie arbolada como a la rasurada y ocupada por tojo y otros arbustos.
Las primeras forestaciones de carácter industrial realizadas en Galicia se producen en pleno franquismo. Como muestra la historiadora Ana Cabana en su libro La derrota de lo épico (Universitat de València, 2013), la apropiación por el Estado franquista de la vieja figura del monte comunal —un tipo de propiedad existente en Galicia y el norte de Portugal— para plantar grandes masas de pinares, contó con una gran oposición en el mundo agrario; bien que, casi siempre, usando las «armas de los débiles» (microresistencias como podían ser el arrancado de ejemplares etc.). El mundo campesino veía en aquella política del Estado una agresión a un monte que los vecinos habían utilizado ancestralmente (“o monte é noso”, el monte es nuestro, era la consigna).
También en pleno franquismo, se concede a la papelera ENCE la ubicación privilegiada que actualmente goza en la ría de Pontevedra. El área era un rico banco marisquero y un demandada zona de recreo y playa para los habitantes de la ría. Esta función todavía la conserva esa zona de Galicia en el presente, pues es precisamente en la ría de Pontevedra donde se ubica la llamada Marbella gallega, Sanxenxo, lo que demuestra la contradicción entre el modelo económico de industrialización colonial extractiva y el modelo económico, no menos colonial, de la turistificación. Un emplazamiento que el gobierno en funciones de un habitual de los veranos de Sanxenxo, Mariano Rajoy, prorrogó, en 2016, por 60 años, lo que provocó que el ayuntamiento de la ciudad de Pontevedra lo declarase persona no grata. Pero esta sinergia entre ENCE y el PP no debe extrañar si tenemos en cuenta que el consejo de administración de la pastera es un claro ejemplo de puertas giratorias. En este momento, cuenta entre sus miembros con la ex ministra de Medio Ambiente, Isabel Tocino, y con el ex conselleiro de Medio Ambiente, Carlos del Álamo.
La llegada de ENCE a Galicia, una industria de enclave, no transformadora, marca un antes y un después en lo que refiere a la política forestal aplicada en esta tierra. El eucalipto, un árbol de crecimiento extraordinariamente rápido, pero también una especie pirófita (está adaptada para convivir con los incendios) y parasitaria de grandes cantidades de agua, se extiende por toda la fachada atlántica y cantábrica, donde las temperaturas suaves y la abundante humedad permiten su desarrollo, ocupando tierras agrarias y el antiguo y multifuncional monte.
Otra de las claves para la proliferación de los incendios forestales tiene que ver con el despoblamiento del campo gallego. Al fenómeno de la emigración masiva de los cincuenta y sesenta —primero a Latinoamérica y después a las grandes ciudades europeas y españolas— hay que añadir el éxodo de las zonas rurales a las urbanas dentro de la propia Galicia (hoy en día, el 70% aproximadamente de la población gallega vive en la fachada atlántica, donde la agricultura sólo sobrevive como auténtico medio de vida en la industria del vino). Esto último contribuirá a que el modelo de producción del desarrollismo inmobiliario transformase las villas y ciudades en feos y caóticos conglomerados de edificaciones sin ordenamiento urbanístico; un tipo de urbanismo que se replicará en las zonas rururbanas y rurales dando lugar a la barra libre para la construcción de casas en medio de un monte transformado en una selva. El sucesivo abandono del rural recibirá su estocada final con el duro golpe sufrido por la agricultura gallega con las condiciones negociadas por el Estado español para la entrada en la Unión Europea; unas condiciones encaminadas, entre otras cosas, a desmantelar el sector lácteo (en su momento representante de casi la mitad del sector lácteo del Estado español y competidor con los existentes en otras partes de Europa).
La enorme fragmentación de la propiedad de la tierra en Galicia, también de la propiedad del monte, llevó consigo que el cada vez más abandonado rural sustituyese a la agricultura por la explotación maderera, y que ésta se basase, por razones de pura eficiencia económica, en la explotación del eucalipto. Este tipo de explotación forestal sin vinculación con ninguna economía agraria que da como resultado montes sin limpiar (el matorral que generan los montes gallegos es inmenso), sumado a la abstención política de la Xunta de Galicia a la hora de ordenar el territorio (el laissez faire laissez passer liberal es la norma) ha creado, especialmente en la fachada atlántica, más habitada, una bomba de relojería.
Para hacer frente a los recurrentes y cada vez más peligrosos incendios forestales, la administración autonómica capitaneada por Manuel Fraga dedicó en su momento ingentes recursos públicos a políticas centradas en la extinción y no en la prevención. Cada verano, la propaganda fraguista presumía del bien equipado servicio de extinción forestal de la Xunta. El gobierno de Feijóo sigue gastando enormes sumas de dinero en la extinción, socializado así los costes de producción de la pasta de papel, pero, además, la sucesiva fragmentación y privatización de los servicios de extinción contribuyeron a la creación de una auténtica economía del fuego donde las grandes beneficiarias son empresas como Martinsa-FCC, Inaer o Seganosa.
Para el biólogo y experto en el tema, Xabier Vázquez Pumariño, a las causas del fuego en Galicia ya esbozadas hasta ahora, habría que añadir dos más. Por un lado, el propio clima. El verano en Galicia, especialmente en el sur, constaba de dos meses secos. El cambio climático no ha hecho más que extender este período de sequía. Por otro lado, la permanencia, en lo que queda de un rural muy envejecido, de una «cultura del fuego», donde este se usa para la creación de pastos, o la limpieza del monte. Unas prácticas no sostenibles con el estado actual de la floresta que, además, explican que lo que el PP se empeña en caracterizar como una «trama incendiaria», siempre acabe dando como resultado la detención de señores o señoras de avanzada edad que quemaban rastrojos en alguna finca, perdiendo el control sobre el fuego. Este uso popular del fuego explicaría, también, los incendios que se producen en zonas de Galicia todavía no colonizadas por el eucalipto (como los fuegos producidos este otoño en varias zonas de montaña del sur y el oriente gallego).
Salvo en el año 2006, en que la ola incendiaria coincidió con el gobierno del bipartito PSdG-BNG en la Xunta, y en el que Feijóo no dudó en «politizar», de manera rastrera y cortoplacista, la cuestión de los incendios, lo habitual es que el PP reduzca todo este problema estructural a una cuestión penal. Es decir, los culpables son los incendiarios o, cuando se ponen estupendos, las tramas terroristas de pirómanos. Pero lo cierto es que la ausencia de politización —en el mejor sentido del término— del asunto de los incendios, la desidia para intervenir desde la administración en el ordenamiento de los montes privados y en el caos urbanístico rampante, así como la puesta del gobierno gallego al servicio del gran capital provoca que en Galicia vivamos la cuestión como un eterno día de la marmota, con la salvedad de que, cada vez, los incendios parecen más peligrosos y mortíferos. Día de la marmota que también experimentamos cuando, cíclicamente, se producen «accidentes» (naufragios de petroleros, accidentes de tren…) en nuestro territorio. Demasiado a menudo, y cada día de manera más extendida, los gallegos y gallegas tenemos la sensación de que el Estado, entendido este en sentido amplio, como el conjunto de instituciones que deberían velar por sus ciudadanos, simplemente desaparece cuando acontecen estos desastres «azarosos» y que es la gente de a pie la que debe tomar las riendas y tratar de salvar la situación. Una y otra vez, y para distintos tipos de catástrofes, escuchamos en Galicia el grito de “Nunca Máis”. Con él se pretende expresar esta sensación de ser dejados a la intemperie precisamente cuando más se necesitaría la coordinación, atención e implicación de las administraciones.
En el vecino Portugal, que, en su parte norte, y a grandes rasgos, comparte los mismos tipos de problemas que los aquí mencionados para Galicia, el gran incendio que asoló la localidad de Pedrógão Grande marcó un antes y un después en lo que se refiere a la aproximación política a la cuestión de los incendios forestales. El gran número de víctimas mortales y la devastación producida por ese incendio llevó al gobierno portugués a decretar una moratoria a la plantación de eucaliptos. Tras los incendios de este octubre en territorio portugués, el tema forestal vuelve a ocupar la agenda política al más alto nivel.
Lejos de hacer algo similar, el Parlamento gallego aprobó el 19 de octubre la llamada “Ley de implantación de iniciativas empresariales”, lo que aquí ya se conoce como Ley de Depredación de Galicia, un texto que pondrá el territorio al servicio de cualquier proyecto minero-extractivista interesado y que se arrogará el derecho de expropiación en base a un difuso interés general. Por lo tanto, poco podemos esperar del gobierno Feijóo en lo que se refiere a racionalizar y ordenar el monte gallego, a incentivar la actividad agraria, a solicitar la responsabilidad social corporativa a ENCE y a fomentar el ordenamiento urbanístico tanto en el rural como en las zonas rururbanas que rodean a las ciudades gallegas; un mundo rururbano desordenado que explica por qué, este otoño, las llamas llegaron, nada menos, que a calles céntricas de Vigo, la ciudad más grande de Galicia.
[David Rodríguez es un activista gallego y autor del blog ofonambulistacoxo]
28 /
10 /
2017