La diferencia fundamental [de la cultura obrera] con la cultura de los intelectuales que tan odiosa me resultaba es el principio de modestia. El militante obrero, el representante obrero, aunque sea culto, es modesto porque, se podría decir, reconoce que existe la muerte, como la reconoce el pueblo. El pueblo sabe que uno muere. El intelectual es una especie de cretino grandilocuente que se empeña en no morirse, es un tipo que no se ha enterado que uno muere, e intenta ser célebre, hacerse un nombre, destacar… esas gilipolleces del intelectual que son el trasunto ideal de su pertenencia a la clase dominante.
Los refugios de la memoria
papelesmínimos,
Madrid,
85 págs.
Escuchar la propia voz interior
J.-R.C.
Formalmente se trata de un libro autobiográfico. Solo recorreré ese relato para que el lector sepa qué puede tener entre las manos. A J. L. Cancho (Valladolid, 1952) la policía política franquista le detuvo por primera vez a los 17 años: en el instituto donde estudiaba habían aparecido octavillas del sindicato democrático de estudiantes y el director le señaló a la policía porque había estado en el extranjero. A partir de ahí las detenciones menudearon. El 18 de enero de 1974 cayó al vacío desde el tercer piso de la Comisaría de Fachadolid. No sabe, no puede recordar, si los sicarios de la BPS le tiraron por creer que le habían matado o se tiró él para escapar a la tortura. Fue largamente hospitalizado. El testimonio de un guardia decente les valió un procesamiento a sus torturadores, pero no fueron juzgados al aplicárseles la Amnistía política de 1977, que no se limitó a los delitos políticos sino que fue extendida a las torturas y al genocidio. Cancho era entonces militante de un pequeño partido político de la izquierda comunista.
La vida de Cancho prosigue con experiencias más contraculturales que políticas que no se relatarán aquí, salvo recordar que en los años siguientes resonaban los ecos de la generación beat. Pero lo notable, lo excepcional de este libro no son los pasos de un relato, sino la búsqueda del autor de su verdadera voz interior, del desasimiento, del estar presente consigo mismo. Algunas de las escuetas confesiones de Cancho hacen pensar en las de Agustín de Hipona, pero las más de las veces el autor se alinea más bien, a mi modo de ver, con Juan de la Cruz y los escritores espirituales. Su prosa es desnuda, evita las anécdotas tanto como los adjetivos. Y el lector, en este mundo de vorágine, de señales confusas por todas partes, puede detenerse, escuchar también su voz interior.
Se trata, en suma, de un libro especial, único, muy valioso, cuya lectura merece ser recomendada muy calurosamente.
15 /
10 /
2017