¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Giaime Pala
Pasado y presente de la Revolución Rusa
Este texto es el capítulo final del libro Crisis y revolución. El movimiento obrero europeo durante la guerra y la revolución rusa (1914-1921), coordinado por Alejandro Andreassi y editado por El Viejo Topo en octubre de 2017. También ha sido publicado en la página web de El Viejo Topo el 23-10-2017.
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En un artículo publicado por el diario La Vanguardia el 3 de marzo de 2017, el historiador y politólogo Walter Laqueur (1921) afirmó que “hasta finales de los años ochenta existía un consenso general en el sentido de que el acontecimiento más importante que tuvo lugar en 1917 fue la revolución bolchevique. Pero, cien años después, resulta dudoso que ni siquiera el Partido Comunista de Rusia siga con gran atención el citado acontecimiento” [1]. En su opinión, hoy deberíamos ver que en 1917 se desarrollaron otros hechos más importantes que los que acaecieron en Rusia: por lo pronto, la carta que el ministro de Exteriores británico, Arthur James Balfour, envió en noviembre de ese año a la organización sionista de su país para comunicarle que “el gobierno de Su Majestad veía con buenos ojos la creación en Palestina de una patria nacional para el pueblo judío” [2]; y en segundo lugar, que en abril de 1917 Estados Unidos entró en la política mundial al declarar la guerra a Alemania. De una forma evidente aunque no explícita, pues, se da a entender que el parámetro con el cual hay que evaluar la importancia de una serie de sucesos acontecidos en un mismo año, es el de la longevidad y el éxito de sus protagonistas. De modo que la disolución en 1991 de la Unión Soviética redimensionaría à rebours la importancia de la Revolución Rusa de 1917; máxime si la comparamos con la historia de países que todavía son protagonistas en la escena internacional como Estados Unidos e Israel.
Estas consideraciones no sólo son presentistas, sino que también suenan a insinceras. Sobre todo porque son formuladas por un historiador prestigioso [3] que no puede ignorar que el proyecto sionista tardó décadas en concretarse y que, hasta 1947, mantuvo una tensa relación con ese mismo gobierno británico que en 1917 declaró su voluntad de apoyarle; o que la entrada en la política mundial de Estados Unidos en 1917 no fue realizada con la intención de ejercer un papel de potencia global capaz de moldear las relaciones económicas y geopolíticas de los distintos continentes (suponiendo, aunque no admitiendo, que estuviera en condiciones de hacerlo en 1917 o incluso antes de que —como vieron in illo tempore economistas de la talla de Alvin Hansen, Paul M. Sweezy o Josef Steindl— el aumento del gasto militar en la Segunda Guerra Mundial sacara al país del estancamiento económico que le afligía desde 1929) [4].
En realidad, la reflexión de Laqueur confirma la validez de la advertencia del filósofo Benedetto Croce según la cual “toda historia es historia contemporánea”, en el sentido de que la coyuntura política y cultural del presente termina influyendo en el juicio del historiador [5]. Y, en este caso, Laqueur relativiza el alcance histórico de la Revolución Rusa con el objetivo de exorcizarla o, cuando menos, de disminuir su legado en un momento en que el capitalismo atlántico sigue sin encontrar la vía para acabar de salir de la mayor crisis económica de los últimos setenta años.
Con todo, su generación, incluyendo en ella a la parte más anticomunista, nunca dudó antes de 1989 de que los acontecimientos rusos de 1917 marcaron inmediatamente un antes y un después en la historia mundial, en tanto que dieron vida a un movimiento, el comunista, que no ha sido “solamente la galería de horrores dictatoriales y de miseria moral y material al que ahora se le suele reducir: ha sido un movimiento colectivo que ha implicado la vida de millones de personas y que ha asumido con los años un carácter cada vez más diferenciado y menos unitario; que ha marcado en profundidad la historia de las relaciones internacionales y la de distintos países, fundiéndose —de varias maneras— con la especificidad de sus tradiciones nacionales y sus conformaciones sociales; que ha plasmado directa o indirectamente la organización económica, los sistemas políticos, las coordenadas culturales del mundo contemporáneo y, sobre todo, de Europa” [6].
Estas consideraciones del historiador italiano Aldo Agosti apuntan a otra realidad que ni siquiera un intelectual liberal como Laqueur podría negar; a saber: que sin el movimiento comunista tampoco puede entenderse la historia del capitalismo del siglo XX y sus transformaciones. Pensemos, verbigracia, en la reordenación del capitalismo global pactada por los países occidentales en los acuerdos de Bretton Woods de 1944, pivotados alrededor de la progresiva apertura de los mercados internacionales, la estabilidad monetaria y el objetivo de conseguir un aumento del crecimiento y de la productividad de las economías [7]. Desde una posición de fuerza, el gobierno estadounidense impulsó este modelo convencido de que un capitalismo abierto habría creado las condiciones para acrecentar el bienestar de las poblaciones del mundo, lo que, a su vez, habría atemperado los conflictos de clase que caracterizaron al mundo anterior y fortalecido las instituciones de la democracia liberal americana adoptadas por otros países a partir de 1945. En definitiva, un modelo concebido para ganar la lealtad de los trabajadores al sistema y alejarlos de las ideas anticapitalistas pregonadas entonces por la Unión Soviética y, más en general, por los partidos comunistas de todas las tendencias.
El mismo discurso se puede aplicar a la socialdemocracia europea; un espacio político que, a diferencia de lo que explicó Tony Judt en su celebrado libro Postguerra [8], no se movió de forma autónoma a la hora de construir potentes Estados del Bienestar en la Europa Occidental de los “Trente Glorieuses” (1945-1975), sino que promovió avanzados programas de redistribución de la riqueza también por la necesidad de competir con un movimiento comunista rival que, en algunos países como Italia y Francia, llegó a ser hegemónico en el ámbito de la izquierda y que obligó a los socialdemócratas a mantener un nivel de autoexigencia social elevado. La transformación, en los años noventa, de los partidos laboristas y socialdemócratas en organizaciones socioliberales y sensibles al monetarismo friedmaniano, nos indica que el intento de formular una política socialdemócrata en ausencia de un contrapunto comunista parece “históricamente inverosímil” [9].
Mientras duró su capacidad de encarnar una alternativa creíble al capitalismo, la Unión Soviética representó el mejor acicate para que las élites occidentales se avinieran a buscar el consenso de sus trabajadores mediante la plena ocupación, la intervención del Estado en la economía y la introducción de derechos sociales inéditos en la historia contemporánea. Y su declive corrió parejo al rearme ideológico de los partidarios de un capitalismo desregulado y agresivo. En efecto, la imposibilidad para Moscú de sostener un abultado gasto militar para hacer frente a la confrontación bipolar y, al mismo tiempo, de aumentar los bienes de consumo y la productividad del sector agrícola, le impidió afianzarse socialmente en los países de su bloque y le obligó a emplear la fuerza militar para aplacar las puntas más elevadas del descontento popular (como en Hungría en 1956 o en Checoslovaquia en 1968). Y el estancamiento económico de los años setenta, agravado por los gastos relacionados con el intervencionismo militar en África y Afganistán, además de la escasa voluntad del PCUS de democratizar la vida política de la federación, proyectaron finalmente la imagen de una URSS esclerotizada e incapaz de revertir la lenta decadencia a la que estaba sumida [10].
Quien mejor supo captar ese momento histórico fue tal vez el secretario general del Partido Comunista Italiano (PCI), Enrico Berlinguer (1922-1984), el cual, tras el golpe de Estado del general Jaruzelski en Polonia en 1981 —y en continuidad con una crítica de los regímenes del “socialismo real” que tuvo sus inicios en la condena por parte del PCI de la invasión soviética de Praga de 1968— llegó a declarar en una rueda de prensa: “Lo que ha acaecido en Polonia nos lleva a considerar que, efectivamente, la capacidad propulsiva de renovación de las sociedades, o cuando menos de algunas sociedades, que se han creado en el Este europeo, se ha agotado. Hablo de un empujón propulsivo que se ha manifestado durante largos periodos, que tiene su fecha de inicio en la revolución socialista de Octubre, el más grande acontecimiento revolucionario de nuestra época, y que ha dado lugar a una serie de acontecimientos y luchas por la emancipación amén de una serie de conquistas. Hoy hemos llegado a un punto en que aquella fase se cierra” [11].
Leídas hoy con desapasionamiento y la ventaja con nos da el tiempo pasado, hay base para afirmar que las palabras de Berlinguer señalaron con acierto la imposibilidad de que aquellos regímenes pudieran reformarse en un sentido plenamente democrático. En suma, que aún tuvieran la fuerza para regenerarse y seguir presentándose como modelos políticos atractivos para todos aquellos que aspirasen al rescate social, económico y cultural de las grandes masas de Occidente y del Tercer Mundo. Es por ello por lo que, en sus últimos años de vida, el líder del PCI luchó, incluso dentro de su misma organización, para dar vida a un tipo de socialismo que él definió como “tercera vía” entre la socialdemocracia europea y el socialismo soviético; un modelo que, basándose en la lección de Marx y Gramsci y sin renegar del legado de Lenin, supiera perseguir la superación del capitalismo sin por eso sacrificar la libertad política de los ciudadanos, y que incorporara en su visión del socialismo a los nuevos problemas civilizatorios que impedían el libre desarrollo de los pueblos: el peligro de la guerra nuclear, la crisis ecológica y el declive energético, la discriminación de género y la situación dramática de un Sur del planeta pobre y víctima de los intereses económicos occidentales [12].
En opinión de quien esto escribe, el de Berlinguer fue el último intento significativo de desvincular —para salvarlo— el legado de la Revolución Rusa de la trayectoria concreta de las sociedades nacidas de ese acontecimiento. Desde luego, no lo fue la confusa e improvisada reforma gorbachoviana ni, mucho menos, la apertura de China al libre comercio impulsada por Deng Xiaoping en el marco de un capitalismo dirigista y autoritario.
Así las cosas, la suerte política e historiográfica de la Revolución Rusa recibió un duro golpe a causa del final repentino de la Unión Soviética y de su bloque en el trienio 1989-1991 [13]. Y el exagerado cold war triumphalism que experimentó Occidente después de la caída del Muro de Berlín, dificultó durante años un estudio serio y ponderado de la trayectoria del comunismo de matriz tercerinternacionalista (y, dicho sea paso, del igual de problemático liberalismo occidental) [14]. Es decir, un estudio que, sin dejar de analizar sus páginas más oscuras y terribles relacionadas con el estalinismo, afrontara el reto de explicar la complejidad de un movimiento plural, que movilizó a millones de personas por la universalización del sufragio universal, la justicia social y la participación en una escena política casi siempre dominada por pequeñas élites autorreferenciales y/o protegidas por la fuerza de las armas. En una palabra, un movimiento de progreso. En otra, de emancipación. Este es el tipo de historia que reclamó aquí en España el añorado Francisco Fernández Buey en sus últimos años de vida [15]. Y es el que han practicado los autores del libro que el lector tiene ahora en sus manos.
Notas:
[1] Walter Laqueur, “1917, un año de aniversarios”, La Vanguardia, edición del 3 de marzo de 2017.
[2] Ibidem.
[3] Autor de decenas de libros sobre la historia de Europa y de Oriente Medio en el siglo XX, Laqueur es también un estudioso de la URSS y autor de libros que, en su momento, crearon debates en la comunidad académica como The Soviet Union and the Middle East (1959), The Fate of the Revolution: Interpretations of Soviet History (1967), Soviet Realities: Culture and Politics from Stalin to Gorbachev (1990).
[4] Sobre la fenomenología histórica del proyecto sionista en Palestina en los años 1917-1947, véase: Ilan Pappé, A History of Modern Palestine: One Land, Two Peoples, Cambridge, Cambridge University Press, 2004, pp. 72-122; en cuanto al intenso debate inherente al estancamiento económico estadounidense en los años treinta, sigue siendo útil: Paul M. Sweezy, “Why Stagnation”, Monthly Review, 34 (1982), n. 2, pp. 1-11 (consultable ahora en red en el enlace: https://monthlyreview.org/2004/10/01/why-stagnation/).
[5] Benedetto Croce, Teoria e storia della storiografia, Bari, Laterza, 1963 (primera edición, 1917), p. 4.
[6] Aldo Agosti, Bandiere rosse. Un profilo storico dei comunismi europei, Roma, Editori Riuniti, 1999, pp. 15-16. La traducción al castellano es mía.
[7] Barry J. Eichengreen, The European Economy Since 1945: Coordinated Capitalism and beyond, Princeton N.J., Princeton University Press, 2007; y también: Charles S. Maier, “The world economy and the Cold War in the middle of the twentieth century”, en Melvyn P. Leffler y Odd Arne Westad (eds.), The Cambridge History of the Cold War, vol. 1, Cambridge, Cambridge University Press, 2010, pp. 44-66.
[8] Tony Judt, Postguerra. Una historia de Europa desde 1945, Madrid, Taurus, 2006.
[9] Dylan Riley, “Tony Judt: una mirada más fría”, New Left Review (edición en castellano), n. 71, diciembre de 2011, p. 53.
[10] La reconstrucción más convincente del lento declive soviético a partir de los años sesenta es la de Vladislav M. Zubok, Un imperio fallido. La Unión Soviética durante la Guerra Fría, Barcelona, Crítica, 2008.
[11] Antonio Tatò (ed.), Conversazioni con Berlinguer, Roma, Editori Riuniti, 1984, p. 271. La traducción al castellano es mía.
[12] Sobre el último Berlinguer, véase: Guido Liguori, Berlinguer rivoluzionario, Roma, Carocci, 2014, cap. 3; y también la excelente antología de escritos de Berlinguer, editada por Miguel Gotor, La passione non è finita. Scritti, discorsi, interviste (1973-1983), Turín, Einaudi, 2013.
[13] Léanse, al respecto, las interesantes reflexiones que formula David Priestland en la introducción de su Bandera Roja: historia política y cultural del comunismo, Barcelona, Crítica, 2010.
[14] Ellen Schrecker (ed.), Cold War Triumphalism: The Misuse of History After the Fall of Communism, New York, New Press, 2004.
[15] Francisco Fernández Buey, “Marx e os marxismos”, Política Democrática. Revista de Política e Cultura, año 1, n. 1, 2001, pp. 152-164.
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