¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Simbad el Marino
Las padanias
Hace unos años una minoría de piamonteses quizo constituir un estado independiente de Italia: la Padania. La zona más rica de la península. El argumento que entonces impulsaba emociones secesionistas era «Roma ladra» (Roma ladrona), tan parecido al «Madrid ens roba» de los secesionistas de Cataluña. Los dineros: si non é vero é ben trovato. Hoy de aquella Padania, de su extravagante parlamento en la sombra, quedan unas pocas personas que sólo han dejado de pasar desapercibidas al exhibir banderas cuatribarradas en solidaridad con los independentistas catalanes.
En Irlanda del Norte, años y años de lucha armada, del ejército en las calles de Belfast, de Reverendo Pasley y de Sinn Fein, con el IRA y los probritánicos combatiendo a tiros y a bombazos, con división entre católicos y protestantes, acabaron en el abandono de las armas por el IRA, en una negociación política, y en la consecución de una autonomía para Irlanda del Norte que, todo hay que decirlo, es mucho menor que la disfrutada estos años por Cataluña con cualquiera de sus sucesivos Estatuts (aunque sin una corrupción como la de los Pujol y su partido).
Y en Euskadi, tras el fracaso del Plan Ibarretxe también hace unos años, Arnaldo Otegi gritaba en los mítines: «¡Nos vamos a ir! ¡Nos vamos a ir!». No se fueron. ETA vino a reconocer que había perdido, los nacionalistas aceptaron la legalidad, gobiernan ayuntamientos y están en unas instituciones que ya no proyectan la independencia sino mejorar su envidiado Estatuto de Autonomía.
En mis viajes he conocido lo bastante la península ibérica para darme cuenta de que sus sociedades son diversas y sus culturas muy variadas. Lo manifiestan las cocinas, la cultura elemental, todas muy distintas. Basta pensar en la asturiana, la vasca, la gallega, la andaluza, la alicantina (con su lamentable versión valenciana), la manchega y la extremeña, la catalana; basta pensar en las recias migas aragonesas, o en el cocido de Madrid, gracias al cual la ciudad se convirtió en comunidad autónoma. O pensar en el bable y en el castúo (que casi nadie sabe lo que es). Pero esta variedad está plagada de mestizajes, en los últimos años con las cocinas de Italia y con el inglés, que ha colonizado todas las radios y todas las hablas.
Vuestra historia peninsular es lamentable. A los árabes nos echaron, y luego a los judíos. Yo he visto en Toledo las piras de la Inquisición en la plaza de Zocodover, los humilladeros y los rollos (también pocos saben qué es eso) desperdigados por todo el país. Tuvisteis la desgracia de no ser protestantes sino del Concilio de Trento. Os dejamos la Alhambra, la Giralda, la Mezquita y el Alcázar de Córdoba. Tenéis huellas nuestras en todas partes, habláis con nuestras palabras, pero no lo sabéis. Vuestros malditos imperios sirvieron para que no os recordaran con cariño ni en Bizancio ni en América y para que el oro americano financiara las guerras de los Austrias que a vosotros no os daban de comer. El país, si acaso, se llenó de iglesias, muchas de ellas antiguos minaretes o sinagogas, que no habéis sabido reconvertir en centros cívicos. Os habéis hartado, eso sí, de guerras civiles y de gobernantes innombrables.
Escribo esto —mi oficio no es escribir, sino navegar— en días de desolación cívica ante la profunda brecha abierta entre los catalanes y entre algunos de éstos y el resto de los ciudadanos españoles. ¿Entraré en este microcosmos? La necesidad de tapar la corrupción de su partido y de expulsar del escenario los recortes sociales indujo al president Artur Mas a una huida hacia adelante que ha acelerado paroxísticamente su sucesor. En Madrid, Rajoy, culpable de la ignominiosa campaña contra los productos catalanes, y de recoger cientos de miles de firmas contra un Estatut ya recortado, es incapaz de contener, como aprendiz de brujo, las fuerzas que ha puesto en movimiento, con un partido rebosante de corruptos, sin ser capaz de negociar políticamente, y acordándose tarde y mal de la democracia, ¡ay!, y del Estado de Derecho.
¡Ayayay! ¡Aquellos tiempos idos de Genios y Lámparas maravillosas! Aladino tuvo su Genio, pero yo también —es la primera vez que lo confieso—, y más poderoso que el suyo. En el curso de mis viajes, desde que el Genio de la Lámpara me concedió mi último deseo de vivir siete mil años en plena juventud, he visto de todo. Si esto fuera Atenas, la Atenas clásica, a Rajoy y a Puigdemont les pondrían en la mano una ostra y sabrían que tendrían que irse y enmudecer. Si fuera la Francia de 1789, les cortarían la cabeza con la máquina de monsieur Guillotin.
El lío creado en Cataluña sólo se puede paliar con negociaciones, y éstas sólo pueden nacer, para ser verdaderas, de elecciones en Cataluña y elecciones en España. Después de éstas, si la sangre no ha llegado al río, esperar que con una reforma constitucional las aguas vuelvan a sus cauces habituales. Lo digo con amargura, porque esos cauces son el de la explotación, el de la falsa democracia con la que la plebe deja que le recorten la salud, la educación, los salarios (y eso los que los tienen). No será fácil, porque los procesos por corrupción, imparables, generarán nuevas víctimas, envueltas en banderas de colorines, como los caramelos de Basora.
¡Con lo a gusto que me había afincado yo en Sant Feliu de Guixols, donde sólo tengo una barquita de remos, descansando de mis largos viajes por todos los mares! Aquí queda algo de tradición marinera. Me gustaría no haber agotado mis peticiones al Genio de la Lámpara para resolver este lío. Pero no tengo modo de convocar al Genio, que quizá se haya desvanecido, como Alá (alabado sea su nombre), y la Lámpara debe de estar en el fondo de algún océano. Ahora tendré que cambiar de residencia, no vayan a tomarme aquí los vecinos no solo por un internacionalista (esta palabra es reciente, de un siglo o así, cuando se pronunciaba mucho, pero ya está casi olvidada) sino por un extremista islámico. Por cierto: mi cultura árabe no sólo es el Corán; es también, por ejemplo, Las mil y una noches, que narran mis aventuras de tantos años atrás (entre muchas, muchas más historias fascinantes).
22 /
9 /
2017