La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Miguel Pasquau Liaño
Las urnas, las leyes y viceversa
Necesito decir tres cosas de entrada al mismo tiempo. La primera es que lamento, como lamentamos muchos, que la mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno de España esté bloqueando desde hace años un cauce de expresión democrática a la aspiración política de un referéndum sobre las relaciones de Cataluña y el resto de España que reclama una enorme mayoría social en Cataluña y que sólo depende, para ser legal, de voluntad política para una reforma constitucional. La segunda, que reconozco que esa mayoría está actuando en coherencia con su compromiso electoral, pues prometió en campaña y programa electoral que impediría el referéndum, cosa que puede hacer con todas las bendiciones constitucionales. Y la tercera, que la crítica política a esa actitud de bloqueo del referéndum no me lleva a solidarizarme con los promotores de un procès rupturista, sino por un lado a la resignación (como en tantas otras cosas en las que la mayoría política no coincide con mis ideas), por otro lado al deseo de la construcción de una nueva mayoría política en España y en Cataluña, capaz de devolver este asunto a la política, y por otro al respeto mientras tanto a la Constitución, pues me parece más grave la alegre desconexión del principio de legalidad que la demora de una aspiración política legítima. Y un apéndice, en plena Diada: no me escandalizo de que cientos de miles de catalanes antepongan con ilusión la independencia al principio de legalidad (cada cual es dueño de jerarquizar sus deseos y temores), pero sí me escandalizo de muchos de los argumentos que esgrimen los conductores políticos del procès.
Guardias civiles y jueces contra papeletas
Es antipático esgrimir la Constitución como argumento contra la celebración de un referéndum. Más, si ese argumento se ilustra con la imagen de la Guardia Civil registrando una papelería en busca de papeletas, o con la de la presidenta del Parlament subiendo las escaleras del tribunal para declarar en un proceso penal. Es “Constitución o democracia”, dicen algunos porque “la democracia nunca puede ser ilegal”; una Constitución que impide a un pueblo votar “hay que saltársela”, dicen los más audaces, y echan mano de los apuntes sobre desobediencia civil. Y hasta del gran Gandhi.
Pero, ¿sólo hay razones jurídicas, bunkerizadas, antipáticas, injustas y antidemocráticas para frenar un referéndum en nombre de la Constitución? Bueno, hay al menos una razón política muy poderosa. La razón es la que está en la base de la idea misma del constitucionalismo. Una constitución no sirve para evitar un golpe de Estado militar ni una revolución (si triunfan, adiós Constitución y vuelta a empezar), pero sí para evitar que cualquier caudillo nacional o popular invoque el apoyo de las masas para acabar “democráticamente” con los partidos políticos, las autonomías, la separación de poderes y las libertades. Caudillo que, por cierto, podría pretender una legitimidad basada en un referéndum a las bravas, y vaya usted a saber lo que sale de ahí. No digo que esto lo pretendan los nacionalistas catalanes; digo sólo que la lógica sería la misma: el valor supremo del referéndum, la dictadura de las mayorías coyunturales sin blindaje de derechos y sin el esqueleto del principio de legalidad. Es un tema serio si lo miramos a largo plazo y con memoria histórica. El principio de legalidad no provoca entusiasmos, pero sí nos salva de ellos.
¿Piscina o pista de petanca?
Permítanme que utilice un ejemplo burdo: a veces son los buenos. Supongamos que usted ha comprado una vivienda en un edificio que cuenta como elemento común con una piscina y que una mayoría de vecinos propone sustituir la piscina por un foso para petanca. ¿Piscina o petanca? “Lo que quiera la mayoría”, dirían los promotores. “Lo que digan los estatutos”, dirían los partidarios de la piscina. “Los estatutos no pueden estar por encima de la mayoría”, dirán unos; “las mayorías no pueden estar por encima de mis derechos”, dirán otros. Rebus sic stantibus, diría algún inteligente equidistante (usted tiene blindado por estatutos un derecho a la piscina aunque cambie la mayoría… salvo que cambien extraordinariamente las circunstancias). El acuerdo mayoritario de la junta de propietarios a favor del foso de petanca sería nulo, y podría impugnarse en el Juzgado con éxito. Es probable que los vecinos petanqueros entonces hostiguen y califiquen de abuso la postura de los minoritarios, y que incluso llenen de arena la piscina una noche en protesta, pero la regla jurídica que protege a la minoría no es antidemocrática, sino el blindaje de un derecho frente una votación mayoritaria. Es así de simple: una Constitución establece (democráticamente) reglas de juego para el ejercicio de la democracia que incluyen derechos y principios protegidos de mayorías parlamentarias absolutas pero coyunturales. Sin reglas sobre la democracia, los derechos son de mantequilla: se derriten al calor.
Catalanes contra catalanes
En Cataluña hay ciudadanos que quieren constituir un Estado propio e independiente, pero también catalanes que quieren que la comunidad autónoma en la que viven siga perteneciendo a España. Y pueden quererlo por razones de mucho peso: por ejemplo, porque no quieren ver reducido el ámbito territorial de su cuota de soberanía: es decir, no quieren perder soberanía respecto de las cosas que suceden en Córdoba, en Aragón y en Canarias que actualmente sean competencia estatal (¿no es esto importante?); o porque quieren que los intereses de gallegos y catalanes se defiendan conjuntamente en política exterior, para no perder fuerza; o porque se desplazaron a trabajar en Cataluña desde otras partes de España porque Cataluña era España; o porque quieren que su empresa con sede en Barcelona opere en toda España bajo la misma legislación mercantil y sin aranceles.
He aquí el conflicto principal: no tanto el de Cataluña contra el resto de España, sino el de unos catalanes contra otros. Si unos catalanes quieren irse del todo, otros irse para asociarse, otros irse sólo un poquito, y otros quedarse sin más, ¿qué hacemos? La respuesta que primero viene a la cabeza es “pues lo votamos, y se hace lo que quiera la mayoría: eso es la democracia”. La petanca, si los vecinos prefieren petanca. Referéndum, y que dios reparta suerte. Pero esa democracia desarticulada y dependiente de mayorías coyunturales no es siempre la mejor respuesta. Y no lo es, no porque Madrid no quiera, ni porque la unidad de España valga más que la democracia, sino porque el contenido de la democracia no es sólo la regla de la mayoría, sino que también es el respeto de los derechos adquiridos incluso frente a una mayoría que vota privarte de ellos. Y hoy día cada catalán tiene blindado, incluso frente la mayoría, un derecho a la cosoberanía sobre todo el territorio español. Un “derecho a España”. No a la nacionalidad española, sino a su territorio, porque “no es la nación, estúpido, es el territorio”.
Soberanía y autodeterminación
La independencia y la autodeterminación no son asuntos nuevos, los nuevos somos nosotros: la cuestión se discutió al hacer la Constitución. Y tras un proceso más o menos ejemplar de equilibrios y cesiones, los distintos “pueblos de España” (a ellos se refiere el Preámbulo, y no parece que la “s” añadida a “pueblo” sea una errata) se dotaron de una Constitución, refrendada democráticamente (abrumadoramente en Cataluña), que consagró una autonomía política territorial muy amplia pero limitada. Aquello fue un pacto político, del que nació la legitimidad constitucional de la Generalitat. Nadie firmó ni votó cruzando los dedos por detrás, reservándose la posibilidad de decir luego que la cosa no iba en serio. La unidad de España (y la autonomía territorial) es una regla constitucional, y la independencia es sólo una aspiración política legítima. Sólo un acuerdo del mismo nivel (es decir, constitucional) puede cambiar esa regla y sustituirla por otra según la cual el grado de autonomía de un territorio dependiera exclusivamente de la decisión mayoritaria de ese territorio, sin ningún límite. Esa es la razón por la que el independentista catalán, ciertamente, tiene más difícil que la realidad se parezca a su deseo que el unionista y tiene que superar más obstáculos: el contrato blinda al unionista, le da una posición de ventaja. Pero ¿no ocurre así con tantas otras reivindicaciones legítimas? ¿Basta la frustración de un objetivo político para llevar a cabo conductas o procesos disruptivos y exigir que se nos allane el camino? ¿Es antidemocrático proteger el pacto constitucional? Será frustrante, pero no antidemocrático.
¿Está, entonces, todo dicho? Claro que no. La inmensa mayoría de catalanes es partidaria de la celebración de un referéndum normalizado sobre la pertenencia o no de Cataluña a España y sus modalidades, y esa pulsión sin duda democrática acabará exigiendo una respuesta política. Seguramente en el conjunto de España, una vez que se serene el debate y se enfríen las urgencias, cada vez más ciudadanos y políticos alzarán la voz y reconocerán que no hay razones de fondo para que una comunidad bien definida no tenga más remedio que seguir siendo España, aunque muy mayoritariamente no quisiera. Hay vías democráticas para conseguir un referéndum legal, e incluso para pretender la independencia. Son vías difíciles, pero no tan difíciles como el cambio de la piscina por la petanca. Voy a sugerir dos vías de las que apenas he oído hablar, pese a lo mucho que hemos hablado sobre tema.
A) Una vía para constatar legal y formalmente la voluntad de los catalanes, sin permiso de Rajoy
El artículo 166.1 de la Constitución, que remite a su artículo 87.2, atribuye a los parlamentos de las comunidades autónomas competencia para remitir a la Mesa del Congreso una propuesta de reforma constitucional. Una mayoría parlamentaria catalana puede elaborar un texto de reforma constitucional que introduzca el derecho de autodeterminación y señale para su ejercicio unas condiciones razonables que podrían resultar aceptables para una mayoría de españoles, similares a las que permitieron en Canadá un referéndum. El Tribunal Constitucional no podría suspender ni anular la ley, porque una iniciativa de reforma constitucional no puede ser inconstitucional. Y la Generalitat puede, salvo (ahora sí) absoluta cerrazón del Gobierno de España y del Tribunal Constitucional que sería incomprensible, convocar un referéndum a los catalanes para apoyar o no (no la independencia, sino) la decisión de su Parlamento de elevar a las Cortes esa propuesta. Quedaría constatada formal y legalmente una voluntad política de los catalanes, probablemente abrumadora, presentada como propuesta al conjunto de los españoles (ellos incluidos). Las Cortes habrían de tramitar esa reforma, y finalmente aprobarla o no. Si no se atendiera en absoluto, quedaría constatado de manera impecable un malestar democrático en Cataluña que habría que gestionar políticamente. La cuestión quedaría en el escenario del que nunca debió salir: la construcción de mayorías políticas alternativas que sí hicieran posible lo que ahora mismo es sólo una aspiración legítima (todas las miradas, por cierto, se dirigirán en primer lugar al PSOE, que es el único partido que exhibe dudas). ¿Es una vía imposible? Hoy sí, desde luego. Pero la esperanza es una larga paciencia, y busca sus caminos. Lo sabemos quienes tantas veces perdemos en el juego de mayorías y minorías. Hay, además, un modo de rebajar las dificultades de una reforma constitucional.
B) Penúltimo recurso: la reforma de los artículos sobre la reforma constitucional
La reforma del núcleo duro de la Constitución (título preliminar —en el que está el principio de la unidad indisoluble de España—, parte del título primero —derechos fundamentales— y título segundo —monarquía—) impone exigencias muy difíciles de alcanzar: una mayoría de dos tercios de Congreso y de Senado, la disolución de las cámaras, elecciones constituyentes, aprobación del nuevo texto por la misma mayoría de dos tercios, ratificación en referéndum en toda España. Resulta suficientemente disuasorio, y refleja un deliberado empeño en ponerlo difícil. Puede decirse que el blindaje constitucional es excesivo, porque así se quiso, y no porque Franco lo dejara en su testamento confiado a su ejército albacea, como sí hizo con la Corona y con la unidad indisoluble de España. Pero esta voluntad constitucional de hacer difícil la reforma también es reformable, y no está tan blindada como los contenidos que acabo de referir. En efecto, los artículos 166 a 169 (que son los que regulan la reforma y la ponen tan difícil) pueden reformarse a través del procedimiento “blando”, que sólo exige una mayoría de 3/5 de Congreso (210 diputados) y del Senado y un referéndum si lo pide un diez por ciento de los miembros de cualquiera de las cámaras (35 diputados). Sé que algún constitucionalista ha calificado esta posibilidad de “fraude constitucional”, pero ni estoy de acuerdo ni es lugar para debatirlo. De manera que ni mucho menos es inalcanzable o inimaginable una mayoría que para determinados temas (como la república, el derecho de autodeterminación o la introducción de nuevos derechos fundamentales) logre “rebajar” y racionalizar las exigencias para la reforma constitucional, de modo que acerque las posibilidades de hacer un referéndum en Cataluña sin echarse al monte de una democracia sin esqueleto.
Con todo, estas propuestas sólo tienen sentido para después del incendio. De momento, no estamos en lo importante, sino en lo urgente: apagar el fuego, aunque los vecinos no puedan jugar a la petanca.
[Fuente: Ctxt. Miguel Pasquau Liaño (Úbeda, 1959) es magistrado, profesor de Derecho y novelista]
12 /
9 /
2017