¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan Ramón Capella
Semántica de 'comunista'
La denominación ‘comunista’ significó asignar a un movimiento social el nombre de su objetivo último, final. Por extensión son llamados ‘comunistas’ los activistas de ese movimiento.
La denominación no era exclusiva de los marxistas: la compartían con los anarquistas, pero es indudable que el nombre dado al texto que conocemos como Manifiesto del Partido Comunista, o Manifiesto comunista, fue decisivo para la aceptación y la universalización de esta manera de nombrar. Los comunistas fueron los revolucionarios sociales por antonomasia.
Esa denominación se ha vuelto problemática. Ha designado a los revolucionarios de los siglos XIX y XX, pero también a poderes políticos de distinta naturaleza: al régimen surgido de la Revolución de Octubre, la Unión Soviética, a pesar de que, diez años después de aquel triunfo de los pobres, la contrarrevolución staliniana, impulsora de un capitalismo burocrático de Estado, calificado retórico-políticamente de socialista, lo desnaturalizó por completo.
Los enemigos capitalistas del poder soviético lo calificaron siempre de «comunista» (tal vez comprendiendo bien que no era tal). También llamaron así a los poderes de los estados que conformaron el glacis de la Urss tras la segunda guerra mundial, las llamadas «democracias populares»: Hungría, Polonia, República Democrática Alemana, Checoslovaquia, Rumania, Bulgaria. Como es natural, el «comunismo como régimen» se ha hundido al ser derrotado en la guerra fria.
Volvamos atrás: ‘Comunista’ pasó a designar pues tanto a activistas de un verdadero movimiento social, como a ese movimiento, pero también a regímenes políticos que, aunque cada vez más indirectamente vinculados a ese movimiento, eran más bien su reverso y su negación o, si se quiere, representaban un fracaso del movimiento mismo. ‘Comunista’ adquirió así varios significados muy distintos e incluso contrapuestos, aunque la cultura capitalista dominante ha tratado siempre de confundirlos todos en un totum revolutum: los distintos usos de ciertas palabras con sentido político forman parte de la lucha de clases en el terreno de las ideas, en el terreno de la cultura.
El hundimiento en 1991 del sistema político-social soviético, y por tanto también de su sistema de alianzas y, sobre todo, de su retórica política causó estragos en el movimiento comunista real —en minorías de activistas comunistas de Rusia, Alemania, Italia, Francia, Portugal y España, por limitarnos a Europa—: multitud de personas descubrieron inesperadamente que la Urss no era lo que habían creído que era (aunque tampoco eran pocos los activistas que no se engañaban a su respecto), y que la denominación ‘comunista’ correspondía ahora a un proyecto fracasado, a una revolución que no había conseguido sus fines.
La evolución del otro gran centro revolucionario socialista, la República Popular China, que a la muerte de Mao pasó a ser rápidamente un mandarinato vagamente socializante que abrió el camino a una economía mixta, con peso abrumadoramente creciente del sector capitalista privado, reforzaba esa tendencia a enviar la denominación de ‘comunista’ al museo de la historia. El mandarinato chino mantiene el nombre de partido comunista, pero es dudoso que conserve de su origen algo más que su retórica.
El Partido comunista italiano, por su parte, el más dotado ideológica y políticamente, y seguramente el más numeroso de Europa occidental, renunció a su nombre (malamente y dividiéndose). Antes había tratado de diferenciarse del autoritarismo pseudosocialista inventando la denominación de eurocomunismo, pero sin atreverse siquiera a llamarse comunismo democrático, el nombre que mejor le cuadraba. Otros partidos análogos se subsumieron en alianzas con nombres distintos (en España, Izquierda Unida). Y el movimiento real —porque seguía habiendo movimiento real— tendió a adoptar denominaciónes alternativas. Los foros sociales mundiales fueron producto de ese movimiento relativamente renovado, muy plural. Y de un modo u otro subsisten en el siglo XXI las minorías revolucionarias que no se deciden unánimemente a seguir llamándose comunistas. Las hay incluso que siendo objetivamente la prolongación de ese movimiento rechazan enérgicamente la denominación, por miedo a contaminarse.
Sin embargo, son muchísimas las personas que siguen considerándose o podrían considerarse con orgullo comunistas. Para empezar, los más firmes combatientes de la República Española contra el ejército insurrecto. La inmensa mayoría de los combatientes en la resistencia francesa, italiana y de otros países en la Segunda guerra mundial. Muchísimos de los combatientes que en Stalingrado golpearon fuertemente por vez primera a las tropas hitlerianas eran en verdad comunistas (basta leer el recomendabilísimo libro de Vasili Grossman, Vida y destino, para comprenderlo). Como comunistas fueron los principales oponentes al franquismo, cuya lucha está en el origen de las libertades democráticas de España. No: los activistas comunistas no tienen por qué avergonzarse: que se avergüencen los que los combatieron y quienes les denigran. Que se avergüencen de sí mismos los que abren sus tragaderas a las demonizaciones de los comunistas.
Se debe recordar siempre que fueron comunistas los principales combatientes contra el fascismo, el nazismo y el franquismo. Que sin ellos las libertades políticas estarían indefinidamente recortadas. Que los ideales comunistas inspiraron la resistencia de millones y millones de personas contra la explotación y la extorsión; no sólo la resistencia soviética en Stalingrado al ejército nazi: también la resistencia vietnamita y el triunfo de aquellos campesinos frente a los Estados Unidos. De ahí el prestigio de Ho Chi Minh, de Guevara o de Antonio Gramsci. Se debe recordar que, creyendo en los ideales socialistas, muchísimas gentes aportaron de buen grado su esfuerzo para la industrialización de la Urss, para su acumulación originaria, con grandes sacrificios personales, y algo semejante ocurrió en países tan distintos como Cuba o Checoslovaquia. Denigrar a los comunistas significa asociarse a la ideología capitalista y burguesa, y no sólo hacer burla de los vencidos momentáneos de una lucha que no ha llegado a su fin.
Pero ¿hay un objetivo último?
Hemos de comprender que no hay «objetivo final». Que el «objetivo final» comunista no existe; que es una mala y adialéctica manera de entender el proceso de la liberación social emprendido por las personas que han buscado una revolución que materializara su ideal de justicia. El comunismo como sociedad sólo existe en los cerebros, y es preciso modificar esa imagen errónea que el exceso de ilusiones y el defecto de reflexión han formado en los cerebros.
(Que el objetivo «final» no sea una fantasía no significa que no pueda tener final la civilización capitalista.)
Si el objetivo «final» no existe —porque se alejará una y otra vez, porque siempre surgirán nuevos problemas en las sociedades, y sobre todo porque ninguna victoria de clase es definitiva—, existen sin embargo lo que en el pasado se llamaron «objetivos intermedios». Esos objetivos no eran últimos, sino pasos para aproximarse a una sociedad más justa. El movimiento alternativo del presente puede ser efectivamente revolucionario si es capaz de afrontar los problemas graves que la sociedad tiene planteados y aportarles solución; el movimiento alternativo del presente es revolucionario si moviliza a grandes conjuntos de personas para dar respuestas los problemas que la actual sociedad tiene y reproduce.
Por mencionar algunos de estos grandes objetivos revolucionarios:
Una sociedad donde no pueda existir la explotación de unas personas por otras.
Una sociedad que deje atrás las estructuras del patriarcalismo: una sociedad donde ser mujer, o ser hombre, ser homosexual o transexual, no implique discriminación ninguna, no sólo institucional sino en el trato entre las personas. Si esta lucha revolucionaria es una necesidad entre nosotros, mucho más lo es en otras sociedades, donde se criminalizan, con anuencia de sus poblaciones, muchos comportamientos humanos legítimos.
Una sociedad pacifista; que no intente resolver los problemas colectivos ni individuales recurriendo a la fuerza y a la guerra.
Una sociedad no depredadora del medio ambiente natural; una sociedad que repare el daño causado por la producción a la naturaleza y la conserve sin deterioro.
Una sociedad cuya democracia se caracterice ante todo por la distribución del poder entre el pueblo, y no sólo por los procedimientos institucionales de su ejercicio.
Una sociedad internacionalista, que ayude a las demás sociedades en sus dificultades para la emancipación.
Las personas que se comprometen ante sí mismas a perseguir junto con otras estos objetivos son revolucionarias por mucho que tengan que maniobrar o hacer concesiones para aproximarse a ellos. Esas personas son las que tienen que decidir el nombre que quieren darse en esta fase de la historia de las luchas por la emancipación social. El nombre, sin embargo, importa menos que la cosa, y la cosa es el propio compromiso.
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2017