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Poder y violencia en Colombia

Odecofi-Cinep,

Bogotá,

583 págs.

Para entender el conflicto colombiano

José A. Estévez Araujo

El conflicto armado colombiano ha tenido una duración de 60 años y ha causado 8 millones de muertos. Las FARC han estado combatiendo durante más de cincuenta años al estado de Colombia. La guerra ha afectado a varias generaciones. Todos los colombianos han sufrido las consecuencias de la violencia. Ellos, sus familiares, sus amigos… han padecido algún coletazo del enfrentamiento.

La obra de Fernán E. González es el mejor libro para entender las causas y la evolución del conflicto. Está muy bien documentado y sus tesis están muy apropiadamente estructuradas. Realiza un análisis pormenorizado de la evolución de la guerra en las diferentes regiones de Colombia. Estas tienen unas características muy diferentes y han estado mucho tiempo aisladas unas de otras a causa de las barreras geográficas del país y la falta de buenas vías de comunicación. La información es apabullante, pero uno no se ahoga en la avalancha de datos. La reformulación de las tesis centrales del trabajo y de las conclusiones de cada periodo vuelven a sacar al lector a la superficie.

Un hito adecuado para iniciar el relato del conflicto es el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, un líder populista en el que tenían puestas muchas esperanzas los sectores más humildes de la población. Esperaban que alcanzara la presidencia del país postulándose por el partido liberal. El magnicidio tuvo lugar en 9 de abril de 1948 en el centro de Bogotá. La respuesta violenta de sus seguidores (el denominado “Bogotazo”) se propagó por toda la capital y se extendió al resto de país: saqueos, incendios, asaltos, ataques con armas de fuego….Esa reacción dio lugar a una represión por parte de los conservadores, que incluyó la utilización de bandas armadas. A consecuencia de eso, surgieron los primeros grupos armados de las filas liberales. Dio comienzo a lo que se ha venido a denominar como “La Violencia”. Estamos hablando de los años cincuenta.

En los años sesenta aparecieron nuevas guerrillas al hilo de la revolución castrista, entre ellas las FARC. Los grupos paramilitares surgieron como reacción a éstas. Los latifundistas ganaderos sufrían secuestros, extorsiones y asesinatos selectivos por parte de los guerrilleros. Consideraban que no recibían protección efectiva por parte del Estado. Por ello decidieron crear grupos armados de autodefensa. Junto a las diferentes guerrillas y a los grupos paramilitares las fuerzas armadas colombianas eran otro de los actores del conflicto. El ejército ha estado vinculado con los paramilitares desde la aparición de estos.

Los cárteles del narcotráfico irrumpen en escena a principios de los ochenta. Tanto las guerrillas como los paramilitares se vinculan con el narcotráfico. Las guerrillas ofrecen protección a los cultivadores de coca. Los paramilitares se involucran directamente en el tráfico de estupefacientes. Eso complica bastante el panorama. Las organizaciones del narcotráfico fueron ellas mismas actores del conflicto en los años ochenta. Pablo Escobar declaró la guerra a un estado que le había hecho senador. La razón fue el inicio de las deportaciones de narcos a Estados Unidos. Los atentados con bombas se sucedían continuamente durante esos años y afectaron especialmente a las ciudades de Medellín y Bogotá.

En los años noventa tuvo lugar una extensión territorial del conflicto armado. Las guerrillas y los paramilitares se expandieron por nuevas regiones. También “cercaron” ciudades como Medellín. La transición del siglo XX al XXI fue el momento de mayor intensidad del conflicto.

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Las causas últimas de la guerra son de carácter socioeconómico. Remiten a la situación del campo en Colombia. Ese país es eminentemente agrícola y rural y en el agro predomina el latifundio dedicado a la cría de ganado. Los pequeños campesinos están reducidos a una economía de subsistencia. Frecuentemente son expulsados de sus tierras por los latifundistas.

Durante los años ochenta y noventa hubo numerosos movimientos “colonizadores” protagonizados por campesinos desplazados que ocupaban terrenos baldíos. Desde nuestra perspectiva resulta chocante hablar de ‘colonización’ en pleno siglo XX (e incluso XXI), pero en Colombia había muchas tierras por “descubrir”. El Estado no llegaba a las zonas de colonización reciente, por ello fueron enclaves dominados por la guerrilla. Esas organizaciones suplían en parte, la ausencia de poder político. Las guerrillas fueron originariamente defensoras de los intereses de los campesinos pobres.

Un tercer elemento clave del conflicto es el funcionamiento del poder político local. La política municipal y departamental es fuertemente clientelista. Los candidatos consiguen votos a cambio de favores, de puestos o, simplemente, de dinero. Este fenómeno es especialmente agudo en zonas como la Costa Caribe. El clientelismo se agudizó como consecuencia de la descentralización llevada a cabo por la Constitución de 1991 que confirió más competencias y recursos a los entes locales, especialmente a los municipios. Al haber más que repartir, las relaciones clientelares entre políticos y votantes se reforzaron.

El carácter clientelar de la política se transfiere al Estado central a través de las Cámaras Legislativas. Las circunscripciones electorales funcionan con la misma lógica que la política local. Todo ello conduce a una gran dispersión en el interior de los dos grandes partidos tradicionales: tanto el partido liberal como el conservador se han convertido en meras carcasas. Dentro de ellas se mueve una miríada de cargos políticos que son independientes del aparato, porque son los “dueños” de sus propios votos. No dependen de los órganos del partido para ser designados candidatos.

Esta dinámica clientelista favoreció la incrustación de los paramilitares junto con el narcotráfico en la esfera política. La compra directa o indirecta de votos hace las campañas especialmente costosas, por lo que financiarlas es una forma de incidir después en las decisiones institucionales. De ahí surgió la llamada “parapolítica” de la que se hablará más adelante.

El ámbito del ejecutivo estatal se sustrae un tanto a la lógica clientelista, lo que da lugar a contraposiciones agudas entre la Presidencia y las Cámaras legislativas. Estas discrepancias han sido especialmente patentes en los diversos procesos de paz puestos en marcha desde el ejecutivo. Sin embargo, la relativa independencia del presidente quedó puesta en entredicho en el caso de Samper. Este político fue acusado de haber financiado su campaña con dinero del narcotráfico, en concreto, del Cartel de Cali. El Congreso puso en marcha una investigación conocida como el “proceso 8000” que, finalmente, no consideró al presidente ni inocente ni culpable. Sin embargo, dos de los máximos responsables de su campaña fueron a parar a la cárcel condenados por blanqueo de dinero entre otros delitos.

La dispersión territorial, el clientelismo político, la presencia de diversos actores armados y la situación de los campesinos son, pues, factores clave para comprender el conflicto colombiano. Estos elementos permiten entender su complejidad y la dificultad de ponerle fin. A ello se añade su larguísima duración. Como se ha señalado estamos hablando de un enfrentamiento armado que se prolongó durante más de sesenta años.

El conflicto colombiano no ha sido propiamente una guerra civil sino una “guerra contra la sociedad” que es el término usado para denominarlo por uno de los mayores especialistas en la materia: Daniel Pécaut (V. su libro Guerra Contra la Sociedad Espasa, 2001). Esa expresión significa que la población civil fue objeto de violencia por parte de todos los actores armados. Lo demuestra lo que ocurriría al tomar el ejército o los paramilitares una población previamente dominada por la guerrilla. Las fuerzas armadas detenían, torturaban o ejecutaban a los sospechosos de colaboración con la guerrilla. La violencia de la represión se incrementó cuando el estado empezó a conceder primas para los militares por cada guerrillero muerto. Surgió así el fenómeno de los llamados “falsos positivos”, personas inocentes asesinadas por miembros del ejército y presentadas como guerrilleras para obtener los beneficios representados por los incentivos.

La población ocupada por la guerrilla podía también ser conquistada por los paramilitares. En ese caso también se producían represalias, pero a una escala mucho mayor. Las masacres causadas por estos cuerpos armados irregulares se cuentan por docenas. La violencia que ejercieron contra la población fue más intensa y despiadada que la de los otros actores armados

También la guerrilla puede ser acusada de violencia contra la sociedad, pues tomó represalias contra los “colaboradores” de los enemigos cuando conquistaba un nuevo territorio y secuestró, extorsionó y asesinó en las zonas bajo su dominio.

Que todos los actores armados sean responsables de esa guerra contra la sociedad no significa que haya que meterlos en el mismo saco. Los paramilitares fueron, con mucho, los más sangrientos, como se ha señalado. Uno de los objetivos centrales de su actuación violenta fue expulsar a los campesinos de sus tierras. Luego terratenientes ganaderos (o los propios paramilitares) se las apropiaban. Estos campesinos despojados de sus tierras constituyen el grueso de los millones de refugiados internos que ha generado el conflicto colombiano (unos siete millones, según la ACNUR). Estamos hablando de unas apropiaciones de 8 millones de hectáreas, es decir, de un tercio de la tierra cultivable de Colombia.

Una parte de estos agricultores sin tierra se desplazaron a las grandes ciudades y podemos encontrarlos en los barrios de chabolas de Bogotá o Medellín. También podemos identificarlos entre los numerosos vendedores ambulantes y otros trabajadores de la economía informal. Otra parte de los campesinos desplazados “colonizó” nuevos territorios baldíos y comenzó a cultivar coca, pues era el único producto que podían comercializar en esas regiones periféricas donde el estado no estaba presente. Las FARC ocuparon el lugar del poder político, protegiendo a los cocaleros. Los despojos de tierras y sus consecuencias son los que mejor permiten ver la relación entre el conflicto y los problemas creados por la estructura y dinámica del sector agropecuario del país.

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El escenario que se encontró el actual presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, no estaría completo sin el análisis de la actuación de su antecesor, Álvaro Uribe, y de las consecuencias de la misma. Uribe estuvo en el poder durante dos mandatos consecutivos (2002-2010). Su política respecto del conflicto puede resumirse como sigue: amnistía de los paramilitares y derrota militar de las guerrillas. El Presidente consideró como interlocutores válidos para una negociación política sólo a los grupos paramilitares. Los integrantes de las guerrillas eran presentados como meros delincuentes: “narcoterroristas”. La única política posible respecto a los mismos, según Uribe, era destruirlos.

La actitud de Uribe respecto a los paramilitares puede resultar sorprendente. La sorpresa disminuye si se tiene en cuenta que él fue uno de los pioneros en la creación de esos grupos armados cuando era gobernador de Antioquía. Tenía también una motivación personal: su padre fue secuestrado y asesinado por las FARC.

El gobierno de Uribe Vélez promovió una ley de amnistía para los paramilitares. Los autores de crímenes de lesa humanidad quedaban exonerados mediante la confesión pública de sus delitos y el cumplimiento de la pena de ocho años de cárcel. Según el testimonio que me dio una persona conocida, los paramilitares encarcelados gozaban de todo tipo de comodidades en la prisión. Les traían comida de restaurantes, podían recibir visitas a todas horas, disponían de teléfonos móviles, tenían aire acondicionado y televisión en sus celdas… Todo un “escarmiento” para personas y cometieron masacres espantosas, injustificadas incluso desde el punto de vista de la lógica de un conflicto militar. No es lo mismo matar a alguien en un combate, que asesinar a decenas de civiles no combatientes.

En la otra vertiente del conflicto, Uribe desencadenó una ofensiva militar contra las guerrillas. Para ello, modernizó el ejército y contó con la ayuda de Estados Unidos a través del Plan Colombia. Las campañas del ejército desalojaron a las guerrillas de los territorios a los que se habían expandido durante la década anterior: los grupos guerrilleros se atrincheraron entonces en sus bases situadas en los territorios periféricos. El ejército no pudo desalojarlas de allí ni derrotarlas por tratarse de zonas de difícil acceso. Se puso de manifiesto así que la solución del conflicto no podía ser la erradicación por la fuerza de grupos de “delincuentes narcoterroristas” como sostenía el presidente.

La desmovilización de los paramilitares también fracasó. Algunos grupos se convirtieron en bandas de delincuentes puros y duros. Los paramilitares que se habían fusionado con los carteles de “narcos” se negaron a desmovilizarse. Con el dinero de la droga siguieran influyendo en la política, inicialmente a nivel local. La “parapolítica”, como se ha señalado antes, consistía, entre otras cosas, en financiar campañas políticas a cambio de favores en la designación de puestos o el manejo del presupuesto. Se estima que sólo en la Costa Caribe los paramilitares contribuyeron a la elección de más de 200 alcaldes, así como de 4000 concejales y nueve gobernadores. El escándalo de la parapolítica se hizo público durante la presidencia de Uribe y afectó también a congresistas y senadores del Estado central.

La ofensiva militar consiguió disminuir los asesinatos y secuestros. Esa “pacificación” fue especialmente perceptible en las regiones “integradas” del país y ciudades como Medellín dejaron de estar “sitiadas”. Sin embargo, las operaciones bélicas se saldaron con numerosas muertes de militantes de movimientos sociales o de defensa de los derechos humanos. Estos fueron considerados integrantes o cómplices de la guerrilla y asesinados por unos soldados que, como hemos visto, recibían sustanciosos premios por cada guerrillero que eliminaban.

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En el pasado ya había habido conversaciones de paz entre el gobierno y la guerrilla. Dos de esos procesos tuvieron lugar bajo la presidencia de Belisario Betancur (1982-1986) y del antecesor de Uribe, el presidente Andrés Pastrana (1998-2002). Durante esas conversaciones se usaron artimañas que dieron al traste con las negociaciones. Así, la guerrilla aprovechó las treguas y la creación de zonas pacificadas para reabastecerse y rearmarse. También utilizó los atentados y los secuestros como mecanismos de presión. Esa forma de actuar puso a la opinión pública en contra de las negociaciones con los grupos armados guerrilleros.

Por otro lado, las circunstancias que rodearon la elaboración e implantación de la Constitución de 1991 añadieron nuevas dificultades a potenciales procesos de paz. La norma fundamental podría haberse convertido en el marco de la reconciliación nacional en Colombia, pero el mismo día de las elecciones para la Asamblea Constituyente el ejército bombardeó un importante cuartel de las FARC. Por otro lado, los guerrilleros que se habían desmovilizado e integrado en la Unión Patriótica para participar en la vida política colombiana fueron sistemáticamente eliminados. Dos candidatos presidenciales, 8 congresistas, 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y entre 3500 y 5000 militantes fueron asesinados. La extirpación de la UP fue radical en Antioquía cuando Álvaro Uribe era gobernador de ese Departamento. Eso sin hablar de lo que ocurrió con los miembros de otros grupos. Por ello la seguridad de los guerrilleros tras la entrega de las armas, es decir, las garantías para la salvaguarda de su derecho a la vida tras la desmovilización, se convirtió en uno de los pilares de cualquier propuesta de paz por parte del estado.

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Bajo el mandato del presidente Santos, ha tenido lugar un proceso de negociación con las guerrillas de cinco años de duración. Las conversaciones, inicialmente secretas, condujeron a los acuerdos de La Habana entre el Estado colombiano y las FARC firmados el 26 de agosto de 2016. Las vicisitudes de este largo proceso de negociación están muy bien relatadas en el riguroso e informado documental de la directora Nathalia Orozco, titulado “El silencio de los fusiles”. Este film no se está exhibiendo actualmente en Barcelona (aunque sí pudo verse en el cine Aribau el pasado mes de abril). Tampoco está en formato DVD ni se encuentra en Internet. No obstante, si en algún momento se presenta la oportunidad de verlo, no hay que desaprovechar la ocasión.

Las líneas maestras de los acuerdos de la Habana abordan en toda su complejidad las diferentes facetas y dimensiones del largo conflicto colombiano. No obstante, hay que tener en cuenta que el ELN, otra de las guerrillas presentes en el escenario bélico, no ha firmado el tratado de paz, aunque las negociaciones siguen en marcha.

Los acuerdos de paz tienen en cuenta la importancia fundamental de la situación agraria, base socioeconómica del conflicto. Para abordar este problema se prevé llevar a cabo una reforma agraria que comprende desde el reparto de tierras hasta la mejora de las infraestructuras para facilitar la comercialización de los productos agrícolas. También se ha elaborado un programa de sustitución de los cultivos de coca y, quizá lo más importante de todo, un plan de restitución de tierras a los campesinos que fueron despojados de ellas.

Los acuerdos también abordan el problema de la parapolítica. El combate contra el narcotráfico se intensificará. Pero la lucha contra las drogas no se reducirá a la política criminal. También merecerán una especial atención las manifestaciones de corrupción en el ámbito político y la inserción de los narcotraficantes paramilitares en los mecanismos representativos y de gestión de los fondos y cargos públicos. Asimismo, se prevé la implantación de un sistema electoral más transparente que el actual.

El pacto establece medidas respecto de los guerrilleros desmovilizados que garantizan su seguridad. Asimismo, incentiva su participación en los procesos políticos favoreciendo la creación de nuevas formaciones partidarias. También se creará una unidad especial para desmantelar los grupos armados paramilitares. En aplicación de esto, el Congreso ha aprobado en 2017 el “Estatuto de la oposición” y la reincorporación política de las FARC. Por su parte el gobierno ha establecido por decreto la creación de un grupo especial de escoltas para los desmovilizados. En cuanto a la guerrilla, los miembros de las FARC empezaron el proceso de entrega de las armas en marzo de este mismo año.

Last but not least se implantará un “Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición” como mecanismo de justicia transicional. Este sistema comprende una “Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad”, encargada de sacar a la luz los hechos acaecidos y las correspondientes responsabilidades. Esta comisión está articulada con una jurisdicción especial con competencia sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos durante el conflicto, no sólo por las FARC, sino por todos los actores armados. Se contemplan también medidas de reparación para las víctimas y de búsqueda de los desaparecidos.

La seguridad durante la negociación y el actual proceso de implementación de los acuerdos se ha visto incrementada por la participación de otros países y de las organizaciones internacionales. La ONU ha desplegado una misión para vigilar el cumplimiento de los acuerdos que está actualmente supervisando la entrega de las armas por parte de los guerrilleros. También tiene un programa de “empoderamiento” de las comunidades rurales. Es muy importante dotar a estos colectivos de conocimientos de instrumentos. Eso se traducirá en una mejora de sus condiciones de vida, entre otras cosas mediante la utilización de técnicas agrícolas más productivas. La única nota negativa es el nombramiento de Felipe González como miembro del Comité Internacional de Verificación. Aunque quizá su nombramiento se deba a que haya podido acreditar algún tipo de saber o experiencia relevante para el proceso, como podrían ser, por ejemplo, la competencia en el terreno de la lucha antiterrorista o los conocimientos acerca del funcionamiento de grupos paramilitares.

Como es sabido, los acuerdos de La Habana fueron sometidos a referéndum el 2 de octubre de 2016. El “no a la paz” venció por un estrecho margen al sí (50,21 frente a 49,78). Ese resultado negativo se explica por dos razones. Una fue la intensa campaña de manipulación llevada a cabo por sectores vinculados al expresidente Uribe y por medios de comunicación afines. La otra hay que buscarla en el reducido período de tiempo de que dispuso el gobierno para explicar el tratado de paz (recogido en un documento de más de 300 páginas).

La excesiva premura en la fijación de la fecha de la consulta impidió que se llevara a cabo la tarea pedagógica necesaria para que la ciudadanía comprendiese unos acuerdos de gran complejidad. A pesar del resultado del referéndum el gobierno decidió seguir adelante con el proceso de paz.

Si bien el resultado del plebiscito puede explicarse por las causas señaladas, nadie ha sabido dar cuenta de la escasa participación en la consulta. Sólo un 37% de los votantes acudieron a las urnas. Es algo muy sorprendente, teniendo en cuenta que hablamos de un conflicto cuyas dolorosas consecuencias han golpeado a todas las familias colombianas. Por si fuera poco, las fases finales de la negociación y la firma del acuerdo fueron objeto de un intenso seguimiento mediático tanto nacional como internacional.

La impresión que uno tiene en estos momentos en Colombia es que el proceso de paz no es el principal tema de conversación o debate. El protagonismo lo tienen los sucesos de Venezuela: el boicot de la oposición que frecuentemente se traduce en violencia e incluso en terrorismo, la desastrosa situación económica y la consecuente penuria han provocado una oleada de inmigrantes venezolanos. La caótica situación que vive el país vecino constituye una traba no querida para la buena marcha del proceso de paz en Colombia. Por un lado, está la sobrecarga que supone para los trabajadores colombianos y para el erario público la llegada masiva de inmigrantes venezolanos. La economía colombiana no está en un momento boyante. Poner en práctica el proceso de paz es caro. Y el gobierno de Santos ha adoptado una medida muy impopular para obtener recursos: ha elevado el IVA general al 19%.

Por otro lado, el colapso del régimen bolivariano en Venezuela y el enroque autoritario del presidente Maduro son utilizados como contraejemplo para difundir la idea de que no existen alternativas viables de izquierda. Las propuestas de cambio son descalificadas alegando que conducirán inexorablemente a una situación como la que está viviendo ahora el vecino país.

Mientras tanto, el proceso de paz sigue adelante a pesar de todas las complejidades y trabas que se interponen en su camino

Hay espacio para la esperanza. Pero resulta preocupante la falta de implicación de la ciudadanía en la implementación de los acuerdos. Los colombianos de a pie no parecen haber hecho suyo el proceso de paz.

9 /

2017

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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