La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Estados Unidos en la Guerra Civil española
Los Libros de la Catarata,
Madrid,
272 págs.
Roosevelt y el fascismo en España
Pau Casanellas
Pocos acontecimientos de la historia contemporánea española como la Guerra Civil han suscitado tanta atención y, a la vez, debates tan encendidos. Entre todo ese ruido, se agradecen las contribuciones documentadas y rigurosas. El libro de Andreu Espasa Estados Unidos en la Guerra Civil española, de reciente publicación, se encuentra sin ningún género de dudas entre este grupo. Se trata de un muy sólido estudio monográfico sobre el papel de la Administración de Franklin D. Roosevelt ante el golpe de Estado de julio de 1936 y la subsiguiente contienda militar. Pero, más allá de su valiosa aportación al objeto específico de estudio, uno de los elementos más destacables del volumen es su sugestivo análisis de las mutaciones experimentadas por el pensamiento estratégico estadounidense a finales de los años treinta, en unos momentos en que se estaba fraguando el abandono −parcial y en muy buena medida derivado de intereses propios− del aislacionismo que había caracterizado tradicionalmente la política exterior norteamericana.
A raíz de su intervención en la Gran Guerra, los Estados Unidos habían empezado a ejercer un papel cada vez más protagónico en la arena internacional. A pesar del fracaso de Woodrow Wilson en el intento de que el Senado ratificara la entrada del país en la Sociedad de Naciones −circunstancia que, evidentemente, limitó su capacidad de acción diplomática−, otra suerte muy diferente corrió la penetración económica exterior: la inversión directa al extranjero de capital norteamericano se duplicó en tan sólo una década, entre 1919 y 1929, aumento que hay que situar en el marco de un programa de reconstrucción económica mundial para contribuir a la recuperación de la estabilidad y la prosperidad imperantes en el período de la Gilded Age. Evidentemente, una de las preocupaciones centrales de esa política era la contención de la “amenaza roja”, empeño que incluía también las vías diplomática y militar.
La obsesión por atajar el peligro de la revolución se mantuvo a lo largo de los años treinta y condicionó sobremanera la reacción no sólo de los Estados Unidos, sino también de las demás potencias occidentales ante la emergencia, consolidación y expansión del fascismo. Pese a que, a la hora de analizar la política de appeasement, la historiografía se ha centrado especialmente en su versión europea (francesa y, sobre todo, británica), Espasa acierta al subrayar la importancia de la vertiente estadounidense, cuyo instrumento principal fue la legislación de neutralidad, que impedía vender armas a países en conflicto. Además, la ley negaba cualquier distinción entre agresor y agredido, lo que, en la práctica, convertía el appeasement norteamericano en más pusilánime que el francés o el británico.
Si bien la referida legislación de neutralidad estadounidense no contemplaba la hipótesis de una guerra civil, cuando estalló la contienda en España la Administración Roosevelt se apresuró a declarar un embargo moral, convertido en legal en enero de 1937, con la aprobación en el Congreso de una resolución específica para el caso español. En el siguiente mes de mayo, la promulgación de una nueva ley de neutralidad ratificaría el embargo, incluyendo una referencia específica a los casos de guerra civil. Con todo, para que la norma resultara efectiva continuaba siendo necesaria la declaración presidencial de existencia de conflicto armado, lo que de hecho otorgaba a la Casa Blanca el poder de tomar en cada caso la decisión que considerara más conveniente. Fue esta prerrogativa la que permitió a Roosevelt no establecer ningún embargo ante el estallido de la guerra sino-japonesa en julio de 1937, en un claro intento de favorecer la causa china. El contraste con la decisión adoptada ante la guerra de España resulta flagrante, sobre todo si tenemos en cuenta que el gobierno del Kuomintang llevaba una década lidiando con una situación de guerra civil intermitente contra el Partido Comunista Chino, ante la que nunca se planteó la imposición de embargo alguno. Mientras tanto, aprovechando que la legislación de neutralidad limitaba el embargo al material de guerra (lo que no afectaba los suministros), la Texaco continuó vendiendo grandes cantidades de petróleo a los militares insurrectos españoles, vulnerando incluso las condiciones de pago inmediato impuestas por la ley.
Sin embargo, los círculos de Washington fueron progresivamente cambiando de opinión acerca de la Guerra Civil española; una rectificación que tenía mucho que ver con los temores ante el creciente expansionismo nazi y la eventualidad de que el estallido de una guerra en Europa terminara desestabilizando también el continente americano. Una primera muestra de ese giro de guion la ofreció el llamado “discurso de la cuarentena”, pronunciado por Roosevelt en Chicago en octubre de 1937, en el que el presidente abogaba por establecer “cuarentenas” contra las naciones agresoras para evitar el contagio de la guerra. Pero, como se analiza muy bien en el libro, esas palabras no tuvieron una traducción práctica. Y, por mucho que destilaran un trasfondo idealista, se trataba en realidad de un cambio dictado por intereses pragmáticos. Es ahí donde entra en juego lo que el autor llama la “conexión mexicana”. Ante la situación de inestabilidad que atravesaba México −donde la decisión de Lázaro Cárdenas de nacionalizar el petróleo, tomada en marzo de 1938, había desatado los rumores sobre la posibilidad de una insurrección derechista−, Washington temía que una victoria fascista en España alentara la aparición de un “Franco mexicano” aliado de los alemanes. Los bombardeos de la Alemania nazi y la Italia fascista en España habían demostrado que una potencia extranjera podía intervenir de manera determinante en un tercer país sin necesidad de un gran despliegue de medios sobre el terreno. Y la eventual presencia de un régimen títere de los nazis en la misma frontera estadounidense intranquilizaba a la Casa Blanca, al acercar de forma peligrosa la posibilidad de un ataque aéreo de los alemanes, como el propio Roosevelt se encargó de señalar en público.
Aunque a lo largo de 1938 se produjeron algunas tímidas iniciativas de apoyo al gobierno de Juan Negrín (la compra de plata española por parte del Departamento del Tesoro y un fallido intento de venta encubierta de armas), la modificación de la legislación de neutralidad para abrir la puerta al comercio de material bélico con un país en conflicto llegó sólo en noviembre de 1939, tras el estallido de la guerra en Europa. La amenaza nazi y, con ella, la de la expansión mundial del fascismo, había dejado de ser un futurible. Para la causa republicana española, la rectificación llegaba demasiado tarde, demora que fue absolutamente determinante para las posibilidades de victoria de Franco. A pesar de los ríos de tinta que se han vertido para vincular la evolución del enfrentamiento militar con las divisiones en el bando republicano −sea para culpar a los revolucionarios, sea para responsabilizar a las fuerzas que quisieron imponer el orden y la disciplina a toda costa−, lo cierto es que la guerra no se perdió en la retaguardia, sino en el frente internacional. Como han señalado desde hace años historiadores bien documentados, fue la intervención y, sobre todo, la no intervención de las potencias extranjeras lo que decantó la balanza a favor de la coalición reaccionaria.
Significativamente, en febrero de 1939, cuando la guerra en España llegaba a su fin, el propio Roosevelt reconocería públicamente su error. En marzo de 1945, poco antes de morir de forma repentina, el presidente admitiría igualmente, en un intercambio privado con el entonces embajador en Madrid, Norman Armour, que en el mundo que se abriría tras la inminente victoria militar contra la Alemania nazi no habría lugar para gobiernos fundados en los principios fascistas. A continuación, precisaba que el mantenimiento de relaciones diplomáticas con España no debía ser interpretado como una aprobación del régimen franquista y de su partido único, que, según el mandatario norteamericano, era abiertamente hostil a Washington y había tratado de extender las ideas fascistas al hemisferio occidental. Esta última referencia nos remite de nuevo a una de las tesis de fondo del libro: la importancia de la “conexión mexicana” en el cambio de planteamiento de la política exterior de los Estados Unidos a finales de los años treinta. Asimismo, nos dice mucho sobre las reticencias a abandonar por completo el aislacionismo que había caracterizado esa política: incluso cuando parecía que se empezaba a dejar atrás, se hacía apelando a los principios de la doctrina Monroe (hay que tener en cuenta que el aislacionismo nunca pretendió aislar al país del resto del mundo, sino limitar su hegemonía al continente americano).
Como bien apunta Andreu Espasa, los Estados Unidos no quisieron asumir durante el período de entreguerras el papel de liderazgo político mundial que sí estaban ejerciendo en el terreno económico. Hasta que no fue ineludible confrontar el fascismo con las armas, la política exterior estadounidense −como la de las principales potencias occidentales− estuvo caracterizada por la preocupación obsesiva por conjurar la revolución. El periodista de The Nation −e integrante durante un breve período de tiempo de las Brigadas Internacionales− Louis Fischer daba en el clavo cuando, en abril de 1938, afirmaba en la Cámara de los Comunes de Londres: “El Gobierno británico y los capitalistas británicos tienen que decidir si el comunismo es más amenazador que el fascismo. El juego inteligente de Hitler es hacerles creer que éste es el caso”. Algo parecido podría haberse afirmado para el caso estadounidense.
Para Roosevelt, el mejor antídoto ante fascismo y comunismo lo constituía la profundización de la democracia, y el New Deal debía funcionar como ejemplo inspirador en una era de inestabilidad e incertidumbres. Sin embargo, su política exterior, lastrada por el aislacionismo imperante entre las élites políticas y diplomáticas norteamericanas, y obcecada por el fantasma de la revolución, no fue consecuente: nunca se insistirá suficientemente en la responsabilidad de Roosevelt en la victoria del fascismo en España.
8 /
2017