La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Javier Gimeno Perelló
Acercar el libro a todos los rincones de España: las bibliotecas de las Misiones Pedagógicas
En los comienzos de la II República apenas existían bibliotecas en España, tan sólo en dos regiones: Cataluña, con dos bibliotecas creadas por la Mancomunidad: la propia Biblioteca de Cataluña y la Escola de Bibliotecaries, primera escuela universitaria para la enseñanza de la biblioteconomía; la otra región era Asturias, cuyas bibliotecas no fueron creadas por la Administración sino por colectivos de trabajadores, sindicatos, ateneos y casas del pueblo y otras asociaciones, fundaciones y entidades de carácter social. En esta región es forzoso mencionar la biblioteca popular circulante de Castropol, localidad en los años 30 de 8.000 habitantes, creada en 1922 por un grupo de estudiantes universitarios, como ejemplo de lo que quisieron ser muchas de las bibliotecas creadas por la República. La de Castropol era un verdadero centro cultural surgido en torno a la biblioteca, donde se representaban obras de teatro, se realizaban audiciones y conciertos musicales, se montaban exposiciones, se pronunciaban conferencias, se hacían coloquios y mesas redondas, múltiples actividades pedagógicas y lúdicas de difusión del libro y fomento de la lectura, se publicaban diarios y revistas, y un largo etc. Contaba con el apoyo de sociedades cívicas de diversa naturaleza, ayudas económicas de personas adineradas amantes de la cultura y, muy especialmente, de muchos castropolenses que emigraron a América a hacer fortuna, y la hicieron, a quienes a su vuelta se conocían como indianos. No en vano, Bartolomé Cossío llegó a desear públicamente “mil castropoles en España”. En el resto de España, las pocas bibliotecas que había procedían de colecciones producto de la desamortización, con libros de escaso valor literario, científico, de divulgación o bibliotecario, por ser, o bien obsoletos, o bien textos en latín (muchos eclesiásticos) u obras en otros idiomas, o malas traducciones.
Las bibliotecas de las Misiones Pedagógicas, por especial empeño de su fundador Bartolomé Cossío, fue una de sus grandes misiones. Para Cossío, no había nada mejor para educar deleitando que el de difundir por toda España el placer de leer. El ministro de Instrucción Pública, Marcelino Domingo, advertía que “no basta construir escuelas para que se cumpla plenamente el desenvolvimiento cultural que España necesita. Urge… divulgar y extender el libro”. A pesar de expresar su confianza en los grandes resultados que alcanzará la política republicana de dotar de escuelas públicas a todos los pueblos de España, reconocía la enorme carencia de algo que consideraba imprescindible: “pequeñas bibliotecas rurales que despierten, viéndolas, el amor y el afán del libro; que hicieran el libro asequible y deseable; que lo lleven fácilmente a todas las manos”.
Asume el ministro con sus palabras el espíritu de las Misiones que consagrara su fundador: llevar al mundo rural y a sus rincones más alejados y recónditos el amor al saber y al conocimiento mediante el placer de la lectura. La biblioteca, para la República, podía llegar a “ser un instrumento de cultura tan eficaz o más eficaz que la escuela… y muy especialmente en el medio rural, donde sus gentes, sobre todo las personas adultas, nunca han ido ni tendrán ya oportunidad de ir a la escuela, ni aprenderán a leer muchas de ellas”. Pero la lectura en voz alta, primero, de los misioneros, después, de los hijos escolarizados de los campesinos, les abriría las puertas de su imaginación y de otras realidades y conocimientos que de otro modo
nunca adquirirían, descubriendo el placer, no de leer, pero sí de escuchar lo que cuentan los libros en la voz de sus hijos. Los niños y jóvenes del mundo rural sí podrán experimentar por sí mismos el gusto y el placer por los libros y por la lectura porque serán ellos quienes descubran los tesoros ocultos en sus páginas, dando rienda suelta a su imaginación y a su fantasía. Nada de todo esto sería posible sin una biblioteca escolar que hiciera a su vez el papel de biblioteca de lectura pública y de préstamo para todos los vecinos del pueblo, sean aquéllos niños o mayores, mujeres u hombres. La biblioteca rural iba a convertirse, por consiguiente, en el instrumento más eficaz para hacer cumplir la máxima de la República: “acercar la ciudad al campo con objeto de alegrar, humanizar y civilizar el campo”.
Para la República era una prioridad que todos los españoles, especialmente los niños y jóvenes supieran leer, y en la medida de lo posible, todos los adultos que quisieran y pudieran, a pesar de que para muchos, en especial los campesinos, era una tarea difícil, por no decir imposible, debido a las duras condiciones que las faenas del campo imponen a sus labriegos, en jornadas de sol a sol de lunes a domingo. Por ello, tan importante como saber leer era tener motivación para la lectura y “despertar el afán de leer entre los que no lo sienten”.
El antecedente más inmediato de las bibliotecas de las Misiones Pedagógicas fue la constitución de una comisión, a través de una Real Orden de 6 de marzo de 1931, para la organización de una misión dirigida a las escuelas rurales con el objeto de llevarles los nuevos métodos pedagógicos. Esta Orden no llegó a llevarse a efecto, debido a los convulsos acontecimientos políticos del momento, que culminaron con la proclamación de la II República un mes y unos días después.
El Gobierno de la II República instauró dos tipos de bibliotecas: las municipales y las de Misiones Pedagógicas. El Ministerio de Instrucción Pública crea la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros para Bibliotecas Públicas (JIAL), con un presupuesto de 600 mil pesetas para adquisición de libros, partida que contrasta con la destinada en 1930 por el Gobierno anterior, bajo el reinado de Alfonso XIII, de 35 mil pts.
Para la creación de bibliotecas, el Patronato disponía en sus inicios de un presupuesto inicial de 100 mil pesetas, cantidad que supone un tercio de su asignación total. Para su desempeño, contaba con el Museo Pedagógico Nacional o el propio Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes y la JIAL, y, fundamentalmente, con el Servicio de Bibliotecas, coordinado por el poeta Luis Cernuda, los bibliotecarios María Moliner y Juan Vicens de la Llave y el inestimable apoyo de María Zambrano, Pedro Salinas, Rafael Alberti o García Lorca. Este servicio fue el más importante de los siete que tenía el Patronato, y el mejor dotado económicamente, con cerca del 60 % de su presupuesto en sus tres primeros años, lo que permitió la creación hasta junio de 1936 de 5.522 bibliotecas, la mayoría en localidades de menos de cinco mil habitantes, muchas tan solo entre cincuenta y doscientos.
Este presupuesto no comprendía únicamente la adquisición de libros, sino también otros aspectos esenciales como embalaje y portes, encuadernación, talonarios para el recuento estadístico de lecturas y lectores, carnés de biblioteca, señaladores, etc. Desafortunadamente, el ritmo de creación de bibliotecas no fue siempre el mismo. Los gobiernos republicanos conservadores aplicaron desde 1935 drásticos recortes presupuestarios a las partidas
destinadas a cultura, hecho que llevó a Américo Castro a llamarles dinamiteros de la cultura en un artículo publicado en el periódico El Sol.
Las bibliotecas de las misiones eran de dos tipos: fijas y ambulantes. El Servicio de Bibliotecas del Patronato contó con la colaboración de los propios ayuntamientos y otros organismos provinciales y locales, así como de la ayuda altruista de particulares. Cualquier alcalde de cualquier municipio, sin importar el tamaño o número de habitantes, podía solicitar a la JIAL o al Servicio de Bibliotecas lotes de libros para organizar una biblioteca municipal, con la única condición de disponer de un local, por modesto que fuere, pero mínimamente acondicionado, y una persona que, normalmente de forma voluntaria, se hiciera cargo de la biblioteca: por lo general, el maestro, pero en otros casos se encargaba el portero del ayuntamiento, un jardinero municipal en pueblos donde había, amas de casa también o el propio secretario de la corporación. Casi nunca bibliotecarios profesionales porque, entre otras razones, únicamente había 126 en toda España. Los encargados de las bibliotecas, incluidos los maestros, no recibían una mínima formación técnica en materia de organización bibliotecaria, razón por la cual aquéllas adolecían de importantes deficiencias, como una mala clasificación de los libros y, en general, múltiples defectos organizativos, a pesar de la supervisión que llevaban a cabo los bibliotecarios profesionales colaboradores en las misiones, como los mismos Juan Vicens, María Moliner o Teresa Andrés. Habitualmente, la JIAL se ocupaba de coordinar las bibliotecas de las ciudades y poblaciones grandes, mientras que el Servicio de Bibliotecas era el encargado de crear y supervisar las bibliotecas de pueblos y aldeas más pequeñas.
Por otro lado, la contribución de las instituciones municipales y provinciales a las bibliotecas de las misiones no siempre fue la esperada y para evitar la falta de colaboración de algunas de ellas, presididas por políticos conservadores la mayoría, el Ministerio de Instrucción Pública promulgó una Orden de 25 de abril de 1932 por la que regulaba el régimen de funcionamiento de las bibliotecas creadas por las misiones. Esta disposición obligaba a todos los ayuntamientos y diputaciones a contribuir económicamente al mantenimiento y a la mejora de las bibliotecas, suministrando el Patronato una lista de recomendaciones bibliográficas para su futura compra.
Así, la República estaba empeñada en dotar a todas las escuelas rurales de bibliotecas. Bibliotecas que, como señalábamos antes, no fueran sólo de uso de la escuela, sino también de todos los habitantes de los pueblos, de manera que cualquiera con su carné de socio pudiese tomar libros prestados para su casa.
Para no abrumar con las cifras, señalaremos algunas de las más significativas:
– Entre 1932 y 1933, las bibliotecas rurales –siempre bajo la supervisión del Patronato de Misiones- contaron con 467.775 lectores, de los cuales, más de la mitad eran niños: 57,5% (269.325), teniendo en cuenta que se trataba de bibliotecas escolares, aunque hacían también la función de bibliotecas públicas. – Si nos atenemos al número de lecturas, es decir, tanto los libros prestados como los leídos en la propia biblioteca, el número se eleva en ese período a más de dos millones (2.196.495 lecturas), de las cuales, bastante más de la mitad fueron infantiles: 64% (1.405.845)
Eran los inspectores de enseñanza los responsables de hacer la selección de los libros para comprar y los maestros los principales bibliotecarios, encargados de expedir carnés a los socios de la biblioteca, catalogar los libros o llevar el registro de préstamos, todo ello bajo la supervisión del Consejo Local de Primera Enseñanza, que, a su vez, organizaba actividades pedagógicas – conferencias, coloquios sobre libros-, pero también lúdicas -rifas, fiestas, concursos-, para estimular y fomentar los libros y la lectura entre los vecinos.
La selección de libros no era tarea sencilla, habida cuenta del heterogéneo público al que iban destinados: desde mujeres rurales y campesinos, la gran mayoría analfabetos o semianalfabetos, hasta niños y jóvenes, escolarizados muchos pero otros con un nivel muy bajo de asistencia a la escuela por la necesidad de acudir a las labores del campo con sus progenitores. La mayor parte de los futuros usuarios de las bibliotecas que sabían leer, o bien no habían leído un libro en su vida, o no estaban acostumbrados a una lectura continua, de manera que les costaba comprender el significado de un texto. En un principio, se clasificaban los libros en dos grandes categorías para cada uno de los grupos de edad: para los niños se seleccionaban obras de autores clásicos de cuentos y narraciones infantiles, como Perrault, los hermanos Grimm, Andersen, así como adaptaciones de otros clásicos como Homero, Dante, Cervantes, Quevedo, Allan Poe, Julio Verne; o biografías de grandes personajes como Napoleón, Alejandro Magno, Marco Polo, así como poesías del Romancero, Manrique, Larra, Bécquer, o de poetas contemporáneos como Antonio Machado, Lorca, Juan Ramón Jiménez, etc., además, obviamente, de libros sobre historia, arte, de viajes, leyendas… Para los adultos, además de muchas de las obras seleccionadas para niños, se incluían muchas otras clásicas y contemporáneas, desde la propia Ilíada y Odisea hasta el Quijote, Fuenteovejuna o La vida es sueño, pasando por Goethe, Voltaire, Dickens, Byron, Shakespeare, Dostoievsky, Tosltoy y un largo etcétera, sin olvidar, desde luego, ensayos y otros textos de filosofía, historia, geografía, sociología, política, arte, pedagogía…
María Moliner
No queremos terminar este artículo sin referirnos a la excelente bibliotecaria, misionera y lexicógrafa María Moliner. Su extraordinaria labor al frente de la Delegación de las Misiones Pedagógicas en Valencia atestiguan su vocación bibliotecaria y su ingente valía personal y profesional. Autora del Diccionario de uso del español –obra que redactó ya en el desgarro de su exilio interior en plena dictadura-, lo fue también del mejor plan de organización de bibliotecas de España, por el cual se creaba una red bibliotecaria a partir de las 115 bibliotecas establecidas en 1935 por el Patronato de Misiones Pedagógicas en la región valenciana. Con su biblioteca central en Valencia, se encargada de la coordinación de los servicios, que incluía a su vez la creación de una Escuela para bibliotecarios rurales, en colaboración con la Escuela Normal de Maestros, lo que permitía que los futuros enseñantes pudieran formarse también en técnicas bibliotecarias o biblioteconomía, de modo que en un futuro cercano pudieran encargarse de las bibliotecas de la red. La biblioteca central además contaría con una sección infantil y otra especializada en obras de pedagogía, y funcionaría también como biblioteca pública, con una colección de 400 libros. Para el funcionamiento eficaz de estas bibliotecas rurales escribió unas Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas, publicadas en 1937, y muy apreciadas tanto en España como el extranjero. El plan de María Moliner se anticipaba en decenios a las modernas redes informatizadas de bibliotecas que hoy tenemos.
Su fin era crear una organización bibliotecaria, extensible a otras regiones, donde las bibliotecas rurales tuvieran una misión preponderante, coordinadas en red por una biblioteca central que permitiese a cualquier lector, sin importar su lugar de residencia, obtener cualquier libro de cualquier biblioteca de la red –lo que los bibliotecarios llamamos préstamo interbibliotecario-. Esta experiencia sería fundamental para la posterior redacción del ambicioso Proyecto de Bases de un Plan de Organización General de Bibliotecas del Estado, que la victoria del bando faccioso le impidió ver la luz.
Otro gran bibliotecario, director de la biblioteca de la Universidad Central de Madrid, Javier Lasso de la Vega, predijo que “sin libros, sin prensa, ni bibliotecas, España no podrá ser un país democrático, jamás”. Él mismo tuvo ocasión de comprobar lo acertadas que llegarían a ser sus palabras.
Referencias bibliográficas
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[Javier Gimeno Perelló es bibliotecario de la UCM]
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2017