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Carlos Taibo

La invención de Normandía

Días atrás en modo alguno se me hubiera pasado por la cabeza terciar en un debate —el que al cabo ha cobrado cuerpo entre nosotros— sobre el enésimo aniversario del desembarco de Normandía. Dos razones hay, sin embargo, para hacerlo ahora: si la primera recuerda que el sesenta aniversario de los hechos de 1944 ha sido interesadamente empleado por los gobernantes estadounidenses en un momento no precisamente cómodo para éstos, la segunda subraya el peso ingente de lecturas hagiográficas que olvidan, con formidable desparpajo, datos fundamentales.

Avancemos al respecto que con frecuencia se ha ignorado en los últimos días lo que a los ojos de la abrumadora mayoría de los historiadores es evidente: el desmoronamiento de la Alemania hitleriana no fue la consecuencia de un desembarco, el de Normandía, que llegaba demasiado tarde. Fue, antes bien, el ejército soviético el que, con su presión en el este, provocó un visible desfondamiento de su homólogo alemán. Así las cosas, Normandía respondió a un propósito que, fácil de entender, obliga a desmarcar el desembarco, con todo, del objetivo central de acabar con la Wehrmacht: se trataba, sin más, de disputarle a la URSS el mérito del éxito final que se auguraba y de preservar, de resultas, para Estados Unidos un activo protagonismo en la Europa de la posguerra. Digámoslo de otra manera: la operación exhibía una dimensión claramente interesada, en virtud de la cual la derrota del enemigo pasaba a un segundo plano.

Ignorar lo anterior se antoja tan grave y ocultatorio como vincular en exclusiva los movimientos de la URSS con el legítimo deseo de afianzar un parachoques de seguridad que permitiese evitar la repetición de una invasión como la de 1941. Aunque a buen seguro que la Unión Soviética acariciaba tal propósito, por detrás de su conducta se apreciaba también un espasmo imperial que, adobado de rasgos represivos, por fuerza tenía que llenar de descontento a las poblaciones de los países ocupados por lo que aún entonces se llamaba Ejército Rojo.

Pero es que —y vamos ahora a lo principal— una disputa de perfil similar afecta a la consideración del papel asumido por Estados Unidos en la segunda guerra mundial entendida como un todo. No se trata de negar que muchos norteamericanos ofrecieron su vida para derrotar a regímenes aborrecibles. Tampoco se trata, en modo alguno, de olvidar el papel, sin duda relevante, que correspondió a Washington en el aprestamiento de la poderosa maquinaria militar aliada. Pero en jornadas como éstas es obligado poner las cosas en su sitio y subrayar cuantas veces sea preciso que la conducta de los gobernantes estadounidenses respondió, también, a intereses tan singulares como mezquinos.

Y es que no está de más recordar, por lo pronto, que la intervención de Washington en la segunda guerra mundial se verificó de forma ostentosamente tardía, y sólo cobró cuerpo —curiosa solidaridad ésta— cuando se registró una efectiva agresión japonesa. Sabido es, por lo demás, que algunas versiones conspiratorias sugieren que el presidente Roosevelt, pese a conocer que tal agresión se estaba preparando, nada hizo para evitarla, y no precisamente para de esta suerte encontrar un argumento con el que justificar, ante la opinión pública norteamericana, la inmersión en la guerra: mucho más habrían pesado las presiones de un complejo industrial-militar a los ojos del cual el conflico bélico se perfilaba, claro, como un negocio saneadísimo.

Nadie obtuvo, por lo demás, beneficios mayores que los que extrajo Estados Unidos de la segunda contienda mundial. El país emergió de ésta como la principal potencia planetaria, tras dejar atrás a quienes antes de 1939 bien podían considerarse sus competidores: Alemania, Francia, Japón, el Reino Unido y la URSS. No sólo eso: a diferencia de lo ocurrido en estos últimos, el territorio continental norteamericano no padeció los efectos de la destrucción bélica y quedó indemne en sus infraestructuras industriales. En adelante, y por añadidura, Estados Unidos pudo ejercer una férula directa sobre economías tan jugosas como la alemana y la japonesa, al tiempo que accedía a un control exhaustivo de lo que ocurría en la mitad occidental del continente europeo. Para cerrar el círculo, en fin, los muertos provocados por la participación nortamericana en la guerra —cuatrocientos mil— estaban a años luz de los dejados sobre el terreno, y propongamos un ejemplo entre varios, por la Unión Soviética.

El simple recordatorio de los datos anteriores obliga a concluir que la participación activa de Estados Unidos en la segunda guerra mundial obedeció, en una de sus claves decisivas, a los intereses propios de una gran potencia que no se olvidaba de sí misma. Quien estime que esa participación respondió, poco menos que en exclusiva, al propósito de apuntalar la causa de la democracia y de la libertad parece un tanto fuera del mundo. Y al respecto tan importante es rescatar la activa colaboración dispensada por la Casa Blanca, al cabo de unos años, con el régimen del general Franco como subrayar que, hoy mismo, y en Iraq o Afganistán, Estados Unidos —su elite dirigente— no pelea sino para defender, obscenamente, sus propios intereses por mucho que los edulcore con gastada palabrería.

[Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz]

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2004

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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