La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Xavier Pedrol
Acerca de las elecciones europeas
Ni el entusiasta anuncio de la ampliación al Este ni la aprobación de lo que se promociona como una «Constitución» para Europa han conseguido involucrar a los ciudadanos en el actual proceso de integración. La altísima abstención (55,8% de media) en las recientes elecciones europeas ha confirmado un nivel de desafección ciudadana que no ha parado de crecer en cada convocatoria desde que tuvo lugar la primera en 1979. La incorporación de los nuevos estados del Este no ha revertido esta tendencia. Antes al contrario. Tan solo una media del 28,7% ha votado, llegando en Polonia al 20,7% y en Eslovaquia a un exiguo 16,6%. ¡Y tan contentos que se hallaban estos países, según decían, con su nueva condición! Los líderes europeos han expresado sus lamentos y han convenido en la necesidad de reflexionar. «Frustración», «desconcierto», «decepción», fueron los calificativos más usados en sus declaraciones habituales del día después. Sin embargo, el mejor remedio que hallaron para elevar su ánimo fue nada menos que aprobar el proyecto de Constitución europea. Moratinos, el jefe de la diplomacia española, se apresuró a revelar el antídoto: «la mejor manera de ilusionar a la ciudadanía es aprobar la Constitución». «Hace falta tener la casa europea en orden», agregó sin vacilar el ministro francés de asuntos exteriores. Como si la invocación de palabras solemnes bastara para poner orden al desconcierto europeo y otorgar legitimidad a un proceso carente de ella, mírese como se mire. Huida, pues, hacia adelante: más de la mitad de los electores optan por no acudir a las urnas y lo que se decide en la cumbre de Bruselas es aprobar un texto que blinda una concepción tecnocrática y neoliberal, absolutamente ignorado por la ciudadanía a la que se destina.
Vistas así las cosas, lo que sorprende en realidad es que unas elecciones tan vacías de contenido hayan conseguido convocar a tanta gente. Y es que la función que ha tenido el Parlamento europeo hasta el momento ha sido del todo secundaria. La que se le encomienda en el proyecto de Constitución no mejora sustancialmente nada al respecto, aunque ciertos folletines propagandísticos institucionales expongan engañosamente (¿se puede mentir impunemente utilizando dinero público?) que sus competencias son «comparables a las que ejercen los parlamentos de cualquiera de los países miembros». El hecho de que los propios gobiernos no tengan reparos en perder el número de diputados en un Parlamento a cambio de alcanzar o mantener mayor poder en el Consejo, ¿no es ya suficientemente ilustrativo del escaso valor que se otorga a la única institución que se elige en las urnas?
Naturalmente, la participación en estas elecciones debe leerse también en clave interna. En gran parte de los estados de la UE, la campaña fue concebida como un instrumento funcional a la estrategia de los partidos para conservar o alcanzar el poder. Y fue esta percepción la que indujo a los electores de muchos países (Reino Unido, Francia, Alemania, Bélgica, etc.) a dar un voto de castigo a los partidos gobernantes. También en nuestros lares. Aquí la campaña se centró en la legitimación o deslegitimación de los recientes comicios de marzo. No era la primera vez. Ya en 1994 el PP trató de convertir las elecciones europeas en una suerte de «segunda vuelta» de las generales de 1993. En aquella ocasión triunfó. Ahora, pese a que el PP logró movilizar a una amplia parte de su electorado, no consiguió ganar al PSOE, que obtuvo empero una victoria menor a la del 14 de marzo pasado. El 54% de abstención —la más alta de la historia posfranquista— y el carácter de «segunda vuelta» para la mayoría de los votantes, perjudicó sobre todo a las formaciones nacionalistas y a IU-ICV-EUiA.
IU-ICV-EUiA, en efecto, obtuvo un 4,16%, disminuyendo en más de la mitad su número de votos. La ilusión del «voto prestado» al PSOE mantenida por la dirección se reveló como la fácil coraza para protegerse de una autocrítica más honda de la situación de la federación, y una buena parte de las personas que les apoyaron en marzo decidieron quedarse en casa esta vez o invertir sus energías en movilizaciones puntuales como las protestas de los inmigrantes o la Consulta Social Europea. Sin duda, las vacilaciones a la hora de pronunciarse respecto al proyecto de Constitución europea no pueden considerarse el elemento determinante de una debacle que viene gestándose hace tiempo. Pero desde luego reflejan la excesiva preocupación por presentarse como una organización política «respetable» a los ojos siempre vigilantes de PRISA, Fidalgo o Zapatero, por decirlo en términos deliberadamente simplificados.
Si el debate no se reduce a confrontaciones identitarias infecundas o a meras disputas entre baronías territoriales, la celebración de un Congreso extraordinario puede ser una ocasión propicia —acaso la última— para fundir el proyecto de IU en un amplio espacio rojo-verde-violeta a la izquierda de la socialdemocracia, sensible a la realidad plurinacional del estado y abierto a las mejores prácticas y propuestas de los movimientos altereuropeístas y altermundialistas. Entre otras iniciativas, la campaña contra la ratificación de la Constitución europea y la actitud, por ejemplo, frente al Foro Social de Londres de octubre de este año, pueden erigirse en laboratorios para una refundación creíble y radical, sin bálsamos retóricos.
30 /
6 /
2004