La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Antonio Izquierdo Escribano
Es necesario replantearse el modelo migratorio
Las preguntas
De aquí en adelante la pregunta que hay que despejar, en todos y cada uno de los informes sobre la situación social de España, es la de si hay que considerar a los inmigrantes como una población aparte, o si constituyen una pieza de la estructura social. En otras palabras, si es acertado dedicarles un capítulo por separado, o si por el contrario hay que integrarlos en el análisis general. Empezaremos por describir su posición en la sociedad porque la vista dice una cosa y la estadística otra. Con las encuestas en la mano nos aparece que el público entrevistado los percibe como una población extraña y que vive aparte. Pero cuando paseamos por las calles vemos a las mujeres inmigrantes entrar en las casas y salir de los portales con una persona mayor cogida del brazo. Entonces, ¿cuál es su situación en la sociedad? ¿Hay que ubicarlos donde se los percibe o donde les vemos?
La cuestión siguiente es más teórica, aunque se deriva de la descripción anterior. Se trata de responder si el actual modelo migratorio (que es una parte del modelo social), empuja a los inmigrantes al extrarradio, o los incorpora a la sociedad. Entendiendo por sociedad un esfuerzo continuado por tejer lazos y establecer vínculos entre las personas. Y por modelo migratorio un conjunto de modos de hacer que ofrece más o menos libertad y prosperidad a los foráneos. No hablamos aquí de modelo como aspiración ideal, sino de un embudo que los canaliza hacia el interior o el exterior de la convivencia. El modelo comprende, visto de este modo, la política y también sus resultados, es decir, tanto la desviación como el encaje de los migrantes en la dinámica de la sociedad. Concretamente queremos saber si la mayoría de los 6 millones de habitantes que han nacido en el extranjero y actualmente viven en España están siendo conectados o desconectados del compromiso colectivo que supone organizar la vida en común
1.- ¿Todavía son extraños… en la cuarta fase?
En mi opinión, los inmigrantes han atravesado cuatro fases hasta llegar a convertirse en parte de la estructura sociodemográfica del país. La primera, fue la decisión de emigrar, la experiencia del viaje, la vivienda y el trabajo inicial. Durante la segunda etapa, se hicieron con el idioma, y se abrieron a los hábitos de la sociedad. Atrajeron a sus familiares y se asentaron. La tercera fase ha sido la de la crisis, durante la cual se ha puesto a prueba su voluntad. La recesión les ha castigado con mucha intensidad, y tenían menos defensas frente a ella que los autóctonos. Al principio, aguantaron con la esperanza de que la crisis fuera breve, pero luego han tenido que decidir si quedarse aquí, volver al país de origen, o emigrar de nuevo, pero a otro país.
Es fácil comprobar cómo, en las crisis, se achica la cartera de las oportunidades y se amplía la influencia de los patrimonios y de las relaciones familiares. En tiempo de bonanza económica hay más empleo y movilidad social. La función principal de las redes de parentesco y de amistad es la de seleccionar aquello que resulta más adecuado y evitar la precipitación en la incorporación al mercado de trabajo. Son redes para filtrar las ofertas y encaminarlas hacia la movilidad social ascendente. Mientras que en las crisis la tarea de la red familiar y de allegados es la de proteger de la intemperie laboral y de otras calamidades afectivas que refuerzan el hundimiento emocional. La de evitar la humillación y la pérdida de la dignidad.
No es difícil deducir de lo anterior que los inmigrantes tienen menos conocidos en el entorno que los nativos, y poca herencia acumulada en el lugar de destino. Menos recomendaciones, menos dinero, y menos derechos. De modo que tienen en su contra la fragilidad de la red social y su desamparo institucional, aunque tienen a su favor la actitud ante las adversidades y la experiencia de vivir entre dificultades. La emigración es, también, un máster en flexibilidad. Se aprende a superar las barreras administrativas, adaptarse a la situación y descifrar las claves culturales. Es una escuela de ánimo y de carácter. Por eso los inmigrantes que han resistido los golpes de esta gran recesión están en disposición de afrontar una cuarta fase. Ya no son recién llegados, ni el paisaje humano les resulta extraño: son personas que, aunque no han nacido aquí, han vivido aquí los buenos y los malos tiempos; y finalmente, han elegido este lugar para construir su futuro.
Bajo este prisma, a los seis millones de inmigrantes que siguen viviendo aquí no es necesario examinarles de cultura española. Ni catalana, vasca, gallega, andaluza o canaria. No hay que preguntarles si se saben de memoria alguno de los artículos que figura en la Carta Magna, puesto que conocen, y al dedillo, la constitución no escrita, que es la que de verdad afecta a sus vidas. Saben lo que hay que saber del país y de sus habitantes. Y habida cuenta de cuál es su posición en la sociedad, el hecho de no dejarse vencer por la crisis constituye la mejor prueba de su capacidad de integración.
2.- El modelo, el etiquetaje y la política migratoria
El modelo migratorio (MM) tiene como primer cometido situar al foráneo en la escala social. Asignar al inmigrante, una posición en la jerarquía social. Para cumplir con esa tarea, lo primero que hace es construir una imagen que se utiliza para tratar con arreglo a ella al que viene de fuera. En el caso español, la imagen es la de la extranjería, es decir, la de que son extraños y diferentes (Fernández Buey, 2005). Es el modelo migratorio el que hace hincapié en la diferencia cultural. Y a partir de esa diferencia les asigna una posición social inferior y subalterna (en las áreas jurídica, política, social, cultural y laboral) respecto de los españoles. En la pirámide social los extranjeros que vienen a trabajar (la enorme mayoría) ocupan la base, están abajo del todo. Inmigrante es la persona que viene a trabajar por necesidad. Y extranjero es aquel que tiene un idioma y unas costumbres desconocidas. El primero es un trabajador y el segundo un forastero. De modo que si juntamos la diferencia visible con la inferioridad etiquetada tenemos ya las vigas maestras del modelo migratorio. Un mecanismo que, tanto en su vertiente de acogida e inserción de la inmigración, como en la de proteger y asistir a la emigración, se basa en explícitos supuestos de exclusión.
El significado de modelo para el ciudadano común, puede ser el de un desiderátum, una construcción social hecha con el ánimo de llegar a ser casi perfecta. Un conjunto de modos de hacer y de organizarse (vincularse) que nos proporcione más felicidad, paz y prosperidad colectiva. Pero modelo también puede ser una descripción de lo que acontece y de la estricta realidad social. Este es el significado y el contenido que le vamos a dar en este texto. Es el relato de una dinámica que consolida una situación. Por lo mismo, un modelo migratorio puede constituir una aspiración ideal o una política real, una idea de futuro o un conjunto de prescripciones y limitaciones que reducen la libertad. Y puede significar no un fin, sino un medio para sostener (o modificar) el modelo social. Un terreno extramuros o un camino que lleve al interior de la sociedad. En fin, el modelo migratorio es una pieza del entero modelo social que también puede convertirse en una herramienta que se utilice para fabricar o destruir ciudadanía.
El nuestro, el de la piel de toro, ha sido y es un modelo de beneficio económico rápido que se sostiene con la explotación intensiva de mano de obra. Abaratando los costes para aumentar las ganancias en la construcción y en la restauración. Un modelo que además ha acentuado la mercantilización del compromiso social. Es decir, de todas aquellas tareas que nos socializan en la dependencia humana. Ese es, por ejemplo, el caso de los cuidados y atenciones a las personas mayores y a los niños. Esas duras pero nobles obligaciones familiares y comunitarias que enseñan lo que es la responsabilidad entre generaciones y el compromiso con la sociedad, pero que no están adscritas necesaria ni teóricamente a un sexo o nacionalidad. El modelo migratorio, en cambio, las ha atornillado al precio del mercado y a la mujer inmigrante. La mercantilización de los cuidados se apoya en la ideología de la conciliación y en la fragilidad de las formas familiares (Del Olmo, 2013). Familias frágiles, mujeres y hombres igualados en la precariedad laboral, inscritos en un mercado de trabajo basado en el servicio personal, insuficiente, excluyente y desmotivador. Esa es la cara real de la llamada Segunda Transición Demográfica en la sociedad del envejecimiento.
Extranjero es el extraño cultural pero también el que extraña el lugar. Y es precisamente esa etiqueta de extranjería la que ha alimentado la política de inmigración española en los últimos cuarenta años. Treinta años más de extranjería que de inmigración. Sin políticas (programa público) de integración para facilitar y suavizar el desarraigo de los venidos de fuera. Es cierto que en medio de la vorágine de entradas se propuso el empadronamiento como ancla para la inserción social. Y también lo es que ha dado sus buenos frutos, aunque insuficientes para hacer sociedad, es decir, para sentirse parte del compromiso común (Rendueles, 2013). El vendaval de la Gran Recesión, con su impacto en la destrucción de empleo, borró la perspectiva de una política de integración. En el caso de los inmigrantes, la crisis resquebrajó los cimientos de los derechos sociales básicos, aunque, paradójicamente, aceleró su reconocimiento formal como ciudadanos mediante el acceso a la nacionalidad española. Pero el ajuste presupuestario, la destrucción de empleo digno y el impulso del trabajo por horas han determinado un escenario de desregulación laboral, con su correlato de vulnerabilidad social
Nuestro modelo migratorio está infectado de postmodernismo, es decir, de culturalismo extremo en el que desaparece lo material (parece que la igualdad de oportunidades es un hecho en vez de un principio) y se loa la diversidad y la diferencia cultural como sucedáneo para escapar de la injusticia social y de la desigualdad material (Eagleton, 2016). Es ahí donde toma cuerpo el etiquetado de la extranjería como distancia cultural (sin más especificación de a qué se llama cultura, si a costumbres, estudios, idioma, religión o modo de vida) para ocultar que la diferencia real, y más determinante de la vida que se vive y no de la que se imagina, está y anida en lo material.
¿Qué resultado ha obtenido este MM de trabajador barato y ocasional? Empecemos por reconocer que el modelo migratorio de exclusión se ha construido sobre la ideología de la emigración oprobiosa. Un castigo que los pobres se han buscado. Ese modelo, además, se ha cimentado en la concepción, y en la confusión interesada, según la cual la migración es un flujo temporal que no deja huella ni sedimento. Se trata de aves de paso, de inmigrantes de ida y vuelta. En suma, de trabajadores solos, sin familia, y con un nítido proyecto de retornar a su país.
Realmente, los inmigrantes que han venido a España, y en mayor medida aún, los que han resistido el golpeo de la crisis, no eran los más pobres de sus respectivos países, sino las clases medias en sus lugares de origen. Pero el modelo ha construido esa imagen para asignarles una posición penosa en la estructura social y económica. Y respecto a la concepción de la inmigración como flujo volandero nos conviene reconocer que si el ideal del modelo era la estancia temporal del foráneo el resultado ha sido un fracaso. Si, por el contrario, el eje del modelo era la explotación intensiva en sectores de mano de obra abundante y de bajo coste (construcción, SD, restauración y agricultura) el éxito ha sido sobresaliente. El balance final de esta crisis en términos migratorios ha sido la de privatizar los beneficios que produjo la fuerza de trabajo migrante, y socializar los costes de su permanencia. Con este modelo todos hemos perdido protección social.
La política de inmigración que han practicado los gobiernos nacionales y autonómicos durante las últimas tres décadas han sido acordes con los principios de este modelo. En síntesis, se ha subrayado el carácter de flujo y la diferencia cultural de la extranjería como base para legitimar la explotación sociolaboral de los venidos de fuera. El trabajador inmigrante ha quedado enmarcado y oscurecido como persona de costumbres extrañas, y situado en los sótanos de la pirámide ocupacional. Dicho con otras palabras, sus capacidades han sido laminadas por nuestras suposiciones (Izquierdo, A. 2016).
Ha habido, sin embargo, claras diferencias en las acciones de los sucesivos gobiernos. No cabe ignorar que los gobiernos del PSOE han hecho más hincapié en los derechos sociales básicos, y en el costado laboral de mano de obra complementaria; mientras que los ejecutivos del PP se han destacado por su énfasis en el menosprecio de las costumbres y tradiciones foráneas, y por apuntar a la criminalización de las creencias. Pero las diferencias entre los gobiernos no han sido de concepto ni de fundamento, pues el modelo migratorio ha estado basado en la segmentación legal y en la segregación social. La inmigración era un flujo de extraños sin derechos políticos, y el inmigrante un trabajador subalterno. Fue la “Ley de extranjería” del PSOE, en la segunda mitad de los ochenta, la que desató la producción institucional de la irregularidad laboral con su correlato de regularizaciones extraordinarias; y ha sido la “discriminación en el acceso a las prestaciones sociales” del PP, en la segunda década del siglo XXI, la que ha consagrado su discriminación.
Con todo y eso, los extranjeros no se marchaban de España según lo previsto en el modelo; y, además, eran rentables para rebajar los costes laborales y sortear la recesión abaratando la mano de obra. Esos intereses, nada simbólicos, han conducido a apuntalar el modelo mediante dos buenas prácticas, que ya han sido mencionadas. Una ha sido el empadronamiento como fuente de derechos, y la otra, la naturalización como base de la ciudadanía. Ambas políticas presentan sus altibajos geográficos y temporales, así como ciertos procedimientos que son cuestionables, pero su balance es, sin duda, positivo. Y allá, al fondo, siempre ha estado la empatía del común de los españoles con la valentía que supone el hecho de migrar. El recuerdo y la vivencia de la emigración en carne propia ha sido ingrediente fundamental para neutralizar los impulsos racistas. Pues ha sido la sociedad española la que, hasta la fecha, ha sostenido, contra los vientos políticos y las crisis de empleo, un clima general de paz entre autóctonos y foráneos. Y la que ha dado escaso vuelo al racismo electoral.
3.- Las pruebas contra el modelo
Hay datos que indican la voluntad de permanecer, y otros que sugieren que las personas están de paso. Los nacimientos y la adquisición de la nacionalidad del país dónde se vive son hechos que reflejan la decisión de echar raíces y de participar de la vida en común. La natalidad y la atracción de gentes suman habitantes y son las fuentes del crecimiento de la población. La evolución al alza o a la baja de ambos vectores indica cuál es el grado de confianza en el porvenir. Cuanta más confianza nos merece el futuro, más libre es la fecundidad y con más generosidad se acoge a los que vienen. Se tienen hijos porque se piensa que nos trascienden, que hay progreso, y que sus vidas serán más plenas que las nuestras. La seguridad y la fecundidad van de la mano. Los hijos son el signo más robusto de compromiso con el futuro de la causa social. Por la misma razón, los temblores de la sociedad y las restricciones a la inmigración van de la mano. Encerrarse en casa, no presagia nada bueno.
Una sociedad que se siente segura con una mano se agarra a la natalidad y con la otra atrae a la inmigración. Por eso los inmigrantes también forman parte de nuestra seguridad y de nuestra ambición como sociedad fuerte e integradora. Del concepto de una comunidad que atrae y modela al que viene, de nuestro sentido de pervivencia como sociedad que va a más. Que se sabe admirada y con personalidad propia. Una sociedad que aparece a los ojos de los venideros como un destino apetecible. Se sale de un país para establecerse en otro porque se vislumbra una mejora en el día a día, y se confía en que el nuevo lugar nos va a ofrecer un futuro de bienestar. Los migrantes enlazan las comunidades con las esperanzas. Desde esa perspectiva se explica la inercia migratoria, es decir, el hecho de que la instalación de unos sea seguida por la venida posterior de algunos familiares.
La natalidad se nos mete en la sangre. La naturalización en los sentimientos. La primera nos socializa en la dependencia mutua, y la segunda nos fortalece en la voluntad colectiva. La una nos muestra la fragilidad del ser que crece, y la otra la fortaleza de la vida en común. Sabemos que la familia es una escuela de dependencia, y que la comunidad es una fábrica de cooperación. Ambas, natalidad y nacionalización son prueba de implicación y de inclusión en una sociedad. Cuando una persona extranjera se decide a procrear y a solicitar la nacionalidad del país donde vive, eso es señal de que piensa hacerlo suyo, quedarse a vivir y criar en él a su prole. Y los datos de natalidad y de naturalización de inmigrantes extranjeros —en lo que llevamos del siglo XXI, y particularmente en el transcurso de la gran recesión socioeconómica y de la gran regresión político-cultural— nos indican que una parte mayoritaria de la población de origen inmigrante ya se ha convertido en estructura social.
Cuando el siglo despuntaba, es decir, en el año 2000, se produjeron 397 mil alumbramientos en España. Algo más de medio millón (520 mil) cuando irrumpió la crisis en 2008, y 420 mil en 2015, una vez superada la fase más crítica de la recesión. Pues bien, las madres extranjeras fueron las productoras de 24 mil nacimientos en el 2000, 108 mil en 2008 y 75 mil en 2015. En otros términos, su aportación a la natalidad del país representó el 6, 21 y 18 por ciento del total de nacidos en esas tres fechas. Si añadimos la contribución a la natalidad de los padres extranjeros, es decir, si sumamos todos aquellos alumbramientos en los que uno de los dos progenitores es extranjero, el resultado es que crece algunos puntos el peso que tienen en el total de nacimientos.
Ciñéndonos ya al período de la crisis, nada menos que el 24% de los nacidos en España en 2008 era de madre o padre extranjero, y tras la dura prueba de resistencia a la que se han visto abocados, su peso en el total sigue siendo muy notable. Según acaba de hacer público el INE, los nacimientos debidos a madre extranjera representan el 18,4% del total en el Movimiento Natural de la Población correspondiente a 2016. El número medio de hijos de las mujeres extranjeras ha caído desde los 2 a principios de siglo a 1,7 en el último año. Ya hemos dicho que con el termómetro de la fecundidad se mide la seguridad de las parejas y la confianza que tienen en el futuro del país. Disminuye la fecundidad cuando aumenta la incertidumbre. En conclusión, en realidad al menos una cuarta parte de la estructura natalicia de España es de origen inmigrante. Decimos “al menos” porque a ese 18% cabe agregarle el aporte de nacidos que procede de matrimonios mixtos y de progenitores naturalizados. Es decir, hay que sumarle los hijos de los nuevos españoles (que son los inmigrantes extranjeros que han obtenido la nacionalidad por voluntad propia) y los que proceden de padre extranjero y madre española.
Ese es, precisamente, el segundo pilar de esta conversión de la inmigración en estructura antes demográfica y ahora política. Puesto que, si el aporte de la natalidad era una contribución a la reproducción natural de la población, la adquisición de la nacionalidad española lo que hace es producir ciudadanos. Por esa doble vía, los inmigrantes contribuyen a la vida de la sociedad y a la vitalidad de la democracia. Apenas 12 mil extranjeros se convertían en ciudadanos españoles en el año 2000, 84 mil en 2008, y 78 mil en 2015. El promedio en estos tres lustros ha sido de 77 mil nuevos españoles cada año, lo que hace un total de un 1.250 mil. Ese millón y cuarto de extranjeros nacionalizados españoles no observa un crecimiento continuo, sino que se quiebra siguiendo los avatares administrativos en la resolución de los expedientes. Lo que sí se ve, en la gráfica que dibuja su evolución, es que se ha producido una meseta que supera los 100 mil anuales entre 2010 y 2013, es decir en plena gran recesión. La cúspide de concesiones anuales se alcanzó en 2013 con más de 260 mil naturalizaciones.
En otras palabras, el montante de naturalizaciones o, por así decirlo, la producción anual de nuevos españoles, no se corresponde con el flujo de solicitantes de ese año sino con el quehacer resolutorio de funcionarios, notarios y registradores. Pero lo que aquí nos interesa es que, cada año del nuevo siglo, la máquina estatal genera, produce y convierte a casi 80 mil extranjeros en ciudadanos españoles. Este es otro signo de estructura que nos obliga a renegociar nuestros hábitos civiles y nuestra vida democrática. Y si sumamos nacidos, trabajadores inmigrantes y extranjeros naturalizados, tenemos una parte cada vez más significativa de la ecuación que resume la reproducción demográfica, social, cultural y política de la sociedad española.
Pero para procrear y naturalizarse hace falta tiempo. Construir una familia y decidirse a echar raíces requiere sopesar los pros y contras. Y a tenor de lo que miden varias fuentes estadísticas, los inmigrantes se han instalado y ya tienen suficiente experiencia de vida en España. Según la Encuesta Continua de Hogares (ECH) el 44% de las personas nacidas en el extranjero llevan más de 10 años viviendo en España. Y, siguiendo a M. Miyar, tres de cada cuatro foráneos superan los 6 años de residencia continuada en el país. Por otra parte, la Encuesta de la Población Activa del III Trimestre de 2016 refleja una antigüedad media de 13 años de residencia. Otra manera de certificar esa estancia prolongada es la evolución que sigue el régimen de tenencia de vivienda. Y, visto desde este ángulo, lo que sucede es que si nos atenemos a la Encuesta de Presupuestos Familiares (EPF), y también según lo que refleja la ECH, está creciendo el número de inmigrantes que son propietarios del piso en el que viven. En fin, es razonable suponer que un trabajador foráneo no se compra, con dificultad y esfuerzo, una vivienda familiar, si no piensa quedarse a vivir un largo tiempo en ese lugar.
El foso social se ensancha y el puente levadizo se queda corto
En este artículo he ofrecido datos y argumentos para sostener que los inmigrantes son unos más de los nuestros, aunque no los sintamos como tales. En otra ocasión me ocuparé de las barreras emocionales y culturales que nos separan. Me basta ahora con que quede claro que, aunque no sean hermanos de sangre, sí que lo son de sudor y de lágrimas.
La crisis nos ha impregnado a todos, autóctonos y foráneos. Nos ha rebajado, moral y socialmente. Somos también más pobres en lo económico y en lo político porque se han recortado los salarios y los derechos. En definitiva, la prolongada y profunda reestructuración que se ha operado en el entramado social ha encadenado a una parte significativa de la población a la precariedad y ha acercado a otros muchos a esa zona de exclusión. Ha convertido en vecinos y hasta en gemelos en la vulnerabilidad a autóctonos y foráneos. Esta crisis asemeja cada vez a más personas en la debilidad y en la infelicidad al contrario de lo que proclamaba el gran Tolstoi en Ana Karenina. Por decirlo de otro modo, nos hemos hecho a vivir en las rebajas sociales, pero lo que aún ignoramos es cuánto tiempo tardaremos en mutar en conversos y rechazar a los próximos.
Es una paradoja que cuando la desigualdad y la pobreza aumentan, el resultado sea el parecido y no la diferencia. Una de las posibles explicaciones es que la sociedad española se ha reducido. La sociedad vinculada, es decir, la que tiende la mano al otro. Por un extremo se han desentendido de ella los ricos; y por el otro lado se han desenganchado los pobres. Sucede además que los segmentos intermedios se resquebrajan y achican. Jesper Roine explica bien cuál ha sido la evolución que ha seguido el 1% de los acaparadores en los países más desarrollados y cómo se han distanciado del resto de la población en las últimas tres décadas. Por su parte, y para el caso de España, Manuel Lago nos describe el empobrecimiento de los desahuciados durante la gran recesión. El resultado de todo ello es que el foso social entre unos y otros es más ancho y profundo. Y lo que ocurre en esta crisis es que el puente levadizo que llamamos Estado de Bienestar se ha quedado corto, y no llega a tocar la otra orilla. Aquellos que se han quedado extramuros no tienen modo de cruzar al otro lado para incorporarse al quehacer social.
En efecto, según el análisis que hace M. Lago, a lo largo de la recesión todos los tramos salariales han perdido poder adquisitivo en España. El 10% que más cobra ha perdido el 3%, mientras que el 10% que menos cobra ha visto reducido su salario real en un 25%. El 30% de los trabajadores (4,3 millones de personas) tiene una nómina mensual que no llega a los 950 euros brutos. Es decir, uno de cada tres asalariados no llega a ser “mileurista”. Ocurre, además, que entre ese 10% de personas que tienen los salarios más bajos (411 euros/mes) el 73% son españoles, el 23% extranjeros y el 4% tiene doble nacionalidad. En términos absolutos 1 de cada 4 pobres son españoles, pero en términos relativos, y teniendo en cuenta que los extranjeros representan el 10% de la población total, son los inmigrantes los que más sufren la pobreza, y a los que ha golpeado la crisis primero y con mayor intensidad. También son los que antes han experimentado que la superación de la crisis no es sino el “empobrecimiento de la pobreza”, tal y como subraya el informe Foessa.
De modo que no somos los de antes, pero la mayoría, cada día que pasa, nos parecemos más. Después de una profunda recesión económica, una inacabada crisis política y medio siglo de crecimiento del individualismo, se puede decir, sin temor a equivocarse, que todos somos otros. Si antes de la recesión los inmigrantes eran los recientes, los menos aclimatados, los que estaban solos y vivían aislados, ahora es evidente que todos somos extraños en medio de un paisanaje desabrido y un paisaje descompuesto. La versión pesimista es que la crisis nos ha vencido y la optimista es que la mayoría ha resistido. Por en medio hay que recordar que algunos españoles y bastantes foráneos se han ido. Se han marchado para no volver; o quizás para volver, pero siendo distintos. No nos olvidemos de ellos, pero ocupémonos, en este texto, de los que se han quedado. Porque a ellos, a los que han resistido la prueba, no hay que examinarlos de cultura española. Ya conocen de primera mano cuál es la diferencia entre la Constitución escrita y la real, y han aprendido, por propia experiencia, de qué materiales está hecha la que repercute en su vida diaria.
Ya no se trata sólo de acoger a gentes que vienen de otros países, sino también, y, sobre todo, de incluir o excluir a los asentados. De verlos y considerarlos como unos ciudadanos más, como estudiantes, como policías y funcionarios. Siempre habrá flujos de recién llegados y nunca dejarán de entrar nuevos alumnos en las escuelas, pero la puerta que hay que abrir en la ley, en el trato y en las mentalidades es que esos 6 millones de personas que no han nacido en España forman ya parte del nosotros común. Tenemos que vernos como un puzle en el que las piezas no encajan sin hacer un esfuerzo. Eso es precisamente la sociedad: hacer un esfuerzo en común. Ciertamente hay gentes entre nosotros que piensan que los inmigrantes no son unos ciudadanos más, sino que lo que están es demás; que sobran y que nadie les ha llamado. Y esos ciudadanos tienen sus razones para sentirlo así porque son los más afectados por la falta de trabajo y de ayudas sociales y, por lo tanto, los que peor lo pasan en su día a día. Espero haber suministrado algunas pruebas y argumentos para que los vulnerables autóctonos no los vean como sus enemigos y que los consideren de los suyos.
Al final del recorrido que hemos desarrollado, aparece el conveniente cambio de modelo migratorio. Para su diseño se requiere de un debate público mediante el cual se construya otra imagen y otro concepto de la inmigración. La imagen del trabajador capacitado que necesita, para superar el bloqueo ocupacional, la igualdad de trato y de derechos. Y el concepto de una inmigración individual y familiar que no es sólo un flujo, sino que forma parte de la estructura social y de la comunidad política.
Bibliografía
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[Este artículo es una ampliación de otro titulado “Etiquetas para la discriminación” que acompañaba el Informe de coyuntura de 2017 «La Desprotección social y las estrategias familiares” de la Fundación Foessa.]
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