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Albert Recio Andreu

Catalunya: ¿estación término?

I

Las series de larga duración son uno de los productos preferidos de la televisión pública catalana, y en un mundo digital y mediático ya se sabe que la realidad acaba pareciéndose a la ficción. La historia del procés parece ser la obra de un guionista siempre dispuesto a introducir giros para que la serie no decaiga. Tampoco es tan extraño, porque hay razones para pensar que los guionistas de los medios públicos han intervenido de alguna forma para configurar algunas de sus etapas. Las exitosas y lúdicas manifestaciones del 11 de septiembre se parecen mucho, en su organización e iconografía, a las exitosas movilizaciones que organiza periódicamente TV3 (La Marató, una gran recolecta anual para financiar la investigación médica, la Festa dels súpers, etc.; incluso la masiva movilización en apoyo de los refugiados contó con la inestimable participación de este medio). Y ya se sabe que para que las series no decaigan se requieren puntos de tensión. Cuando escribo estas líneas estamos llegando, al menos en apariencia, al desenlace. Pero a fecha de hoy falta mucha información para tener alguna idea de por dónde irán algunos tiros. Hay demasiadas pistas falsas, y lo único a lo que me atrevo es a plantear algunas cuestiones que considero básicas, pese al riesgo de caer en la reiteración.

II

El procés es, como muchas otras cosas, el producto de una historia nefasta que nos conduce a una situación que puede resultar catastrófica. Por un lado, parte de la sociedad catalana siempre se ha considerado extranjera en España y siempre ha soñado con tener un Estado independiente. Es una posición asentada en agravios tanto pasados como nuevos (el desprecio hacia la lengua catalana por parte de las autoridades estatales, el diferente trato fiscal respecto a Euskadi, etc.), en un cierto sentimiento de superioridad y en un cierto sentimiento localista (el independentismo siempre ha estado más asentado en la Catalunya extrametropolitana, con más peso de lo rural). El independentismo y el nacionalismo conservador han basado su fuerza en esta franja de población, bien cohesionada como sociedad civil gracias a una densa variedad de entidades y organizaciones. Pero la activación del proceso ha sido en parte mérito del PP, que desde antes de la victoria de Aznar empezó a utilizar la cuestión catalana como un arma política para reforzar su hegemonía estatal. Solo cuando Aznar tuvo que gobernar en minoría amainó el ataque, pero el segundo mandato con mayoría absoluta fue nauseabundo. La historia posterior del fallido Estatuto de Autonomía (con la inestimable aportación del PP, parte del PSOE y el Tribunal Constitucional) generó un proceso de radicalización en la sociedad catalana, especialmente importante entre las capas medias urbanas (mayoritariamente catalanohablantes), en las que se produjo una emigración de parte de los votantes socialistas hacia el independentismo.

En el mundo independentista coexisten tres horizontes utópicos: el de los independentistas tradicionales, cuya gran aspiración es contar con un Estado, una sola lengua, una sola bandera, selecciones deportivas propias, etc.; el que podríamos llamar un “utopismo antipepero”, la creencia de que romper España es sobre todo la forma más fácil de perder de vista al PP y a la casta dominante en el Estado español, y el independentismo anticapitalista, que cree que con un nuevo Estado sería posible crear un marco institucional alternativo, de soberanía democrática y socialista. Esta posición ha estado tradicionalmente encarnada por la CUP, un partido que en bastantes cosas ha tenido como espejo el modelo del abertzalismo vasco, pero al que se han sumado también con bastante entusiasmo las distintas corrientes del trotskismo, tanto la gente del POR (Partit Obrer Revolucionari) integrada en EUiA como los anticapitalistas, que tienen una fuerte influencia en la versión catalana de Podemos. La visión de los trotskistas es más sofisticada que la de la CUP; tiene que ver con la fascinación que les han provocado las movilizaciones independentistas y con el convencimiento de que cualquier ruptura abre espacios a cambios más radicales.

La viabilidad real de la propuesta independentista es casi nula. No solo porque las élites del Estado español no tienen previsto dar ninguna oportunidad al proyecto (algo que, además, se ha visto reforzado por que la alternativa de la derecha a un PP erosionado es Ciudadanos, un partido nacido en Catalunya precisamente como polo opuesto del independentismo catalán, con el que comparte su obsesión monotemática), sino especialmente porque no hay apoyos internacionales dignos de crédito. El independentismo catalán nunca ha entendido, o querido entender, que la proliferación de nuevos estados en Europa del Este fue menos el reconocimiento de los derechos nacionales de pequeños países y mucho más la voluntad de desguazar el antiguo bloque soviético, de contar con un cinturón de microestados a los que poder manejar y donde llevar a cabo rentables operaciones económicas. El oeste no se toca, porque hacerlo desestabilizaría a los grandes países. Y si la geopolítica no funciona, solo queda la fuerza. Confundir el éxito de movilizaciones puntuales con la fuerza que se requeriría para manener un conflicto civil de desobediencia al Estado central es, a mi entender, desconocer la realidad de la sociedad catalana. Sobre todo de los sectores de profesionales, de funcionarios, de empleados públicos, que son los que deberían sostener un conflicto de este tipo.

No creo que los líderes independentistas ignoren sus propias debilidades (aunque en todos los partidos pululan grupos de fans irreflexivos que se creen la propaganda y que provocan la toma de decisiones erróneas). Por esto la marcha del procés, como los seriales, ha estado jalonada de momentos pensados para generar unas expectativas y unos resultados que cambiaran efectivamente la correlación de fuerzas y forzaran cesiones del Gobierno central. Este, y no otro, fue el papel de la consulta del 9-N y de las llamadas “elecciones plebiscitarias”. En ambas el independentismo alcanzó un resultado agridulce: constató su capacidad de movilización, pero no pudo obtener la mayoría absoluta social que lo hubiera legitimado para una acción más osada. De hecho, en los primeros momentos postelectorales se reconoció que no se había alcanzado el objetivo. Pero al poco tiempo el entusiasmo de los inasequibles al desaliento les hizo olvidar su falta de apoyos y volvieron a retomar la vía rupturista. Es curioso que hayamos pasado de unas plebiscitarias que perdieron (en su objetivo de obtener la mayoría absoluta) a la propuesta de un referéndum que en el momento de las elecciones consideraban “pantalla pasada” y que solo defendía la candidatura de los Comuns.

III

El referéndum, tal como está planteado, tiene nulas posibilidades de ser algo diferente de la consulta del 9-N, de una movilización a favor de la independencia promovida y gestionada por sus defensores. Un referéndum neutral exige unas condiciones que difícilmente van a producirse. La limpieza de cualquier proceso electoral depende de cuestiones formales que aquí no se van a dar. Una de las que estimo más pertinentes es que las mesas electorales están formadas por personas elegidas por sorteo. He participado en suficientes elecciones como apoderado para constatar el empeño que tienen estas personas en hacer un trabajo limpio (a pesar de que la mayoría se manifiestan antipolíticos y consideran que estar en las mesas es un castigo inmerecido). Ahora mismo no veo otra forma de celebrar el referéndum que recurriendo a voluntarios entre los convencidos del procés. Es uno más entre los múltiples déficits formales. Ello sin contar que si algo no va a producirse en absoluto es un mínimo debate sobre los pros y los contras de la independencia. La falta de buenos debates es endémica, pero en este caso estamos ante una situación de mera propaganda. Basta con sintonizar alternativamente los medios de comunicación controlados por los dos bandos.

Que el referéndum, en caso de celebrarse, no va a ser otra cosa que una movilización bajo la forma de una consulta es responsabilidad de quien lo organiza. Pero también de quien se niega a realizar un proceso legal bajo la excusa de que la Constitución lo prohíbe. Es un subterfugio utilizado tanto para dar un portazo a cualquier debate como para deslegitimar las demandas de la población catalana. En un país donde los referéndums no son vinculantes tiene que haber un espacio legal para someter a consulta lo que la gente quiere y, a la vista del resultado, adoptar medidas. A los que argumentan que sería una toma de posición unilateral (algo inevitable en cualquier proceso de separación) se les debería recordar que, en el caso de que un referéndum legal en Catalunya diera una mayoría clara al independentismo, siempre habría espacio para realizar una contraoferta que fuera a la vez votada en Catalunya y en el resto del Estado. La ley es a menudo lo suficientemente ambigua como para posibilitar interpretaciones diversas. Y, en este sentido, el inmovilismo centralista debe responder de sus propias intransigencias.

No está claro qué va a ocurrir en septiembre. Los independentistas, con sus prisas, sus promesas y sus equilibrios internos, no tienen más opción que lanzar el envite. No hacerlo a estas alturas les hundiría en el descrédito. Y ante este desafío caben pocas alternativas. Una, la de tolerar la consulta y después degradarla, ya se hizo el 9-N y tiene pocas posibilidades de repetirse. El PP y sus aliados no están dispuestos a permtirla. Si esta posibilidad se cierra, las alternativas son la aplicación de diversos grados de coerción para impedirlo o limitar la extensión real de la acción. Aquí se abre un abanico de salidas a cual más extremista. La derecha dura (que en este tema está formada por una fuerza transversal que incluye a sectores del PP, Ciudadanos y el PSOE) incita a suspender lisa y llanamente la autonomía (algunos incluso a poner fuera de la ley a algún partido independentista). Pero es más probable que se aplique algún nivel intermedio destinado a impedir la realización efectiva de la votación.

Para las fuerzas independentistas, lo mejor sería celebrar la votación y obtener un resultado lo bastante amplio como para declarar la independencia (a estas alturas, el sector más extremo ya considera que, vote la gente lo que vote, si el “sí” a la independencia es la opción mayoritaria esta puede quedar refrendada). Si la votación se frustra, su esperanza es que ello genere una nueva reacción en Catalunya que les permita seguir hegemonizando el proceso y ganar unas segundas elecciones plebiscitarias. Esta segunda opción, la de usar la frustración del referéndum como palanca para ampliar el apoyo al independentismo, depende de dos cuestiones complementarias: que la reacción de la población local sea catártica y que las sanciones impuestas por Madrid les permitan un buen margen de reacción a corto plazo. Con este abanico de opciones, es difícil aventurar qué va a hacer cada cual. Es evidente en todo caso que en septiembre pasarán cosas, y que ya no queda espacio para las prácticas dilatorias y elusivas que han aplicado ambos bandos. El contexto más probable es que la situación se empantane, con un Gobierno que tome medidas represivas que impidan el referéndum sin dar ninguna opción de salida y un independentismo desprovisto de buenas respuestas y dispuesto a mantenerse en su discurso paralizante.

IV

Para la izquierda real, la que quiere articular una opción alternativa en la compleja Catalunya real, la situación es realmente complicada. Otra cosa son los entusiastas de la simplificación, que tienden a ver la realidad en términos binarios (como aquellos lápices bicolores, rojo y azul, de nuestra infancia) y toman partido acrítico por la opción que les parece mejor. La izquierda en Catalunya siempre ha defendido que somos una nación y que el derecho a la autodeterminación debe ser reconocido. Por esto se ha dado apoyo al derecho a decidir, porque el derecho a la autodeterminación de Catalunya, y de otros territorios, es una cuestión de principios. Otro tema es que se considere que la aplicación de este derecho pueda ser buena o mala. Defender un derecho no supone que uno esté de acuerdo con que su aplicación deba ser automática o necesariamente beneficiosa. Recientemente he participado en movilizaciones en apoyo de una mezquita en mi barrio. La mayoría de los que nos hemos movilizado no formamos parte de la comunidad islámica ni somos personas religiosas. Algunos incluso pensamos que la mayoría de las religiones son la base de las culturas del patriarcado y que tienen más de pernicioso que de socialmente útil. Pero defendemos el derecho de los musulmanes a tener sus centros aunque no vayamos a hacer proselitismo para la mezquita (o para la parroquia católica o la iglesia evangélica). Defender un derecho es compatible con tratar de regularlo y de reconocer los costes de aplicarlo.

Con la autodeterminación ocurre lo mismo. Aunque uno no sea partidario de ir creando países, reconocer el derecho es también una forma de propiciar soluciones civilizadas a conflictos entre territorios. Es, asimismo, reconocer que las fronteras no son espacios naturales sino el producto de procesos históricos azarosos (en los que a menudo han mediado conflictos bélicos) que pueden ser alterados con procedimientos civilizados. En España, donde el Estado central siempre ha sido más autoritario que en otras partes y donde la diversidad nacional es mayor que en otras zonas, en todos los momentos de cambio la izquierda ha reconocido, con mayor o menor placer, esta situación. Y después de años del nacionalismo excluyente practicado por la derecha, la cuestión vuelve a estar planteada. Por esto la propuesta de referéndum y de reconocer de facto el derecho a la autodeterminación es aceptada con buenas razones por Unidos Podemos y los diversos espacios comunes.

Pero aceptar este principio no presupone automáticamente que cualquier iniciativa independentista sea buena ni que la misma propuesta de independencia sea la opción preferible de articulación territorial. Hay un conjunto de cuestiones objetables a la propuesta independentista que solo voy a apuntar: los elevados costes de transición que para Catalunya y el resto de España comportaría la separación (basado en que hay un nivel de incertidumbre excesivo sobre los efectos económicos), la existencia de fuertes lazos de diverso tipo entre una parte importante de la población catalana — mayoritariamente en la clase obrera— con el resto del Estado, el desencadenamiento de pulsiones identitarias que se ha producido en otros países, que acaban generando tensiones en la sociedad y una presión sobre los desafectos (como ha ocurrido en diversos países del Este), el predominio de una concepción soberanista de la política que acaba imponiéndose sobre las necesarias iniciativas transnacionales para hacer frente a la mayor parte de los graves problemas globales… Y, por si todo ello no bastara, la experiencia de la ineficacia en la gestión (en muchos casos su neoliberalismo conservador) llevada a cabo por las principales fuerzas soberanistas, que son las que estarían en condiciones reales de controlar el proceso de independencia. La aspiración de la CUP y de los trotskistas a que la independencia pueda generar un cambio de hegemonía me parece que solo tiene cabida anteponiendo los deseos a un conocimiento profundo de la compleja sociedad catalana.

En este contexto, el papel de las fuerzas de izquierda aglutinadas en torno a Els Comuns es realmente complicado. En parte porque en su propio seno coexisten sensibilidades distintas y, en parte, porque tienen la necesidad de seguir defendiendo el derecho al referéndum y la oportunidad de celebrarlo, de hacer frente a las respuestas represivas de los rajoyistas y sus aliados. Pero también porque no pueden dar el visto bueno a un proceso que no es antidemocrático porque no es reconocido por Madrid, sino que no lo es porque no incluye (al menos en lo que ya se conoce) un mínimo de garantías democráticas. Y también porque no pueden dejar que un apoyo inaceptable al independentismo vuelva a dejar huérfanas políticamente a las franjas de clase obrera, las de los barrios de las ciudades y el área metropolitana a las que pretenden representar (y que constituyen su principal base electoral). Hoy más que nunca es necesario saber combinar la defensa de los derechos y los valores con propuestas que superen el camino unidireccional del debate catalán reciente. Un debate que difícilmente se cerrará en los próximos meses. La serie volverá a dar giros inesperados, a incorporar nuevos actores para que siga el espectáculo. Por esto también les conviene a los comunes salir de esta autopista hacia ninguna parte y buscar otros caminos. Así se ganaron elecciones municipales y se abrieron algunas esperanzas.

30 /

6 /

2017

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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