La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Edgardo Logiudice
"El Estado somos nosotros". Neofascismo y absolutismo: apuntes sobre la derecha radicalizada
Post-fascismo
Hay bastante consenso, o costumbre, en llamar neo-fascismo a los nuevos procesos políticos de la derecha. Para algún periodismo es el recurso a una fácil evocación. Para algunos discursos políticos es, además, retórica efectista. Nada de malo, previsible.
Distinto es cuando algunos cientistas políticos, analistas, sociólogos u opinadores, recurren a él como categoría fundada en una analogía acrítica. Porque así no se arriesga a dar cuenta de lo nuevo, cuando -como lo indicara ya Agamben- viejas instituciones pueden orientar la dimensión de nuevos fenómenos, aunque no más que como paradigma iluminador. De ese arcano de formas políticas sacamos el absolutismo.
Entre quienes no se conforman con la analogía conceptual está el historiador Enzo Traverso. Éste acepta honestamente que, a falta de algún término más preciso, asiente en adoptar provisoriamente el de post-fascismo para las derechas radicales (Herramienta n° 58).
Lo hace para señalar las diferencias históricas con el fascismo, cuya definición además ha sido y es objeto de mucha polémica en el terreno de las llamadas ciencias políticas.
En todo caso, siempre se trata de formas de gobierno del Estado-nación moderno, es decir el que nació con el desarrollo del capitalismo y que se fue transformando tanto para generar diversos mecanismos para gobernar sus crisis o mantener el sistema frente a las reacciones que fue enfrentando, conforme fueran sus formas de dominación y de explotación.
Y es allí, alrededor del Estado-nación, aún el “estado ampliado” (Gramsci), donde giraban los conceptos de política y soberanía.
Estado-nación
Decía ya el Sub Marcos en 1997 que los gobiernos nacionales se encargaban de la tarea de administrar los asuntos en nombre de las megaempresas.
Pero muchos sostienen que hoy, frente a lo que en general llamamos globalización, el Estado-nación ha perdido la mayor parte de sus funciones clásicas. Un ejemplo claro y evidente es el de la soberanía sobre la moneda, gobernada por las especulaciones de los mercados de futuros y los flujos y reflujos de los fondos financieros. Los propios Bancos Centrales han perdido su autonomía. Ésto para no referirnos más que al papel económico, pero se podría decir algo similar de otras esferas sociales, hasta del campo idiomático, cuyos generadores oficiales de hecho ya no son las Academias sino el mundo de los negocios, cuya jerga inunda las legislaciones “nacionales”.
La ilusión teórica de la “autonomía de lo político”, como función de garantía de acuerdos y regulación social, se ha reducido a un escenario de técnica electoral en el que la pretendida representación de grupos sociales e ideológicos solamente ha generado una capa (casi una casta) de profesionales de la gestión (no siempre legal) de intereses dominantes.
En materia económica hoy, la gestión de colocación y recaudación de los créditos y deudas respectivamente de los grandes grupos financieros que alimentan y dirigen la producción y el comercio y las grandes cadenas de valor global, con su propios mecanismos endógenos de acumulación (Serfaty) .
Del Estado-nación queda, con mayor o menor intensidad según los países, la nación como signo de identidad (más mítico que efectivo). Y, con él, cierto nacionalismo con orígenes históricos o tradicionales. Manipulados y azuzados por intereses económicos-geopolíticos. Como a contrapelo de la globalización.
Y, como a contracorriente también, aparecen algunas tendencias escisionistas, reclamando nuevas soberanías estatales. Como si las viejas naciones pudieran todavía devenir estados autónomos. Ésto fue intuido ya por Hobsbawm en los setenta y recordado y actualizado por Bauman en los 90, después del desmembramiento del bloque “socialista”. “Paradójicamente -decía este último-, fue la muerte de la soberanía estatal, no su triunfo, lo que dio tremenda popularidad a la idea de ser Estado”.
El proceso ha llegado al punto en que la soberanía es mentada casi exclusivamente al mencionar la paradójica “deuda soberana”, que es la que aherroja cualquier soberanía.
Política
Estudiosos de distintos signos aceptan definir la política como el poder de tomar decisiones que afectan las conductas de grandes grupos humanos. Así Robert Dahl, Foucault, ClaussOffe (“La capacidad de tomar decisiones colectivas vinculantes y llevarlas a cabo”). Decisiones no necesariamente emergentes de procesos formales de generación de normas, ni de las instituciones normativas reconocidas como Estados u organismos interestatales.
Hay componentes normativos de las conductas, individuales y colectivas, originadas en la información, la des-información y la publicidad, además de los clásicos aparatos ideológicos del Estado. La publicidad para el consumo, por ejemplo, es una actividad normativa, tanto o más eficaz que las clásicas normas jurídicas o religiosas.
El fenómeno del creciente endeudamiento de hogares, que significa apropiación de trabajo futuro (pues las deudas algún día hay que pagarlas), indudablemente afecta la conducta de grandes grupos humanos por fuera de los mecanismos clásicos de la política. Lo que no significa que éstos dejen de actuar, sobre todo, en su faz de sanciones económicas, ni de mantenimiento del orden: el poder de policía.
De allí la aparente paradoja del principal Asesor de Trump, Steve Bannon (ex Goldman Sachs) que al tiempo que propugna la destrucción total del Estado, ocupa un sillón permanente en el Consejo de Seguridad Nacional. Y, para volver a hacer nuevamente grande la Nación Americana dentro de los valores cristianos perdidosapela a la libre ejecución de la tortura.
“En el mundo de las finanzas globales, la tarea que se asigna a los gobiernos estatales es poco más que la de las grandes comisarías”, decía Zygmunt Bauman en 1998.
Pero mayor aún es el efecto de las decisiones de inversión o des-inversión en un país, o en áreas determinadas y no en otras. Del flujo de capitales, como el de la sangre dijo Harvey, dependen todas las condiciones de vida de los habitantes de un país.
La política no se genera entonces, en lo fundamental, es decir las condiciones de la vida humana, en los Estados ni en los organismos intergubernamentales, donde los pronunciamientos no suelen pasar de “recomendaciones”. Y sus “programas” y Agendas son sólo versiones tecno-retóricas de los Foros de Davos. El caso más evidente es el del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas.
Las decisiones políticas se originan en acuerdos, alianzas, fusiones o resultados de relaciones de fuerza entre los grupos económicos financieros, no sujetos a otra norma que la de la acumulación. Han fracasado todos los mínimos intentos de regulación del capital financiero por los acuerdos de Basilea.
La propiedad
Se confunden así en la práctica, los límites de la explotación y la dominación. Aunque, como señaló oportunamente Bonnet (Herramienta n° 59), estos conceptos deban separarse analíticamente.
Con ello, las nuevas formas de propiedad dominantes sobre las viejas formas de propiedad privada, consagradas legalmente por el Estado, ya no son legales o ilegales, sino a-legales, un uso de hecho. Porque la dominación no tiene regla alguna. La reproducción de la desposesión encubierta por el salario está ahora subordinada a la desposesión política de una soberanía sin titulares aparentes. Incorpóreos, intangibles como sus activos financieros. El fantasma que recorre el mundo investido en una nueva forma de propiedad. Ni personal, ni mercantil privada, ni privada capitalista industrial. Un tipo de apropiación forzada, no necesariamente violenta pero coactiva, que las absorbe y subordina. Una coacción no regulada, ni autorizada, ilimitada. Absoluta. Coacción extorsiva: Rafael Correa en Ecuador declaró hace poco por Telesur que ante la disyuntiva minería o hambre optó por la primera.
Poder soberano difuso
El capitalismo financiero, en particular el de riesgo, es decir de especulación, que subordina a los sectores industrial y comercial, nos alimenta, nos viste, no cobija, nos educa, o nos mata. Conforme le interesemos como clientes, consumidores y, en definitiva deudores. La deuda es la nueva forma de apropiación del trabajo ajeno, agregada y combinada a las anteriores.
Sobre la posibilidad del cobro de esas deudas se edifican los rascacielos especulativos. Por ejemplo, si hay expectativas de ganancias con una innovación, la expectativa se transforma en un título que se capitaliza y se vende en la Bolsa. Se vende una ganancia futura. Pero además esas acciones que responden sólo a una espera incierta, sirven como garantía para generar créditos sobre los que se montarán otros negocios similares.
Ésto necesita de consumidores, aunque sean virtuales, para que no caiga la expectativa, porque si cae, se cae todo el edificio. Explota la burbuja, es decir tenemos una crisis. Crisis que ahora son globales.
Mientras tanto los consumidores compran a crédito, es decir endeudándose. Y ésto es tanto para los particulares como para los Estados. Muchos autores denominan a ésto economía de la deuda. Entre ellos Lazzarato que ha acuñado la expresión Homo Debitor.
Los Estados dependen así, para seguir cumpliendo alguna “ilusión de comunidad” (Marx) del flujo de capitales (Harvey). Por lo tanto no tienen fuerza regulatoria, sobre todo porque su “legitimidad” se basa sólo en la técnica electoral. Para ellos y para los ciudadanos el poder del capital es una “metasoberanía”.
Se trata del verdadero estado político absolutista, aunque no encarne en la figura de un gobernante o un monarca. Por eso su soberanía no aparece evidente, es un “poder soberano difuso” (Juan-Ramón Capella). Contra el que no existe ninguna garantía legal. Del sintagma fuerza-de-ley sólo ha quedado la fuerza, por ello nuestras vidas quedan sujetas a su potencia, sin ninguna regla. Sin Estado, no hay Estado de Derecho y estamos todos en “estado de excepción” (Agamben). Pasibles de ser suprimidos por hambre, enfermedades, guerras, crímenes ambientales, envenenamiento por drogas, incapacidad para adecuarnos a nuevos trabajos. O nos pueden hacer sobrevivir. Hasta con “políticas sociales” y algunas ONGs.
El capitalismo nos da de comer, nos presta sus alimentos (sencillamente porque son quienes disponen de ellos a través de cadenas de valor que van desde la semilla hasta la góndola), que devolveremos con nuestra capacidad laboral. Si les conviene. Pero eso no lo vemos sino en sus efectos en la vida cotidiana.
A través de las formas de la Lex Mercatoria, las aparentes compraventas, que no son más que anticipos para sobrevivir si somos necesarios. Aun cuando, además de la yerba y el tabaco, para los “vicios”, nos provean de electrónicos y entretenimiento, que son sobre los que se funda su negocio y su soberanía. Su poder soberano difuso.
Refugios del riesgo
Los capitalistas tienen sus estrategias de dominación. Algunas conscientes, elaboradas y deliberadas, otras más pragmáticas.
Estrategias ideológicas, fomentar el individualismo y hacer apología de la competencia como reguladora natural del mercado, cuyo presupuesto es la existencia de muchos competidores atomizados (muchos “emprendedores”) a la vez que entre ellos llevan a cabo fusiones, absorciones y “combinaciones de negocios”, es decir, monopolios u oligopolios: concentración.
La primera logra el debilitamiento de los jugadores, la segunda al poder soberano.
El presidente del Mercado a Término de Buenos Aires, al tiempo que se fusiona con el de Rosario, mercados donde se juega el futuro de los precios de los granos es decir la base de la alimentación, defiende esa alianza diciendo que cuanto más competidores atomizados, mejores resultados del juego de la especulación. Y sostiene que “la especulación ha dejado de ser mala palabra”.
En realidad esta afirmación es cierta para el capital financiero. Claro es que la especulación tiene el riesgo de que las expectativas sobre las que se especula no se cumplan. En la gran crisis especulativa del 2008, bancos y grupos financieros fueron “salvados” por los Estados, es decir por los contribuyentes. Cosa hoy muy poco factible, dado la saturación de deuda. Y la “hiper-liquidez” pone un riesgo doble: capitales sin destino, ociosos, es decir inservibles y esa misma saturación el riesgo de que los préstamos se hagan incobrables. El alto grado de endeudamiento estatal y privado hace peligrar las garantías. De allí que tengamos recesión con sobrante de capitales. Paradójico.
Pero en el campo de la producción hay una transformación gigantesca que requiere nuevas infraestructuras. Infraestructuras que, por su naturaleza son bienes comunes, públicos y, por ello generalmente estatales o con algún control estatal, por lo menos en su forma legal.
Es necesaria entonces una nueva estrategia para refugiarse del riesgo. Así lo proclaman gerentes, consultores y analistas. El refugio serán esas infraestructuras, uno de los pilares del plan del “proteccionista” de Trump: inversiones de muchos billones de dólares en infraestructuras, viejas y nuevas. Independientemente de las formas políticas de los gobiernos de los Estados candidatos.
Energía, caminos, comunicaciones, educación, sanidad, seguridad, represión. Áreas que ya no pueden manejarse en nombre del Estado, que se encargaron de hundir práctica e idealmente como representante de lo público. Lo público ha quedado huérfano de Estado.
Se trata de bienes tan tangibles como los recursos naturales, indispensables y de absoluto carácter común como el agua. Pero también tan intangibles y no menos comunes como el acervo cognitivo. La investigación de las universidades públicas, los consejos de de investigación nacionales, regionales y provinciales, de organismos de ciencia y técnica específicos, como los de actividades agropecuarias e industriales. Con los mentados acuerdos y “colaboración” público privado.
El camino de la apariencia pública de estas inversiones es el de esa asociación público privada, donde el Estado lo que hace es poner el humo del asado que se comen los inversores.
Sea a título de proteccionismo o de libertad de mercado.
Protección nacional
En un mundo de pocos acreedores y muchos deudores, que no es más que la traducción de la tan mentada desigualdad de ingresos y patrimonial tipo Piketty, el proteccionismo nacionalista dentro de la escaramuzas verbales no parece por ahora más que un velo que cubre la garantía de los primeros (apoyados en la desposesión de bienes públicos) sin que se diferencien demasiado sus “orígenes” nacionales. Londres es la capital de grandes fondos de inversión (no siempre blancos) de todas partes del mundo. Sin contar otras maravillosas islas de mejor clima.
Este nacionalismo electoral que se apoya en los prejuicios, la xenofobia y la religión, ya que parece no poder hacerlo más en la democracia occidental y cristiana, no parece más que un medio no sólo de trocar lo nacional por lo público, sino para elegir entre deudores útiles e inútiles para su explotación.
El cuento es que se protege la producción nacional, es decir el trabajo, la capacidad laboral.
Pero la capacidad laboral también es un recurso natural y un bien público, un bien común. Porque es un producto y resultado social, tanto en su materialidad energética como en sus habilidades y conocimientos. Pero para que sea apropiado debe ser competitivo, es lo que nos dicen. Es decir barato. Nacional sí pero barato. Y allí sí, lo es cuanto más atomizado y más son los jugadores. Mientras las grandes ligas se concentran en uniones transitorias o permanentes sin distinguir los países de origen ni de destino.
Sin embargo la capacidad laboral es la más grande infraestructura, el problema es que no sirve de refugio.
Absolutismo metapolítico
Des-poseedores, inversores, acreedores son el nuevo Rey Sol Global.
Poca el la diferencia entre los estados capitalistas y el capitalismo de Estado. China es el mayor acreedor e inversor de los Estados Unidos, pocos dirían que China no es absolutista. Ni que no lo es el poder de Goldman Sachs o JP Morgan. Sus decisiones son inapelables y a ellas están sometidos los Estados que operan como sus gestores, conformados precisamente en esta “radicalización de la derecha”, por sus CEOs, sus gestores de negocios y finanzas, o algún socio.
Si hasta hace poco podíamos decir que había empresas que eran un verdadero estado dentro del Estado, hoy podemos decir que los Estados son órganos dentro del estado.
Los Estados son poco más que marcas (en viejo y abdicado Rey anda vendiendo la “marca España”) o agentes de marketing (como la argentinísima Reina Sofía de Holanda promocionando microcréditos para emprendedores, para contribuir al “hambre cero”).
Luis XIV no era de éstos. Se valió de un financista para consolidar su poder. En una época de crisis y transición. Su ministro estrella fue Jean-Baptiste Colbert, administrador de patrimonios y denunciante de una malversación de fondos reales. Se valió de obras de infraestructura para impulsar y consolidar la transformación del capitalismo mercantil apoyando las manufacturas.
Puentes, caminos y una flota para el comercio con las colonias ya establecidas. Y para las que creó una orden militar especial, la de San Luis.
Creó las manufacturas reales y sancionó la “Caza de vagabundos” y las “Casas Correccionales” que proveían de mano de obra forzada a los industriales manufactureros.
Hay que decir que embelleció París. Su ministerio terminó con una nación endeudada, pero la nueva burguesía, con la que había constituido el nuevo aparato estatal, ya había triunfado.
Este monarca que, como es sabido, dijo aquello de El Estado soy yo, era corpóreo: su cuerpo se confundía con el poder, él era su encarnación. Un poder absoluto personal.
El nuevo monarca es incorpóreo, ubicuo, intemporal. La muerte de los inversores singulares, para continuar reinando no requieren la ficción teológica del “segundo cuerpo del rey”, que garantizaba la continuidad del reino.
Los grupos financieros pueden decir El Estado somos nosotros, pero el “nosotros” no tiene cuerpo, es tan intangible como sus activos. Lo tangible son los efectos de la desigualdad, la forma de la pobreza, que genera, alimenta y reproduce la desposesión, la explotación y la dominación. El absolutismo.
Subordinación y valor
Estos apuntes sólo pretender ser una aproximación a la designación de una forma política para lo cual recurrí a este “paradigma” histórico político. Quizá por la contundencia del término y su ya poco frecuente uso.
Debo a una previa lectura de Aldo Casas recordar que la historia, nuestra historia, sigue siendo historia de luchas de clases, que la imposición de esta forma no es precisamente pacífica. Las clases se definen por su situación respecto a la disposición de bienes y de poder. Y éstos siempre se disputan.
El absolutismo histórico no dispuso de un camino llano. En el caso francés, Francia perdió su poder en Europa, su política colonial se debilitó, la casa real se deshizo en luchas por el poder, el Estado terminó endeudado y su pueblo hambreado.
Hubo más actores que la nobleza y la nueva burguesía. El poder político papal, los intereses de los Países Bajos, los de Inglaterra. Por eso junto a las alianzas estaban las guerras.
El absolutismo financiero, o el poder político de los grupos financieros puede subordinar a los otros sectores del capital, pero tiene un límite: el valor.
Su poder no sólo requiere no sólo de consumidores reales o virtuales, potenciales deudores. También requiere productores. La producción sigue siendo la base de la existencia de cualquier sociedad o sistema, cualquiera sea la forma de producir. Por más subordinada que se halle a la financierización y sus mecanismos de acumulación. Y en la producción capitalista lo que prima como condicionante es la producción y reproducción de valor. Y ello requiere de productores que hay que alimentar y proveer. Si ello no ocurre no hay consumidor, no hay deudor y el castillo se viene abajo.
En su conjunto el absolutismo financiero parece ser la forma política en el sentido descripto. Pero no se trata del juego de un solo jugador. Las alianzas y fusiones aquí aludidas tampoco son pacíficas. Y son muchos los grandes intereses encontrados por los que existen disputas feroces, además de las contradicciones propias del sistema. La más limitante de las cuales sea seguramente ya la de un “desarrollo” ilimitado con recursos ambientales limitados, degradados y agotados.
Las luchas canibalescas que sostienen este absolutismo dentro del propio mundo económico financiero incluye sus propios mecanismos. Las famosas Ofertas Públicas de Acciones (OPA) agresivas es el nombre “técnico” de las extorsiones. El espionaje, las “quinta columnas”, la corrupción, los sobornos inter-empresariales, conforman la “ética empresarial”. El rumor, los falsos balances, las evaluaciones de riesgo son armas mortíferas en las guerras entre sectores del capital.
Los cambios revolucionarios en la producción generan también intereses contradictorios respecto a las inversiones. Esto aparece evidente respecto a la preservación del medio ambiente convertida en un negocio financiero monetizando los permisos para contaminar.
Y aquí chocan los intereses de las inversiones en el cambio de las fuentes energéticas.
Aunque aparezcan otros modos de producción de valor, particularmente cognitivo y aunque éste se halle subordinado a la ganancia financiera, esto no significa su desaparición sino su transformación.
Aunque, en conjunto, la forma política sea absolutista, ello no significa que sea homogénea ni, mucho menos, pacífica. Tampoco predestinada.
Ejemplo de todas estas luchas y contradicciones es el caso del chipp contaminante de Volkswagen. Y las resistencias de Google y análogos al “proteccionismo” de Trump, otro.
Último apunte
Muchas revoluciones antiabsolutistas comenzaron por exigencia de pan y acabaron con las cabezas de los monarcas. Ésta ya no es época de regicidios ni magnicidios. Lo intangible no tiene cuerpo ni cabeza.
El absolutismo del capital se apoya en la ideológica seducción de la propiedad privada. Y, ésta, como vimos ya no es tal, sino un rótulo. Lo que cuenta es el uso de hecho, los títulos ya no representan más que deudas presentes o futuras.
Creo que deberíamos pensar en el uso de hecho. El uso público de lo público, porque lo público somos nosotros. El uso común de lo común. De la tierra, sus productos y las infraestructuras.
Por ahora resistiendo a ser el refugio de los dominantes.
[Fuente: ContraHegemonía Web]
30 /
5 /
2017