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Sapiens. De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad / Homo Deus. Breve historia del mañana

Debate,

Barcelona, 2014 y 2016,

El hombre no necesita a los dioses

Francesc Arroyo

El editor español de Yuval Noah Harari (Israel, 1976) confesaba hace unos días que estaba sorprendido por el éxito de sus libros. Son dos. El primero se titula Homo sapiens; El segundo, Homo deus. Ambos comparten una tesis: Dios no existe y su lugar ha sido ocupado definitivamente por el hombre. Y eso es así incluso en el sentido biológico: la evolución siempre ha actuado en forma de causa efecto, no teleológicamente, como suponen los creacionistas. Hoy, sin embargo, la ingeniería biológica permite modificar especies, incluida la humana, desde una perspectiva finalista. El diseño inteligente en el que se habían refugiado algunos creyentes frente a la evolución, se ha hecho realidad. Pero no hace falta Dios alguno: es el propio hombre quien diseña.

En el primero de los volúmenes, de base historicista, se sostiene que el hombre ha conseguido la capacidad de superar las tres plagas: la guerra, el hambre, las epidemias. Superar no quiere decir haberlas eliminado, sólo que, cuando se producen, su reacción no es ya la del pasado. En siglos anteriores, cuenta Harari, se atribuían estos hechos a la ira de los dioses o al destino inescrutable que rige el comportamiento de la naturaleza. Hoy, en cambio, los hombres buscan la forma de reducir el impacto del hambre y de la enfermedad y, desde luego, se esfuerzan en evitar la guerra. Pero, y seguramente eso es lo más importante, si se fracasa en estos menesteres, ese fracaso se atribuye a la acción o la inacción humana. En ningún momento se asume que haya que soportar esos males porque estemos en un valle de lágrimas. Al contrario: no se puede evitar que haya una sequía que reduzca las cosechas, pero frente a ello cabe la intervención del hombre. Primero, en forma de previsión del comportamiento de la naturaleza y después mitigando las consecuencias a base de una redistribución de los excedentes. No se puede evitar que se produzca una epidemia de ébola, pero se puede exigir que los estados inviertan en investigación de modo que se obtengan antídotos y vacunas que frenen su expansión. Y si eso es así frente a los males que pueden derivarse de lo natural, ¿cómo no pensar que se pueden parar las guerras?, ¿cómo no ser consciente de que las guerras son consecuencia exclusiva de las actuaciones de los hombres? Más aún, la guerra fue en general la consecuencia de enfrentamientos entre naciones, carentes de una autoridad superior que pusiera coto a la ley de la jungla por la que se regían sus relaciones. Hoy, en cambio, la comunidad internacional rechaza (como norma general) que un gobierno pretenda imponerse por la fuerza frente a otro ya sea para apropiarse de sus territorios y bienes, ya sea para obligarle a un determinado comportamiento. Que haya excepciones no invalida la norma.

En el pasado, ir a la guerra era una expectativa clara para la mayoría de la población. Hoy la mayor parte de la gente excluye la participación en una guerra como horizonte personal y se ha conseguido que, al menos en público, la mayoría de los líderes políticos se manifieste en favor de la paz. La paz, sostiene con cierta ironía Harari, es más beneficiosa para los negocios (salvo los bélicos y asociados) que la guerra.

En definitiva: el hombre se ve hoy dueño de su destino, sin necesidad de someterse a la voluntad de los dioses o de la naturaleza. Ni siquiera la muerte es ya un sino inevitable, al menos a largo plazo. Y no deja de preguntarse el autor qué papel tendrían cielo e infierno en un mundo sin la muerte como destino obligado.

Algunos de los asuntos apuntados son ampliamente desarrollados en los dos volúmenes cuya mayor virtud, y posiblemente una de las causas de su éxito, sea la capacidad de sugerir líneas de debate. En este sentido, Harari ha conseguido presentar de forma organizada diversos asuntos a discutir o, para ser más precisos, sobre los que hay abierta controversia pública porque tienen que ver con de dónde venimos y hacia dónde vamos, si es que vamos hacia alguna parte. En su recorrido por el pasado y en su mirada al futuro, se centra en la evolución del hombre (incluida la posibilidad de que él mismo acabe provocando su aniquilación); la formación de colectividades y su mantenimiento; el papel de las creencias como cohesionadoras de grupos y, también, fuente de conflictos; las creencias caídas, entre las que destacan las religiones y los nacionalismos; las creencias futuras, sobre todo la fe ciega o no en el buen uso de la tecnología; la posibilidad de un desarrollo continuado de las fuerzas productivas y de los materiales necesarios para ello o el peligro de un colapso del global del sistema; la función del conocimiento y, claro está, la función de la ignorancia.

Importante este asunto de la ignorancia. Para Harari el progreso está indisolublemente asociado a la ignorancia. Durante siglos, los hombres creyeron que sabían donde estaban todas las respuestas: en los libros que contenían las palabras de los dioses. Éstos habían revelado a sus criaturas todo lo que necesitaban saber. Si alguien tenía alguna duda, le bastaba con dirigirse al sacerdote de la religión en que creyera y que éste interpretara los textos sagrados. Si allí no aparecía nada sobre, por ejemplo, el comportamiento sexual de las hormigas, era por la simple razón de que el hombre podía vivir y lograr la salvación sin necesidad de conocer nada al respecto.

Eso cambió durante el Renacimiento, más o menos. Los hombres fueron conscientes de que ignoraban asuntos que les resultaban de interés y también de que las escrituras no daban respuesta, pero ellos tenían otros métodos para saber. De esa conciencia de la ignorancia brotó el conocimiento de la naturaleza que permitió y facilitó el incremento de la producción de bienes y, en paralelo, el de población.

Ya antes se había producido una primera revolución cognitiva que dio paso al dominio del Homo sapiens sobre el resto de las especies. Esto tuvo consecuencias interesantes a corto plazo (aumentó la capacidad de supervivencia de los individuos y colectividades), pero comportó también otras que han resultado una catástrofe: la depredación de especies enteras de animales y plantas. Harari llega a apuntar que ese Homo sapiens puede ser calificado, desde la perspectiva del conjunto de las especies, como un asesino en serie. Para ello analiza las mortandades de animales (desde el mamut a las especies autóctonas de Australia), sin dejar de lado las masacres de otros hombres causadas durante el descubrimiento de América. Unas veces empleando la espada y otras expandiendo el sarampión.

No obstante, la combinación de ignorancia, voluntad de saber y convencimiento de las posibilidades de mejora han producido lo que, en general, se ha dado en llamar progreso. Que lo sea o no depende del punto de vista que se adopte.

Especialmente interesante es el análisis que el autor realiza de los motivos que llevaron al Homo sapiens a imponerse sobre las otras especies de homínidos. En su opinión, el factor fundamental fue la capacidad de cohesión que tienen los relatos, llámense míticos, religiosos o ideológicos. Si hay mucha gente convencida de la existencia de Dios, hasta el punto de regir su vida por este tipo de creencia; si el dinero mueve buena parte de los comportamientos humanos; si los nacionalismos son capaces de convencer a no pocos individuos de que deben morir y matar, entonces habrá que concluir que el mundo del Homo sapiens se compone de realidades físicas evidentes como ríos y valles, a la vez que de sentimientos como deseos y miedos, y también de ficciones que tienen la fuerza de una realidad objetiva. Entre estas ficciones Harari incluye las religiones. En este paquete mete el liberalismo, el socialismo o el humanismo que no son, dice, sino religiones, es decir, creencias sin más base real que la capacidad de estructurar un relato asumible en el que el hombre se configura como el centro del universo sometido a unas leyes (de dios o de la historia) que deben ser respetadas y observadas porque son universales e inamovibles.

El Homo sapiens pudo y puede crear estas ficciones gracias al dominio del lenguaje. El lenguaje fue concebido como un medio eficaz de describir la realidad y luego mostró su capacidad para inventarla. Y en este aspecto las cosas mejoraron con la invención de la escritura. En el repertorio de anécdotas históricas sobre el que va escalonando su relato, Harari señala que la escritura y el dinero aparecieron al mismo tiempo, como “gemelos”, dice. Pero en realidad, no hay en el universo ni dioses ni dinero ni derechos humanos ni leyes al margen de la imaginación de los seres humanos. Una imaginación que, compartida, fomenta la unidad del grupo. Pero son todo “constructos sociales”, es decir, “realidades imaginadas” avaladas en el pasado por los dioses o la naturaleza y en el presente por la ciencia. No hay que dejarse engañar por el furor demostrado por el fanatismo religioso que parece augurar el retorno de algún dios. Más de un siglo después de que Nietzsche anunciara la muerte de Dios puede parecer que éste resucita, pero es sólo “un espejismo”: Dios está muerto para siempre. Y si hay una epidemia, salvo en casos paranormales, no se hace ya una procesión para vencerla, se presiona al cuerpo médico.

Buena parte de la población no ve en las religiones sino una fuente de discriminación, desacuerdo y enfrentamientos. Fueron, en tiempos pasados, un elemento unificador de colectividades, pero desde hace 300 años el proceso de secularización que las arrincona es imparable. Recuérdese: para Harari religión e ideología no son elementos contrapuestos. Que se utilice una palabra u otra es una elección semántica. De ahí que sostenga que ha habido en los últimos tres siglos un desarrollo de las religiones naturales: las que sustituyen la palabra de dios por las leyes de la naturaleza o de la historia. En ambos casos, se trata de basar el orden humano en un orden suprahumano de pretensión universalista. Las religiones seculares aparecidas tras la revolución francesa son, dice Harari, el liberalismo, el comunismo, el capitalismo (la de mayor éxito, afirma), el nacionalismo y el nazismo. Obvio al lector las características de cada una de ellas a las que dedica especial atención en el primero de los volúmenes citados. Conviene, quizás, recordar al respecto un comentario hecho por uno de los críticos españoles de la obras (Carlos Martínez Shaw): ante textos tan amplios, es imposible estar de acuerdo con todo lo que en ellos se dice. No importa: discrepar es bueno si ayuda a la reflexión sobre las propias convicciones.

De todas formas, Harari asume que puede haber importantes diferencias entre las creencias en factores sobrenaturales y las convicciones sobre la organización de la convivencia. En este sentido, las “religiones seculares” se diferencian de las grandes religiones tradicionales en que dejan fuera de su discurso la muerte y la otra vida. Aunque podría caber una excepción: el nacionalismo, que promete la eternidad a quien entregue su vida por la patria. Patria, por cierto, que se amalgama regando la tierra con la sangre de los patriotas. Los verdaderos. Los hay también de pacotilla que prefieren exculparse ante la mera posibilidad de una condena, por leve que sea. Todo antes que ni siquiera despeinarse.

En cualquier caso, mientras que socialismo y capitalismo mantienen cierta capacidad de seducción, el nacionalismo va perdiendo fuerza porque hoy ya no se puede considerar a un colectivo particular la fuente real de la autoridad y la soberanía. Es toda la humanidad la que da sentido a los valores individuales y colectivos y las leyes particulares de una nación no pueden evitar su contraposición frente a las declaraciones universalistas. Más aún, el imperio global está hoy regido por una élite multiétnica y los estados son cada vez menos independientes. Incluso se podría decir que las comunidades nacionales pasan a un segundo plano ante las tribus clientelares como puedan ser los fans de Madonna o el vegetarianismo, hasta el punto que un vegetariano alemán se hallará probablemente más cómodo compartiendo mesa y charla con un vegetariano francés que con un carnívoro de su propio país administrativo.

Yuval Harari es de profesión historiador. De ahí que no falte en sus obras una reflexión sobre la función y el sentido de la historia. En su opinión, la historia, vista en perspectiva, muestra un cierto sentido: el de la unidad de la especie. Lo que ocurre es que los individuos que deciden no siempre tienen una perspectiva suficiente, de modo que las decisiones, aunque busquen mejorar la situación, pueden resultar perjudiciales para la humanidad a largo plazo. “La humanidad tiene la capacidad de cambiar el curso de la historia”, señala, pero también de “acabar con ella”.

El sistema de producción actual se basa en un dogma: el crecimiento continuo. Pero ¿se puede seguir creciendo indefinidamente? Las promesas del capitalismo de llegar pronto al paraíso pueden perfectamente chocar con el agotamiento de los materiales necesarios para ese crecimiento. Ahora bien, Harari participa del optimismo iluminista que impregna los últimos siglos, de modo que apunta una posible salida: que de las tres fuentes del desarrollo (materias primas, energía y conocimiento) la que más crezca sea la tercera, de forma que halle una vía para aumentar las otras dos. Si no es así, las posibilidades de un colapso son potentes, de modo que no deja de preguntarse si realmente se puede fiar el futuro al sueño de algunos científicos.

El autor es consciente de que sus textos pueden ser leídos como un conjunto de profecías, de ahí que insista, repetidamente, que no tiene vocación de profeta. Lo que pretende es abrir una vía de discusión sobre las elecciones que hacemos en el presente. Las predicciones que se recogen en los libros están, sobre todo, inspiradas en las ideas que han dominado los tres últimos siglos. La historia, señala, es un sistema caótico de nivel dos, es decir, que reacciona frente a las predicciones, de forma que las que se hagan nunca pueden pretender un alto grado de precisión. Además, añade, la historia está llena de “esperanzas exageradas”. Lo que se intuye en el horizonte es “una posibilidad”. Dependerá de la acción de los hombres que el futuro sea de una forma o resulte completamente diferente.

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2017

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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