La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
El antigolpe. Manual para la respuesta noviolenta a un golpe de Estado
Institut Català Internacional per la Pau,
Barcelona,
Para que las armas nunca tengan la última palabra
Francesc Arroyo
La consistencia es una gran virtud. O lo era hace algún tiempo. Hoy se lleva menos. De ahí la sorpresa que provocan los libros de Gonzalo Arias. Se acaba de reeditar en la red el titulado El antigolpe, un texto a mitad de camino entre el manual y la reflexión, nacido poco después del intento más o menos fallido de golpe de estado perpetrado el 23 de febrero de 1981 por el entonces mando de la Guardia Civil Antonio Tejero. Arias, pacifista en la teoría y en la práctica, estaba preocupado por la posibilidad de una repetición de la intentona y también por la posibilidad de una respuesta violenta que disparara (nunca mejor dicho) las iras que viven en perpetua vigilia en este país. Ante la posibilidad de un golpe, sostiene en el libro, la respuesta justa sólo puede ser noviolenta. Fue él mismo quien escribió las dos palabras sin espacio, creando un neologismo que no ha cuajado, para señalar que no se trataba de una mera actitud a la contra sino de una pasividad activa. Y hay que resaltar que la presunta contradicción en términos no lleva en su discurso a la contradicción: pretende ser consistente. La noviolencia es para Arias acción, nunca mera pasividad. El noviolento, escribe, no es alguien que evita meterse en líos, al contrario, es un tipo conflictivo. Hay muchos pasajes del texto en los que Arias parece entregarse a la ingenuidad buenista. Pero ya llegando hacia el final queda claro que no es ingenuo. La respuesta pacifista no es garantía de nada: ni de victoria ni, sobre todo, de que el violento decida renunciar a la violencia. Los noviolentos deben asumir que su actitud no tiene por qué ser recíproca y que el enemigo puede seguir empleando las armas. El resistente se juega la vida. ¡Ahí es nada!
Antes de volver sobre alguno de estos asuntos vale la pena apuntar, como ya hace José Luis Gordillo en el prólogo, que algunas partes de este libro están ampliamente desfasadas. Gordillo se refiere a las más pegadas a los hechos del 23 de febrero. Pero la virtud del texto está en los esbozos de reflexión, en lo que queda vivo, en lo que habla del presente. Y también en algunos destellos más que curiosos.
Empecemos por éstos. En el momento del asalto al Congreso de los Diputados había allí unas 80 personas armadas (fuerzas de seguridad y guardaespaldas), más 46 diputados que tenían también permiso de armas (Arias apuntala: ninguno de ellos de la izquierda). Pese a que los primeros habían jurado vender cara su vida para salvaguardar las leyes de la patria, ninguno de ellos hizo el más mínimo gesto de llevar la mano a la pistola ni al fusil ni a la metralleta. Así pues, si los guardias a los que se da armamento para impedir el uso de la violencia luego no lo van a utilizar ¿para qué seguirles dando armas? No es que Arias hubiera preferido que los agentes se liaran a tiros con los asaltantes, al contrario, cree mucho mejor que no lo hicieran. Pero no deja de preguntarse si fue por prudencia y con la voluntad de no empeorar las cosas o, más bien, por un mal entendido sentido de fraternidad entre uniformados. El caso es que los que debían garantizar el orden hicieron “lo correcto”, que fue no enzarzarse en una balacera, pero a costa de no respetar el código al que están sometidos. ¿Habría que revisar el código?
Al hilo de esta reflexión anota Gonzalo Arias la escasa tendencia de los militares a enfrentarse a sus compañeros de armas, ni siquiera cuando lo exige la defensa de la legalidad, y también la poca disposición que muestran a dar por la patria no ya la última gota de sangre, ni siquiera la primera. Los discursos de los militares, especialmente los muy patrioteros, están repletos de alusiones a la voluntad de entregar la vida por la patria, pero cuando llega el caso no tienen empacho en rendirse, quizás reservando la entrega de la vida para mejor ocasión.
Se dirá que los militares actúan siguiendo el mandato de obediencia que impone su particular código. Arias deja bien claro que no es así, entre otros motivos porque la obediencia no obliga contra las leyes. Se podría incluso ir más lejos y plantearse el sentido de unas normas (las militares) al margen de las civiles. ¿De verdad tiene sentido una justicia militar fuera de los tribunales ordinarios? Arias se permite ironizar con cargo a Unamuno a quien atribuye haber dicho que es bastante fácil militarizar a un civil pero francamente difícil civilizar a un militar. Como en el fondo es buena persona, pronto se arrepiente de haber recogido la maldad (en lo que tiene de generalización) y matiza el asunto, pero antes se le había escapado una afirmación tremenda: la estructura militar es incompatible con la estructura democrática.
No menos brillante es la contraposición entre las funciones que se asigna al ejército en diversas constituciones, entre ellas la de España. Hay algunas, y no son pocas, que incluyen entre las obligaciones de los militares la defensa de la vida de los ciudadanos de su país, de la integridad territorial y de la legalidad. La Constitución española se olvida de asignar al Ejército la defensa de la vida de los españoles. Bien está porque, a la postre, el repaso a la historia que hace Gonzalo Arias muestra lo escasamente eficaces que han resultado los batallones a la hora de salvaguardar esas vidas. En las últimas guerras se contaron más muertos entre la población civil que entre quienes, por así decirlo, se encargaban de su defensa.
Por no hablar de las situaciones (como la que se daba cuando Arias escribió el libro) en las que la ciudadanía estaba obligada a cumplir un servicio militar. Hoy ya no es así en España, gracias, entre otros, al propio Gonzalo Arias, que participó activamente en la lucha por el derecho a la objeción de conciencia, dando con sus huesos y sus carnes en la cárcel, en una batalla en la que lo único que podía ganar era la satisfacción de saber que defendía una causa justa. Porque Arias tenía más de 50 años cuando se sumó a la causa de la objeción de conciencia ante el servicio militar obligatorio. Él ya no iba a ir a la mili. Pero no ser beneficiario de las medidas que defendía no evitó que sí fuera a la cárcel por su actitud. No era la primera vez. Arias había publicado en 1968 y en Francia una novela curiosa titulada Los encartelados. En ella un ciudadano tranquilo decide un día salir a la calle en la capital de España (los nombres aparecen disfrazados de forma que sean reconocibles) con un cartel en el que pide elecciones libres a la jefatura del estado. Cree que su ejemplo cundirá y que los demás ciudadanos no tardarán en imitarle. Después de publicar la obra y repartirla entre algunos posibles interesados, Arias se puso el cartel y salió a la calle. Pronto fue detenido, juzgado, condenado y encarcelado. Su acción no tuvo, al contrario que en la novela, imitadores.
Uno de los males que, se supone, atenazan a la sociedad actual es el terrorismo. He ahí un asunto que puede requerir la existencia de un ejército, preferentemente profesional, diría Gonzalo Arias, si se le pusiera en la tesitura de decidir entre Guatemala y Guatepeor. Pero sería también posible que Arias evitase el dilema dándose cuenta de que, en realidad, los ejércitos se han comportado no pocas veces como terroristas. Por ejemplo, en los golpes de estado que no son sino el empleo del terror contra la población para imponer una determinada organización de la convivencia, habitualmente ligada a determinados intereses. Ya en aquellos lejanos años ochenta se daba cuenta Arias de que el terrorismo, siendo una realidad objetiva, puede ser instrumentalizado por militares y policías para reforzar sus propias posiciones. Hilvana él la tesis al hilo de una ETA que entonces era especialmente activa, pero no deja de contraponer el número de muertos por el terrorismo frente a los producidos por el terrorismo golpista. Si Arias viviera hoy hubiera podido actualizar las cifras: en el año 2010, el número de personas fallecidas como consecuencia de actos de terrorismo ascendió a 7.696. Una cifra bastante alejada de los 120.000 muertos que se registraron en 2012 en las diversas guerras que se dieron; y no digamos de los 500.000 fallecidos como consecuencia de actos violentos relacionados con el crimen y no considerados terrorismo. Las cifras figuran en el volumen Homo Deus de Yuval Harari quien emplea estos números para aducir que, en realidad, el terrorismo en su acepción más común (la impuesta en el lenguaje que los medios han comprado a los poderes públicos) es siempre la acción de alguien débil. Si el terrorista tuviera verdadera fuerza no necesitaría recurrir a estos actos de terror. En realidad, aduce Harari y coincide en ello bastante con Arias, el objetivo del terrorista es conseguir la sobreactuación del Estado. El terrorista es una avispa en una tienda de porcelana: puede incordiar, pero cuando verdaderamente alcanza su objetivo es cuando lograr irritar a un buey cercano. Entonces el desastre está servido, como hoy está servido el recorte general de libertades al hilo de la amenaza del terrorismo. Los poderes y los terroristas se retroalimentan, hasta el punto en que Arias llega a sugerir que un importante sector de la ultraderecha española deseaba cualquier cosa menos la desaparición de ETA. Una sospecha que se hubiera podido rescatar en años posteriores a su formulación.
En consonancia con su visión de la vida y del escaso papel que en ella debiera jugar la violencia, Arias sostiene que la venganza no es el mejor criterio a la hora de aplicar justicia. Se compadece realmente del delincuente y busca su reinserción, incluyendo a terroristas y golpistas. Es tal su voluntad de comprensión que llega incluso a imaginar que el golpista actúa con una cierta buena fe, impulsado por su conciencia individual. La justicia deberá tratarlos evitando una “moral justiciera” y sin abonarse a la “sed de justicia” porque a la sombra de los cadalsos no fructifica la paz. Es muy posible que en este punto afloren con fuerza sus convicciones cristianas. Un cristianismo alejado del de las jerarquías, pero inspirado al fin en el ambivalente mensaje evangélico que en una página predica el pacifismo de la otra mejilla y en la siguiente encomia el uso del látigo frente a los mercaderes del templo.
Al final del libro, Arias ofrece una serie de recomendaciones para afrontar otro posible golpe de estado. Siempre, obviamente, desde la noviolencia. Al margen de las páginas más coyunturales, quizás éstas sean las más alejadas de la realidad. De la de entonces y de la del presente. Lo que no significa que no apunte a algunos asuntos cuyo debate vale la pena retomar. Se centra él en el papel de los medios de comunicación, convencido de que pueden desempeñar una función liberadora. ¿Por qué? Porque se pondrían del lado de la verdad que es el de la libertad y la democracia. Se le podría reprochar lo que Marx y Engels criticaron a los socialistas utópicos: estaban tan convencidos de la bondad de sus propuestas que imaginaron que todos los hombres quedarían cegados por su luz. Ignoraron, ellos y el autor de El antigolpe, que hay intereses que influyen también en las decisiones de los hombres. De modo que Arias no explica los motivos que habrían de llevar a determinados empresarios a preferir un gobierno progresista que, como poco, les subiera los impuestos, a otro que encargara a la policía negociar los convenios o, sin necesidad de ir tan lejos, aprobara una reforma laboral en la que se limitara la acción sindical y se redujeran los derechos de los trabajadores. Por ejemplo: propone que las emisoras de radio (no pudo prever el desarrollo de las redes sociales), sobre todo las privadas, emitan programas que formen a los soldados en el derecho a resistir frente a las órdenes ilegales. Se le puede objetar por partida doble: ¿por qué las emisoras iban a emitir estos programas de rentabilidad económica más que dudosa? ¿Por qué los propietarios de las emisoras iban a estar necesariamente en contra de los golpistas? Esto último puede darse, por supuesto, pero no es absolutamente inevitable. Asimismo, sugiere que se simulen debates entre supuestos golpistas y locutores en los que los primeros pueden recurrir a cualquier cosa menos a la fuerza. Pero es que el golpismo consiste, precisamente, en el uso de la fuerza.
En el mismo sentido defiende la resistencia de los profesionales de la información frente al golpismo, tanto en la televisión (entonces sólo había una) como en los periódicos, desde una confusión muy extendida: la de creer que el periodista es el propietario de los medios que alquilan su fuerza de trabajo.
Pero tiene razón Arias al apuntar que el papel que juegan los medios de comunicación en la formación de la opinión y las conciencias puede y debe ser debatido públicamente. La aparición de las cadenas privadas de televisión, el proceso de concentración de la propiedad de los medios, la crisis de la prensa escrita y el difícil horizonte de los diarios electrónicos plantean una situación que habrá que abordar. ¿Debe haber medios públicos? Y en caso afirmativo, ¿cómo evitar que se conviertan en gubernamentales? La experiencia española de las dos últimas décadas es desalentadora. Las televisiones autonómicas (igual que las dos cadenas dependientes directamente del gobierno central) son instrumentos al servicio del partido en el gobierno. Puros vehículos para los mensajes publicitarios gubernamentales. La situación es tan insoportable, que quien esto firma ha visto cómo un consejero del gobierno catalán indicaba a una redactora de Catalunya Ràdio la pregunta que debía hacerle. Y se lo indicaba en público, con el desparpajo del antiguo señorito que se dirige a un empleado que le come en la mano. Y no han ido mejor las cosas en la televisión valenciana, en la madrileña o en la andaluza. Hay más, pero con la considerable ventaja de que son tan malas que no las ve casi nadie.
El debate sobre la financiación de los medios de comunicación (y su independencia) no es sólo cosa de Podemos. También ha reflexionado sobre ello, por ejemplo, Axel Honeth, actual director de la Escuela de Fráncfort. El hecho es que los medios privados han recurrido a créditos que hipotecan su independencia, en los casos en los que la tenían. Y producir información es caro. Muy caro. Es barato el acceso a las redes sociales para emitir opiniones, pero la investigación, el contraste de las noticias, exige tiempo y ello supone dinero. En estos momentos, los medios de comunicación han optado por reducir costes por la vía salarial, pero el problema no se agota porque los sistemas tradicionales de financiación de los medios (los anuncios) han encontrado otros soportes. No es que la publicidad no hipotecara, pero al llegar dividida por pequeñas aportaciones lo hacía, en general, menos que un crédito concentrado o la entrada en el capital de los medios de socios interesados en su control.
Claro, esto escapa ya al asunto que para Gonzalo Arias era central: la noviolencia como actitud ante la vida. Pero hubiera sido una descortesía no atender a sus varios mensajes, a sus diversas propuestas. El valor de un texto del pasado deriva de su capacidad para iluminar el presente o, al menos, para hacernos reflexionar al respecto. Esto lo consigue Arias en diversos puntos. Aunque en lo central de su discurso, la defensa de la noviolencia, falte el análisis del papel del miedo. Quede para otra ocasión.
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