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Luis Felip López-Espinosa

De la política clásica al activismo en red

El ciclo político de movilizaciones iniciado con el 15-M, y continuado por las Mareas y por las Marchas de la Dignidad, se basa en la larga crisis económica y en el desigual reparto del coste de dicha crisis, gestionada en beneficio de la oligarquía española. Aunque este ciclo político ha quedado aparentemente en segundo plano tras un intenso ciclo electoral, las causas que lo impulsaron persisten. Es por eso que ante la fase actual debemos reivindicar la vigencia de la movilización, de la presencia en el conflicto y de la organización de una respuesta coordinada en las calles y en las instituciones que haga frente a las condiciones de precariedad y de desigualdad que atraviesan la vida cotidiana.

1. Caballeros de la virtud

Todo cambio social implica una noción de qué es la ideología (de cómo funciona ese marco imaginario que estructura nuestras creencias y expectativas acerca de la realidad social donde habitamos). Ningún cambio social se realiza únicamente desde lo programático, pues los sujetos que llevan a cabo ese programa lo hacen condicionados por dichas creencias y expectativas. Y para entender ese marco ideológico que subyace a toda visión del cambio político vamos a dar un rodeo a través de la filosofía.

Hegel dedica un pasaje de la Fenomenología del Espíritu (capítulo V, B) al proceso de superación de la conciencia burguesa en la época moderna, una conciencia que está marcada por el individualismo. El individuo moderno, según Hegel, se rebela contra la sociedad, las leyes y las costumbres. Esta conciencia burguesa pasa por tres formas o figuras que la conciencia racional considera válidas en tanto aisladas: 

  • El placer y la necesidad. El individuo burgués se retrae en su Yo como única realidad cierta, buscando su reconocimiento por medio del goce en una suerte de estadio estético (al modo de Fausto o de Don Juan). En este estadio, sin embargo, se estrella, desamparado, contra la necesidad del mundo real.
  • La ley del corazón y el delirio del engreimiento. El individuo reconoce entonces que no puede realizar su felicidad a través de los placeres mundanos, y pasa a buscarla en su ley moral interior, una ley enfrentada al mundo. Pero esta ley es contradictoria, pues al ejecutarse pierde su carácter de ley moral enfrentada al mundo. De ahí el refugio en utopías irrealizables, pues la realización de la utopía constituye la renuncia a la utopía misma.
  • La virtud y el curso del mundo. El caballero de la virtud opta pues por un proyecto más amplio, renunciando a la individualidad para alienarse y sacrificarse en un programa transformador. Pero esta virtud choca siempre con el curso del mundo; mientras el caballero de la virtud puede sacrificarlo todo menos su propia posición subjetiva, el curso del mundo carece de centro y de principios, y puede permitirse arriesgar toda particularidad.

El «caballero de la virtud» es inflexible y, por ese motivo, su adversario parte con una ventaja decisiva y abrumadora. El caballero de la virtud se halla en lo sólido que no puede ceder en sus posiciones maximalistas [1], mientras que el curso del mundo abarca y comprende ese momento y todos los demás. En otros términos, la virtud tiene una esencia, se halla fijada en un momento y en realidades concretas, pero el curso del mundo, el orden establecido, es global. En él «nada es subsistente y absolutamente sagrado, sino que puede arriesgarse a la pérdida de todo y de todos» [2]. Por ese motivo afirma Hegel que la virtud sin más no puede vencer: tiene más razón, pero tiene menos realidad. Tiene su centro en una esencia, y su base en realidades históricas concretas donde la virtud se realiza (el movimiento, el partido, el socialismo realmente existente…); en cambio, el mundo burgués no tiene centro y por ese motivo puede sacrificarlo todo.

Y ¿cuál es, para Hegel, el resultado de este fracaso de la lucha entre la virtud y el mundo? Hegel contesta que la siguiente etapa superadora es la praxis moderna. En la praxis, la conciencia se desprende de la representación del bien, y reconoce que «el curso del mundo no es tan malo como parecía» [3]. ¿Está Hegel, pues, girando a la derecha para decirnos que hay que renunciar al propósito de transformar la sociedad? ¿Debemos renunciar a la racionalización de la realidad existente, y conformarnos con esa razón instrumental que caracteriza al mundo burgués?

Las cosas son bien distintas. Según Hegel, la individualidad que, instrumentalizando la razón para sus fines particulares, es la protagonista en el curso del mundo,

puede muy bien creerse que actúa sólo para sí o egoístamente, en beneficio propio; es mejor que lo que ella se cree, su actividad es, a la vez, algo que es en sí, actividad universal. Cuando actúa egoístamente, entonces no sabe lo que hace, y cuando asevera que todos los hombres actúan egoístamente, tan sólo afirma que ningún hombre tiene conciencia de lo que es la actividad [4].

De este modo, el hacer individual tiene un valor. Pero, cuando afirma servir a un fin individual o cortoplacista, no sabe realmente lo que hace. Y aquí encontramos, en la praxis moderna, la plasmación de la ideología según la había caracterizado Marx en el apartado sobre el fetichismo de la mercancía: los individuos no saben lo que hacen, pero lo hacen [5].

2. Otra forma organizativa para otro cambio social

«El curso del mundo no es tan malo como parecía» es otra de esas frases paradójicas en Hegel. No significa una retirada conservadora, sino un reconocer que estamos en el mundo, un decidirse a tejer redes entre el pueblo que existe realmente y del cual formamos parte. Conlleva muchas cosas que a veces olvidamos los activistas: que no sólo hay que formar parte del mundo, sino incluso amar el mundo, sentir y padecer junto a los nuestros, tener aprecio por las cosas mundanas a la vez que impugnamos el sistema y demandamos un orden más racional. Amar el barrio, comprender a nuestros vecinos más allá de su credo, disfrutar de la cultura, de la música, de la fiesta, participar de asociaciones y clubes más allá de tu partido o tu sindicato… Son todas las recetas para inspirar una teoría consecuente de la hegemonía para este siglo XXI donde el cambio no se articula desde islas autónomas de pureza moral, sino por medio de redes conectadas entre sí y con la totalidad social.

Esto significa que la transformación social no es algo que lleven a cabo los caballeros virtuosos de la organización, del partido o del sindicato. La organiza la gente, los jóvenes, las mujeres y los precarios, aquellas personas que conocen los problemas reales de primera mano y que no «bajan» a los conflictos, sino que los sufren, los padecen y los disputan formando parte de los mismos. Pero la organiza incluso la sociedad en su conjunto, marcándose fines que no pueden realizarse sin una conmoción de sus propios cimientos. Estos auténticos activistas son ciudadanos corrientes, empoderados, conectados permanentemente entre sí, en una forma de red confluyente, plural y dinámica, que desborda a los ingenieros de la revolución.

Ni Podemos, ni IU, ni las confluencias, ni ninguna otra organización esencialmente política pueden pretender autoerigirse por sí mismas como tal movimiento aglutinador de la calle y de las instituciones. El concepto de partido-movimiento es intrínsecamente problemático y contradictorio, máxime en estos tiempos donde las clases populares se hallan en un estado de fragmentación social y laboral. Y desde luego, esa conectividad de partido y movimiento no se crea o decreta, sino que se autoorganiza manteniendo y superando la inmediatez dada. Ante los movimientos sociales, las organizaciones políticas tienden a pensar que es su deber erigirse como espacios en sí mismos de unidad popular o como movimientos político-sociales, cuando el gesto debiera ser también el inverso: su trabajo debe consistir en dejarse desbordar por el movimiento real, y en propiciar la aparición de un poder popular real cuya praxis sea en sí misma referenciadora y hegemónica: como lo han sido en este país el 15M, las Mareas o las Marchas por la Dignidad.

Esta construcción de poder popular real y de un movimiento social y político impulsado desde abajo supone aprender a sumar, a confluir con amabilidad, sin anteponer intereses sectarios o personales, y aglutinar intereses y perspectivas diversas para construir un bloque de ruptura. Lo prioritario no es únicamente alcanzar compromisos políticos entre partidos, sino un pacto social que sume a aquellos sectores que pueden implicarse en la construcción real de poder popular.

 

Notas

[1] «…es, a sus ojos, una esencia que no se puede abandonar» (G.W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, Madrid, Abada, 2010, p. 469.)

[2] Ibíd., p. 467.

[3] Ibíd., p. 471.

[4] Ibíd., p. 473.

[5] K. Marx, El capital, Volumen 1, Madrid: Siglo XXI, 1975, p. 90.

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2017

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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