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Albert Recio Andreu

Trumpxit, Brexit: el soberanismo neoliberal

Cuaderno de incertidumbre: 19

I

Estados Unidos y Reino Unido (sus gobiernos de derechas) acaban de realizar un verdadero ejercicio de soberanía nacional. El primero, decretando el abandono unilateral de los compromisos de reducción de emisiones y las normas de cesión de datos entre empresas. El segundo, pidiendo oficialmente la salida de la Unión Europea. Se trata, en ambos casos, de decisiones que tienen un impacto evidente —y fundamentalmente negativo— para el funcionamiento de la economía mundial y, sobre todo, para el bienestar de millones de personas.

Si lo hacen es porque tienen poder en la esfera nacional y confían que los costes, al menos a corto plazo, recaerán sobre el resto del planeta. Porque —y esto es lo que me parece más relevante— confían en que, más allá del ruido mediático y algunas críticas mordaces (especialmente de políticos europeos), gran parte de las sanciones quedarán en poca cosa. En el caso de Estados Unidos esto parece obvio; las reglas que se salta no afectan al núcleo de las regulaciones económicas, ni existe mecanismo formal delimitado para castigarle por sus maldades. En el caso británico la cosa es más compleja, y seguramente el papel fundamental lo tendrá la City y su red de aliados en el sistema financiero internacional, que pueden actuar como lobby para que al final el Brexit se acabe convirtiendo en un acuerdo de libre comercio que deja fuera del control europeo cuestiones clave para la derecha británica (al fin y al cabo, Reino Unido ya gozaba de prerrogativas específicas en el seno de la UE, y había eludido la integración en el euro para proteger a su macrocéfalo sector financiero).

Es un ejercicio de soberanía sólo al alcance de naciones poderosas en el contexto internacional. Otra cosa es que sus decisiones pueden generar efectos imprevistos por sus autores y les puedan estallar en los morros. Pero, en todo caso, las posibilidades de implementar decisiones unilaterales están directamente correlacionadas con el poder de cada país en la esfera mundial.

II

La cuestión crucial es, a mí entender, la autonomía de los tratados económicos respecto a los aspectos sociales y ambientales de la propia actividad económica. El fundamento de este desacople, o la ideología que lo sustenta, se encuentra en la teoría clásica del comercio internacional que establece que la producción mundial se maximiza si se establece plena libertad de comercio entre territorios y cada país se especializa en aquella actividad en la que es, en términos relativos, más eficiente. Es cierto que la teoría se ha refinado y se pueden encontrar muchas versiones críticas, pero el sustrato de ideas de la vieja teoría sigue conformando las convicciones de la mayoría de economistas relevantes (los críticos hace años que han sido condenados al ostracismo o, como mucho, a jugar en una liga académica paralela).

El modelo de base funciona con supuestos realmente increíbles, como el de la competencia perfecta o la idea de que la especialización nacional está asociada a la existencia de dotaciones diferentes de factores productivos. Lo primero es simplemente una entelequia. Como mucho, un recurso heurístico para el trabajo teórico, que a pesar de su inadecuación para entender las economías reales sigue gozando de un enorme prestigio en la profesión. Sorprende, por ejemplo, que autores como Stiglitz —tras realizar críticas detalladas de aspectos concretos del funcionamiento de los mercados reales— acabe introduciendo coletillas en favor de restablecer la competencia perfecta. Lo segundo — que la especialización nacional está asociada a la existencia de dotaciones diferentes de factores productivos— podía justificarse en los albores del capitalismo, pero no en una era en la que la movilidad de personas y capitales permite alterar con relativa facilidad las “dotaciones” de los diferentes territorios.

La creencia en la bondad de la competencia perfecta y el terror por la intromisión que pueden realizar los agentes e instituciones extra-mercantiles (Estado, sindicatos o cualquier otro tipo de organización social) actúa como un cinturón de seguridad que aísla la esfera del intercambio comercial respecto a las políticas sociales y ambientales. O, en todo caso, actúa como gran mecanismo de legitimación de los intereses de los lobbys empresariales interesados en que nada interfiera en sus intereses crematísticos.

Hace años que los movimientos sociales desarrollan una lucha desigual en contra de esta política comercial y en favor de introducir otro tipo de controles a los movimientos económicos internacionales. No sólo en los tratados comerciales, sino en forma de otros muchos mecanismos reguladores. Esto es lo que precisamente tratan de atajar tratados como el TTIP o el CETA: pretenden garantizar la total autonomía de los intereses empresariales en la organización de la actividad económica. Y es evidente que sólo con una regulación a escala planetaria pueden abordarse adecuadamente cuestiones como la del cambio climático, la garantía de derechos sociales universales o la eliminación de los paraísos fiscales.

Pero, aunque no existiera tal regulación universal, se podría al menos esperar que los países afectados por decisiones de otros estados —como ocurre con la decisión de Trump de eliminar los controles de las emisiones— aplicaran medidas comerciales o de otro tipo frente a los países que rompen acuerdos y generan costes sociales al resto. Pero precisamente esto es lo que queda fuera del campo de posibilidades del marco económico actual, y facilita la impunidad de los países poderosos. Estadounidenses (y en menor medida británicos) han practicado un acto de soberanía porque saben que cuentan con una posición de poder y un marco institucional que puede minimizar, al menos a corto plazo, el coste de su acción. Es el tipo de soberanismo que permite un marco general neoliberal, un marco organizado a partir de dos jerarquías de poder, la del gran capital sobre el conjunto de la sociedad y el de las naciones poderosas sobre el resto.

III

En teoría, cualquier estado soberano puede aplicar las medidas que quiera. Esta es la convicción de las gentes de izquierda que claman por romper la Unión Europea. Creo que pierden de vista dos cuestiones básicas. O, al menos, las minimizan. La primera es que la capacidad de soberanía real no es lo mismo que su definición formal. La capacidad real depende de la posición de poder del propio país con respecto al entorno, de su posición, de cómo está configurado este entorno.

Las posibilidades para que un país salga relativamente ileso de una declaración de quiebra (es decir, de impago de la deuda), por ejemplo, dependen crucialmente de su capacidad de supervivencia autónoma frente a los acreedores, y no sólo del mayor arrojo de su gobierno. Y esto vale para cualquier cosa.  Defender la economía nacional es por tanto un ejercicio que debe combinar tanto el fortalecimiento de la propia estructura como un ejercicio de navegación compleja en el contexto de las relaciones internacionales. Sobre todo, cuando lo que se plantea es la posibilidad de autonomía real que pueden tener estados pequeños o medianos para definir su propia política exterior.

La segunda cuestión básica es más importante, a mi entender. Una buena parte de los principales problemas que nos afectan tienen una escala planetaria. Exigen cambios profundos en las regulaciones a nivel internacional y nacional. Dado la desigualdad de poderes a escala internacional, estos cambios serán difíciles de conseguir si no se fuerzan ciertas modificaciones en las naciones más poderosas. Y la única forma de conseguirlo es generando movimientos a escala planetaria que avancen en esta dirección. 

No se trata del viejo internacionalismo de respeto a las políticas nacionales de partidos amigos, sino de generar una verdadera red internacional de lucha por cambiar las lógicas y los contenidos de las regulaciones supranacionales. Algo que, de hecho, ya están realizando muchos movimientos sociales, pero que se debe plantear también en el plano de la acción política. Y en este sentido es en el que me parece que el soberanismo democrático corre el peligro de ser más un freno que un acicate al cambio en la correlación de fuerzas a escala planetaria. Al Trumpxit habría que responderle con el boicot, no con el sálvese quien pueda.

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3 /

2017

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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