¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan-Ramón Capella
Juicios poco ejemplares
Esa desigual legalidad
Hubo un tiempo en que los sistemas políticos afectos al capitalismo presumían de igualdad jurídica. «La ley es igual para todos», decían, y dicen aún —como si que la misma ley valga para los palacios y para los que duermen al sereno posibilitara una igualdad más allá de la de ser comprador o vendedor en el mercado—.
Pero esos tiempos son tiempos ya pasados. En los de ahora se hace cada vez más desfachatadamente visible la falta de igualdad ante la ley. Daré algunos ejemplos.
Un tribunal de la Audiencia Nacional, al dejar en libertad a los condenados Rato y Blesa por el caso de las tarjetas black, argumentó esa libertad en la conducta intachable y cabal [sic] de las personas que acababa de condenar, sin que los magistrados pudieran ignorar que esos mismos condenados suyos tienen pendientes procedimientos penales de mayor calado que el que acababan de sentenciar.
¿Conducta intachable y cabal? El fraude a la Hacienda pública no es precisamente eso. Lo que los magistrados de la Audiencia delataban con tal expresión es que Rato y Blesa eran condenados especiales, en cierto sentido como ellos: pertenecientes a la misma clase social.
Muy diferentemente (aunque en el fondo igual) había actuado, pocos días antes, en febrero, cierto magistrado instructor que procesó a dos titiriteros por estimar, sin el menor sentido del humor (ni del ridículo), que sus títeres hacían una apología del terrorismo. El magistrado no solamente procesoles sino que envioles a la cárcel. Si nos preguntamos el por qué de esto último, salta la evidencia: el magistrado no reconoció a los dos titiriteros como miembros de su misma clase social. No tenían, como él, un sueldazo del Estado de nivel veintimuchos. Eran de los de abajo, «chusma» para los exquisitos; socio-ontológicamente, sospechosos.
Poco importa que los titiriteros recurrieran en apelación y obtuvieran la libertad y el sobreseimiento de la causa. Eso sólo significa que los procedimientos sirven para algo, pero no borra la existencia, brutal y manifiesta, de las diferencias de clase ante los tribunales. Cuando hay conflicto la «ley igual» sólo funciona a través de éstos, y así van las cosas.
Otro ejemplo:
El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ha condenado a un ex-presidente de la Generalitat, por desobediencia al Tribunal Constitucional, a dos años de inhabilitación para desempeñar cargos públicos. Tampoco aquí, examinando de veras el caso, funciona el derecho igual. Es evidente que la condena es benévola si se toma en consideración el fondo del asunto —como se verá en seguida—, y que la benevolencia se debe a la voluntad del Tribunal, acorde con el deseo del gobierno del Estado, de no encabronar aun más los ánimos de los secesionistas.
[Un curiosum: el ex-presidente condenado se ha quejado «de la injusticia» de la condena: ¡qué lejos queda eso de aquel Companys indignado y ofendido porque el fiscal del juicio por su rebelión de 1934 no había pedido para él la pena de muerte! ¡Lo que va de ayer a hoy!, podríamos decir.]
Pero el fondo del asunto de ahora es que el ex-presidente, tan benévolamente tratado ahora como «desobediente», hizo algo más y algo bastante peor que desobedecer: trató de impulsar un referendum sin garantías para quienes no fueran de su opinión. El ex-presidente actuó en contra de los derechos de los ciudadanos que no fueran de su cuerda política. Trató —y al parecer sigue tratando— de nulificarlos políticamente, de quitarles sus derechos de ciudadanos y las garantías correspondientes. Para esta subversión suya —que es la cuestión de fondo, más allá de si obedecía o desobedecía— el derecho tiene o debería tener instrumentos penales contundentes. Mal vamos si la protección de los ciudadanos se subordina a criterios de oportunidad.
El Tribunal, la fiscalía, etc., han mirado más para arriba que para abajo. Arriba la desobediencia al TC. Abajo estamos los ciudadanos; arriba está Palacio.
Tercer ejemplo:
El Tribunal Supremo ha legitimado el esquirolismo indirecto al considerar legal que compañías clientes de una empresa cuyos trabajadores están en huelga puedan contratar con otras empresas para realizar los trabajos que debían haber realizado los trabajadores en huelga.
Hasta ahora, el derecho de huelga era un derecho fundamental de los trabajadores. Pero la sentencia del Tribunal Supremo (Sala de lo Social) lo deja semivacío de contenido. Cierto, la empresa objeto de la huelga, en el supuesto comentado, sigue teniendo en huelga a sus trabajadores y pierde unos clientes. Pero la fuerza del derecho de huelga ha quedado reducida ante el sistema de las empresas, sistema que ahora tiene protegida por el derecho la facultad de convertir forzadamente a los trabajadores en esquiroles unos de otros.
Ley no es igual para todos: protege a las empresas y desampara a los trabajadores. No se puede consentir.
Y está además, ¡ay!, la «justicia europea»:
El Tribunal de Luxemburgo ha dictaminado que prohibir a las mujeres llevar velo en el trabajo «no constituye una discriminación directa por motivos de religión o convicciones». Eso no significa aún prohibir el uso del velo en las empresas, pero abre la puerta jurídica a tal prohibición por parte de éstas.
Aparte del manifiesto dislate de extender la capacidad de mando empresarial sobre los trabajadores —por si no fuera ya excesiva—, este dictamen europeo tiene que ser visto como un ataque a la libertad de expresión. Aparte que el propio Tribunal se traiciona al precisar que lo del velo no es una discriminación directa. Con eso admite que hay discriminación aunque indirecta. Discriminación con distingos jurídicos.
La gente —y los tribunales con la gente— se está volviendo un poco loca con eso del velo islámico. Que no es principalmente una cuestión religiosa, sino una cuestión cultural. Ciertamente, hay manifestaciones culturales de los inmigrantes de países islámicos que no parecen tolerables en Europa: la ablación clitórica, el uso del burka u ocultamiento total de las mujeres, y los matrimonios amañados. No parece que ante estas prácticas nuestra cultura, heredera de la Ilustración, y el derecho correspondiente, hayan de ceder. Pero tampoco parece que haya razón alguna para prohibir el uso del velo, de un pañuelo en la cabeza. Memoria cercana hay entre nosotros del uso de tocas —algunas mucho más alambicadas y buñuelescas que un simple pañuelo— por parte de las monjas dedicadas a tareas de la sanidad y de la enseñanza, y más que memoria también de las tocas y mantillas que muchas mujeres llevan aún en ciertas ceremonias de las iglesias católicas y públicamente en sus procesiones. ¿Alguien las objetaría en las procesiones de la Semana Santa sevillana? Y, por otra parte, es preciso recordar la obligación jurídica de usar algún tipo de gorro impuesta a trabajadores de la industria alimentaria y en ciertos casos de la sanidad, etc.
Así las cosas, la prohibición del llamado velo —en realidad un tocado— a las mujeres, una vez desenmascarada, se resuelve en pura fobia cultural a las costumbres de unos inmigrantes que afortunadamente —y esto tenemos que entenderlo— cultivan ciertos rasgos tradicionales de sus culturas, por muy aculturados que los quieran el capital, los xenófobos de turno y un feminismo pésimamente entendido.
Ese dictamen europeo del Tribunal de Luxemburgo hay que verlo como lo que es: un recorte de derechos infligido a los de más abajo de los de abajo, mujeres por demás. Una afrenta adicional a las más débiles, quitándoles en beneficio de las empresas el derecho a mostrarse como sus tradiciones les sugieren.
La igualdad ante la ley, de verdad y hasta el final, no existe ni en España ni en la Unión Europea. Ha de ser exigida y construida. Desde estas páginas se ha sugerido en varias ocasiones la necesidad de un poder judicial independiente de los poderes ejecutivo y legislativo: independencia verdadera para que los tribunales pudieran ser realmente neutrales. Sin embargo la neutralidad de jueces y tribunales no queda asegurada sólo por la independencia: exige además que jueces y tribunales sean reeducados para la igualdad de un modo general —aunque ya haya magistrados que no lo necesiten—; y no estaría de más inventar alguna institución popular nueva, una especie de gran jurado permanente, que velara por sancionar y corregir las desviaciones de la neutralidad judicial que se producen por razones de la cultura patriarcalista o clasista de ciertos magistrados.
15 /
3 /
2017