¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Cultura
Taurus,
196 págs.
A propósito de Cultura
Josep Torrell
El libro Cultura, de Terry Eagleton, es bastante recomendable, a pesar de su carácter asistemático. El índice del libro es bastante equívoco; diseminado por lo que parecen artículos sin demasiada relación entre sí, van aflorando los temas que configuran el debate cultural actual.
Terry Eagleton fue discípulo de Raymond Williams, y la definición que da de cultura es la que Williams dio en Palabras clave:
[Cultura] puede designar 1) un proceso de obras intelectuales y artísticas; 2) un proceso de desarrollo espiritual e intelectual; 3) los valores, las costumbres y prácticas simbólicas en virtud de las cuales viven hombres y mujeres; o 4) una forma de vida en su conjunto (página 13).
No hay que ser muy espabilado para observar que esta definición es contradictoria.
La cultura en el sentido artístico y e intelectual del término puede muy bien entrañar innovación, mientras que la cultura como forma de vida generalmente es una cuestión de hábito. […] En este aspecto, la cultura es lo que hemos hecho antes –incluso lo que, quizá, nuestros antepasados hicieron millones de veces. […] Como la cultura entendida como arte puede ser de vanguardia, mientras que la cultura como forma de vida es sobre todo una cuestión de costumbre. Como la cultura artística con frecuencia es minoritaria –pues incluye obras a las que no resulta fácil acceder— es diferente en este sentido de la cultura como proceso de desarrollo, que se podría considerar más igualitaria (página 14).
Con buen tino, habrá que considerar que toda concepción de cultura en su conjunto es abierta y que no es posible hablar de una sola de sus acepciones olvidando todas las demás. Además,
La cultura es al mismo tiempo la forma más sutil de conocimiento y aquello que sabemos pero no hace falta que sepamos que sabemos (página 103).
Lo que quiere decir que
no está claro hasta qué punto es la cultura un fenómeno consciente o inconsciente (página 40).
Esto plantea dudas acerca de motivaciones básicas. A saber:
¿cómo podemos saber lo que deseamos hasta que le damos expresión? Incluso entonces no es evidente que siempre hayamos sabido lo que queríamos. Al no ser transparentes para nosotros mismos, como tienden a suponer los libertarios románticos, podemos engañarnos fácilmente sobre ello. Hay falsos deseos y formas falaces de libertad (página 137).
Esto afecta seriamente capas más o menos profundas de nuestro subconsciente. Lo que hace que cotidianamente la gente exprese contradictoriamente entre unos deseos pero viva conforme a otros no expresados, provocando que lo no expresado lleve ventaja sobre lo expresado: pensemos simplemente en el consumo donde ésta contradicción se vive día a día. Por eso
la cultura se refiere menos a lo que hacemos que a cómo lo hacemos (página 17).
Esta mezcla de consciencia e inconsciencia –o esta atención a las formas no pensadas de actuación— es lo que Eagleton denomina inconsciente cultural.
Este inconsciente social es una de las cosas a las que nos referimos con cultura. Resulta irónico, puesto que la cultura entendida como las artes y el trabajo intelectual está entre las actividades humanas que son más sutilmente conscientes (página 64).
El inconsciente social es particularmente relevante en el carácter incompleto de cualquier formación cultural. En esto, Eagleton sigue de nuevo a Williams.
Williams vincula el inconsciente social al hecho de que una cultura siempre está formándose. Si es imposible desenterrarlo y sacarlo a la superficie de la conciencia, en parte es porque nunca está completa. Así, el inconsciente de una cultura es, entre otras cosas, resultado de su historicidad. Es el futuro lo que no podemos conocer, no simplemente el subtexto oculto de nuestro pensamiento y nuestro comportamiento actuales, y por esta razón nunca podemos saber con seguridad qué tendencias culturales del presente serán fructíferas y cuáles serán callejones sin salida […] Por tanto, la historicidad es una de las razones por las que, de acuerdo con Williams, una cultura nunca puede totalizarse (página 109).
Pero advierte que
Las formas de vida son dadas en el sentido de que no tienen una justificación racional (página 58).
Eagleton cita a Williams de nuevo
Mientras es vivida, una cultura siempre es en parte desconocida, en parte no realizada. La formación de una comunidad siempre es una exploración, pues la consciencia no puede preceder a la creación, y no existe ninguna fórmula para la experiencia desconocida. Debido a esto, una buena comunidad, una cultura viva, no solo acogerá sino que apoyará activamente a todos y cada uno de los que pueden contribuir a ese avance en la conciencia que constituye una necesidad colectiva […]. Hemos de considerar cada afecto, cada valor, con toda atención: porque desconocemos el futuro, quizá nunca estaremos seguros de lo que puede enriquecerlo (página 108, 56).
Esto plantea una contradicción abierta en el concepto de cultura –y en el uso político del mismo—, la duda acerca de qué opción cultural tomar, pues el futuro no está escrito. Williams abordó en Cultura y sociedad el problema desde la planificación cultural.
Tenemos que planificar lo que pueda planificarse, de acuerdo con nuestra decisión colectiva. Pero la idea de cultura nos recuerda correctamente que la cultura es esencialmente implanificable. Hemos de garantizar los medios para la vida, y los medios para la comunidad. Pero no podemos saber ni decidir qué se va vivir con esos medios (página 110).
Otra de las novedades que aporta el análisis de la sociedad actual es el tener en cuenta la diversidad cultural, que con la emigración pasa a ser una cuestión al orden del día, vinculada al racismo y a la xenofobia que se oponen a ella.
La idea de que las culturas humanas pueden solaparse, o de que es posible participar en una variedad de ellas de manera simultánea, no es nueva. A lo largo de la historia hay incontables ejemplos de esas formas de vida híbridas. Lo que es nuevo es el hecho de que a partir de ahora la existencia social contará normalmente con un alto grado de diversidad cultural (página 146-147).
***
En su libro, Terry Eagleton traza una historia del concepto de cultura, que es, en lo fundamental, lo que Raymond Williams trató en Cultura y Sociedad (1740-1950).
Es la civilización industrial lo que contribuye a generar la idea de cultura. La palabra «cultura» empezó a utilizarse de forma generalizada en el siglo XIX. Cuando más mecánica y empobrecida parece la experiencia cotidiana, más se promueve un ideal de cultura por contraste. Cuando más burdamente materialista se vuelve la civilización, más exaltada y sublime parece la cultura (página 23).
Por el camino, los dos conceptos –civilización y cultura— fueron alejándose mutuamente.
La civilización está en guerra con la cultura: la división del trabajo, un aumento del conocimiento del conocimiento empírico, la compleja maquinaria del Estado moderno y una distinción más rigurosa entre las clases se han conjugado para escindir la naturaleza íntima de la humanidad. […] El industrialismo, la tecnología, la competitividad, la búsqueda del beneficio y la división del trabajo han dado como resultado facultades atrofiadas y fuerzas discordantes (página 128).
Aunque Williams apostilla que en esto –como en casi todo—, conviene ir con cuidado. Como dice en Cultura y sociedad (citado por Eagleton):
¿Nos referimos a una democracia basada en el sufragio universal, o a una cultura cimentada en la educación universal, o a un público lector surgido de la alfabetización universal? Si los productos de la civilización de masas nos parecen tan repugnantes, ¿hemos de identificar el sufragio, la educación o la alfabetización como agentes de la decadencia? (página 163).
Mientras tanto, la cultura fue conquistando su lugar en una política de izquierdas.
La cultura en el sentido de ciertos valores preciados se diseminaría a través de la cultura en el sentido de una forma de vida compartida. Era una forma innovadora y ambiciosa de política cultural, y además extremadamente eficaz (página 131).
Entender la cultura como una forma de vida compartida rompió los esquemas que tendían a valorar sólo y exclusivamente la alta cultura, basada en los artes y las letras más exquisitas. Decir que la cultura era algo ordinario –como el título de un célebre artículo de Williams— permitió hablar de qué se hacía y cómo se hacía. Permitió hablar de la clase obrera, que no se expresaba tanto por escrito como mediante la creación de los sindicatos en el siglo XIX.
Karl Marx y William Morris, por ejemplo, eligieron algunos aspectos culturales para cimentar la crítica a la división social del trabajo y diseñar el futuro de la sociedad sin clase. Pero ninguno de ellos olvidaba que, en último extremo, la producción cultural, bajo el capitalismo, era mercancía como las demás.
La mercancía se entrega, en el espíritu de un burdel, a todo aquel que tenga dinero comprarla (página 174).
Sin embargo, la cuestión de la mercantilización y producción cultural –«una cultura consumida por las masas, no producida por ellas» (página 138)— ha adquirido históricamente mayor relevancia.
Hacía mucho que la cultura estaba ligada al comercio y la tecnología, pero ahora, con el advenimiento del cine, la radio, la televisión, la música grabada, la publicidad, la prensa de masas y la literatura popular, se estaba convirtiendo rápidamente en una gran industria por derecho propio (página 158).
Las industrias culturales –como las llamaron Theodor Adorno y Max Horkheimer— son hoy un factor económico importante de nuestra sociedad. La nueva industria ha originado una serie de gestores culturales a todos los niveles y de todos los matices políticos y, por tanto, con intereses culturales y políticos muy diversos.
El rasgo cultural más llamativo de la política seguida hasta ahora ha sido la tendencia a la centralización y al gigantismo de los actos culturales públicos, en detrimento de los actos de difusión cultural realizados por los barrios o las asociaciones cívicas. Hay que poner freno a la centralización y a las políticas de pagar por asistir, que están en la base del programa cultural neoliberal. Al mismo tiempo es necesario preservar la pluralidad cultural y artística, impidiendo que determinadas corrientes financieras impongan ciertas corrientes y condene a otras a la marginalidad y el ostracismo.
Hoy los grandes eventos culturales están estrechamente ligados a la poderosa industria del turismo. Determinados conciertos de música moderna o de ópera están determinados por un conjunto de empresas que, aparentemente, no tienen nada que ver con la producción cultural.
La mercantilización de la cultura es muy evidente en los medios de comunicación.
Los medios de comunicación, como organizaciones socioeconómicas dedicadas a fabricar formas de conciencia, revelan una relación particularmente estrecha entre estos dos ámbitos. Aunque son fenómenos «objetivos», también dan lugar a modos «subjetivos» de experiencia (página 160).
Esta mezcla de modos objetivos y subjetivos –de organizaciones socioeconómicas y de fabricación de formas de consciencia— remite de nueve al inconsciente social, pero con el agravante de que lo que puede influir en el público, ha sido pensado antes por alguien deliberadamente. No es casual que el cine de terror, que carece de explicación lógica, sea el favorito de millones de adolescentes. Ni que después la causación lógica de cualquier fenómeno les parezca ya irrelevante.
Así, como solía decir Marx, toda cosa está preñada de su contrario. Como dice Eagleton:
Es una curiosa ironía que cuanto mayor es la presencia de la cultura, más parece un fenómeno por derecho propio, pero cada vez es menos un ámbito autónomo. Además, cuanto más influyente es esta cultura, más refuerza un sistema global cuyos fines son en su mayor parte adversos a la cultural en el sentido normativo del término (página 167).
***
Los dos mejores marxistas británicos del siglo XX –Edward P. Thompson y Raymond Williams— estaban de acuerdo en lo esencial, contra qué combatir, pero discrepaban en casi todo lo demás. También en la definición de cultura. En la reseña de La larga revolución de Raymond Williams (New Left Review, nº 9, 1961, pág. 33), Thompson escribió:
La cultura es una forma de lucha.
Disentía de la definición de cultura como algo ordinario, y apuntaba a una concepción más directamente política de la cultura. Era la conciencia que permitió a muchos activistas –contra el franquismo, por ejemplo— poner en marcha lo que se denominó los frentes culturales, es decir, la virtualidad de las actividades culturales para animar la consciencia de que era posible otro régimen político y social. En este sentido, «la cultura podría ser tanto una forma de imponer el poder como un modo de oponerse a él» (página 143).
Antonio Gramsci había escrito en sus Cuadernos de la cárcel (Einaudi, Torino, 2001, vol. II, p. 1375-1376):
Crear una nueva cultura no significa sólo hacer individualmente descubrimientos «originales»; significa también, y especialmente difundir críticamente verdades ya descubiertas, «socializarlas», por así decir, y especialmente convertirlas en base de acciones vitales, en elemento de coordinación y de orden intelectual y moral.
Una de las acepciones de cultura que caracterizó esta socialización del saber fue la cultura política, que cimentaba –a través del trabajo político— las acciones vitales de la población. En la práctica de muchos hombres y mujeres la difusión cultural fue un trabajo activista constante (y nunca pagado) que se expresaba en los cine clubs, los teatros amateurs, las conferencias y charlas, los seminarios en la universidad, etcétera. Todos ellos fueron lugares donde se desarrolló la actividad de estos frentes culturales (cualquiera que fuera el nombre que se le daba). Por utilizar una frase de Eagleton, fue «una forma oblicua de radicalismo político» que animaba a todos los que querían conseguir la hegemonía y forzar el cambio en la correlación de fuerzas políticas y sociales.
Aunque la difusión cultural, en el sentido que le dio Gramsci, no fue nunca privativa de una opción política de izquierdas. Muchos colectivos que querían dar a conocer una idea recurrieron a estos mismos medios, y proclamaron la cultura es patrimonio de todos y ha de estar al alcance de todos.
La idea de difusión cultural parte del supuesto de que quienes mantienen viva la cultura son los hombres y mujeres que, como ciudadanos, promueven los actos públicos, basándose en el asociacionismo existente o creando nuevas entidades con el objetivo de debatir, convencer y proponer nuevas líneas para el bien común. Durante décadas, ésta fue la principal forma de activismo cultural, y fue la base de cualquier cultura política.
La cultura cambia a medida que evoluciona la sociedad. Williams partía de que en cada formación la cultura dominante es una mezcla de culturas residuales y culturas emergentes. Así, pues, la cultura dominante es el resultado de aquella oposición en cada momento. Pueden convergir así, por caminos diferentes, la concepción de Williams y la de Thompson.
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¿Por qué hablar ahora de cultura?
Quizás porque en ella anida uno de los problemas más profundos del presente. El problema de volver a tejer unos vínculos solidarios en el seno de una sociedad desgarrada.
En el presente, una de las mayores necesidades culturales es crear en los ciudadanos conciencia de pertenencia a un grupo, de retejer las redes de solidaridad antes existentes, de volver a crear puntos de encuentro de permitan la vida el común. Es vital si queremos ganar al capitalismo.
No es tarea fácil: para nada, porque es ir en la contra de todos los discursos de los medios de comunicación. Pero si no nos lo planteamos, si no hacemos aflorar todo lo que está implícito en ese permanecer sumergido, difícilmente podremos crear una fuerza que busque el bien común de los desposeídos.
Decir que estamos contra la mercantilización de la cultura y su instrumentalización por el poder es una de las formas de poner en el centro la cultura –sin duda—, pero no la única. Ni tan siquiera es la más importante. Porque esto se puede decir incluso desde arriba, pero la tarea cultural más urgente sólo se puede emprender desde abajo. Dónde empiezan las angustias y el no saber por donde empezar.
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3 /
2017