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Gonçal Évole

Paseo sentimental en rojo

Estoy convencido que Paco González Ledesma sabría disculparme el haberme apropiado de parte del título de su premiada novela, pese al cambio del concepto “crónica” por “paseo” pensando que a su desengañado y escéptico inspector Méndez le pasaría lo mismo si volviese ahora a deambular por un Poble Sec que se ha olvidado de su proletariado ancestral para convertirse en lo que hoy es, un barrio dedicado al ocio low cost  renunciando a sus señas de identidad revolucionarias.  Se da la circunstancia  que desde que asistí al estreno del documental El cinturón rojo, no he dejado de darle vueltas a intentar describir lo que queda de aquel mítico  “cinturón” hoy desteñido y que no llega ni a la palidez del fucsia.  Nuevos vientos de una pretendida modernidad se cuelan por este Baix Llobregat que fue un referente de aquel movimiento obrero sin parangón alguno cuya simiente se engendró y fructificó en la década de los setenta del siglo pasado.

Me decido a iniciar mi paseo nostálgico en una de estas tardes en que el invierno ya se ha citado con la primavera para intercambiar papeles y lo hago sorteando la rotonda del Trambaix  justo a la entrada del túnel en que se sitúa el “intercanviador”  de líneas de tranvía y metro, para adentrarme en el que siempre conocimos como “Polígono Siemens” y darme de bruces con lo que había sido la sede de la empresa “Plásmica”-  que la gente siempre denominó como la “de los cables”,  substituida en la actualidad  por un edificio austero en el que en su  parte superior se puede leer el rótulo “Confederació d’Empresaris” y, como no podía ser menos, ya que el papel de “empresario” está absolutamente devaluado, también acusa la crisis y el indicador de su destinatario está semi-tapado por una pancarta que anuncia la inminente construcción de pisos de “alto standing”, vaya usted a saber lo que es.  Entro en el polígono por una calle asfaltada y con aceras delimitadas a la que con un sarcasmo increíble han puesto el nombre de “Primer de Maig” y habría que hacer un esfuerzo para explicar a las nuevas generaciones el significado de la en tiempos emblemática fecha, ya que ahora en lo primero que se piensa es “si cae en puente”.

La calle citada, corta en su trazado, enlaza con la de Lluís Muntadas donde se alza la imponente silueta de lo que queda de Siemens, según me informan dedicada a la investigación y logística ya que no hay el mínimo vestigio ni movimiento que allí se fabrique ningún motor y menos todavía algún electrodoméstico.  En terrenos que fueron de esta empresa se ha montado un enorme centro comercial  de la cadena LIDL que, para firmar licencias de instalaciones consumistas, algún preboste de nuestro excelentísimo Ayuntamiento debe tener la mano  rota. En esta comarca nos faltarían dedos de ambas manos para contar las “grandes superficies” que se han instalado. Malas lenguas aseguran que podrías estar un día entero saltando de una escalera mecánica a otra sin moverte del perímetro de estos colosos comerciales.

Sigo en mi anárquico caminar y, de golpe, se me hace un nudo en la boca del estómago. Justo al lado de Siemens se extiende un inmenso solar, un páramo en el que crecen a su libre albedrío hierbajos y guijarros y no queda la más mínima señal de un pasado esplendor industrial ya que aquí  tenía su asiento  la empresa vidriera ELSA , con su verja herrumbrosa cerrada a cal y canto con cadena y candado que dan al recinto un aspecto solitario, fantasmagórico.

Me da por pensar que entre las tres empresas citadas acogían casi 6.000 obreros ya que sólo la plantilla de Siemens se acercaba a los 4.000 y en esta tarde de invierno, todo se me antoja desasosiego soledad y silencio porque aquí se fraguó, pese a la explotación, ese ficticio “estado del bienestar” que tuvo su asentamiento en la década final del siglo XX conseguido con la lucha, la solidaridad y el esfuerzo de aquellos desheredados que llegaron desde sus lugares de origen  huyendo de la miseria y la humillación a los que les tenía condenados el caciquismo y la más despiadada autarquía. En las telarañas de mi memoria, se me hacen presentes los cambios de turno y la carretera de Esplugues, llena de vida convertida en una riada de granotas y monos azules.

Dejo atrás la desolación y recorro mi barrio de la Gavarra, recordando mis madrugadas en que atravesaba los viejos puentes de la vía de Renfe para  bajar hasta la carretera en busca de los autobuses azules de la empresa Oliveras o el carrilet acortando distancias por los caminos  del Quitllet y Quintana Millars que da nombre al polígono  y encontrarme con las fogatas  que habían encendido los trabajadores de Tornillería Mata,  que  habían iniciado una huelga  indefinida, montando “guardias” para que los amos no se llevaran la maquinaria. Hoy  de esta empresa sólo quedan las ventanas con sus cristales rotos y la emblemática escalera metálica de emergencia, cubierta de herrumbre.

Recuerdo que tenía acceso por los dos caminos citados y ahora se da la paradoja que en el camino Quitllet se ha instalado una zona de ocio vallada  con sus pistas de tenis y pádel que tienen adosado un restaurante de diseño por todo lo alto y los exteriores alfombrados con césped artificial y los fines de semana aquello es una imitación del “village”  que puedes imaginarte existen en los Clubs de Polo o  Tenis de Pedralbes por donde deambulan personajes que parecen escapados de la película de “Las verdes praderas” con sus inmaculados pantalones cortos, sus polos de marca, dándose golpecitos en las wambas con la raqueta o trazando con las zapatillas una imaginaria raya imitando la parafernalia de Rafa Nadal, y los niños con unas mochilas más grandes que ellos  en las que deben transportar todo el material y las “auxiliares de pista” con sus blusas rojas y su mini-falda negra, desaparecida ya la “clase obrera” que ahora se empeña en soñar con un mundo inalcanzable, aunque en sus “lunes al sol” tenga que pensar en el plazo de una hipoteca a la que a duras penas podrán hacer frente. ¿Quién se acuerda, que no hace tantos años, al otro lado del camino sus padres encendían fogatas para calentarse en los turnos de vigilancia la espera de los “grises” que los disolvían sin contemplaciones?

Llegado a la carretera, se me hacen presentes aquellos “bares-restaurantes” de comidas económicas y me vienen a la memoria los nombres del “Bar-restaurante El Loro”  o “Cal Boina”, con su menús  de 15 pesetas escritos con tiza en una pizarra a base de lentejas, garbanzos, patatas estofadas, muslo de pollo o costillas al horno, envuelto en la humareda del tabaco y el insoportable   olor a fritanga y que al mediodía se ponían que no cabía un alfiler con el bullicio correspondiente. Otro mundo desaparecido definitivamente.

Al otro lado de la carretera el almacén de la logística del Forn del Vidre, una nave desoladoramente vacía que oculta otra de las grandes fábricas, la Guix, dedicada a la fabricación de material de caucho, también abandonada. He llegado al  antiguo polígono industrial de Almeda. No se oye el ruido de ningún motor, ya no hay maquinaria en funcionamiento y el silencio en este atardecer, se transforma en un grito nostálgico, desgarrador.  Siguiendo por la calle Sant Ferrán, en su confluencia con la Avenida del Maresme  ya no encontramos la mítica Laforsa, también desaparecida. Hoy ocupa su lugar un almacén logístico de Mecalux. Se me ocurre pensar que tal vez el capitalismo que la engendró, se ha tomado una cruel venganza y han borrado hasta las huellas de aquel Cornellà  plagado de industrias  que fue el ombligo indiscutible  de iniciativas de lucha y solidaridad. Prácticamente nada queda de aquel mítico Cinturón rojo”. Se ha ido destiñendo, convertido en un fucsia mustio, sin un hálito de vida.  Toda aquella revolución industrial, generadora  de trabajo y riqueza, ha quedado obsoleta y su historia, como la canción de Bob Dylan, tal vez la encontremos escrita en el viento.

Días atrás, mientras cavilaba el enfoque de este escrito, escuché a una personalidad pre-eminente de la ciudad, decir que Cornellà había dejado de ser un conglomerado industrial y se había convertido en una ciudad “de servicios”. Así nos luce el palmito.

 

[Fuente: la lamentable]

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2017

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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