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Joan Ramos Toledano

Vivir del arte

Breve reflexión sobre la actividad económica de los artistas en España, la propiedad intelectual y las políticas culturales

I

El 15 de febrero se presentó en Madrid el estudio “La Actividad Económica de los/las Artistas en España”, realizado por Marta Pérez Ibáñez (Universidad Nebrija) e Isidro López Aparicio (Universidad de Granada) [1]. En el documento, los autores analizan la situación económica de los artistas en nuestro país, lo que pone de relieve una realidad ya harto conocida, aunque no siempre debidamente tenida en cuenta: es muy difícil vivir del arte. Es decir, para los creadores de obras intelectuales y artísticas, resulta complejo poder subsistir sólo en base a su trabajo artístico o intelectual.

Se trata de un problema recurrente ―no sólo en España, aunque el estudio pone de manifiesto cierta mejora de las condiciones en el extranjero―; quienes se dedican a crear obras de tipo cultural acostumbran a tener otros empleos. Muchos escritores trabajan como periodistas o como profesores, muchos actores y directores de cine y de teatro no tienen garantizado el trabajo, ni tampoco las condiciones materiales para desarrollarlo. Pintura, escultura, fotografía, música, interpretación… El campo de lo artístico y lo cultural, tal y como está configurado actualmente, no satisface debidamente las necesidades de los artistas y creadores, y en muchos casos tampoco los del público.

Algunos de los datos que arroja el estudio son demoledores, aunque confirman una dinámica presente en muchos otros análisis parecidos [2]. Según el trabajo de Pérez y López, el 46,9% de los artistas encuestados recibe menos de 8.000 euros anuales por su trabajo; el 13,4%, entre 8.000 y 10.000 euros; el 18,4%, entre 10.000 y 20.000. Es decir, que el 78,7% de los artistas recibe entre 8.000 y 20.000 euros anuales por su trabajo, una cifra que contrasta con el 0,6% de los creadores que recibe más de 60.000 euros anuales. Además, de los encuestados, el 73,8% afirma no poder subsistir sólo con su actividad artística [3].

Estas cifras coinciden con otros estudios similares realizados, y vienen a confirmar que en este ámbito se producen unas profundas desigualdades en el reparto de beneficios. El nivel de desigualdad depende mucho del tipo de bien cultural que se analice, porque entre ellos hay grandes diferencias. Pero en todos existe una tendencia a lo que se ha denominado fenómeno winner-takes-it-all [4]. Es decir, esos casos en los que un pequeño porcentaje de artistas obtiene rentas altísimas en relación al grueso de profesionales. Ello es claramente visible en sectores determinados, como la música o el cine, pero no tanto en otros como la fotografía.

El estudio arroja también un dato interesante: el 81,4% de los encuestados no gestiona sus derechos de propiedad intelectual (derechos de autor) mediante ninguna entidad de gestión. Ello permite poner en tela de juicio el funcionamiento actual de estas entidades, en ocasiones opacas y con escasa capacidad para satisfacer y defender los intereses de los creadores y artistas, que en muchos casos huyen de sus servicios.

II

Los datos del estudio no son exhaustivos, ni abarcan todos los tipos de bienes culturales. Pero permiten arrojar luz sobre algunos aspectos de un tema largamente olvidado en las políticas culturales de nuestro país: la situación económica de los artistas. El debate se ha centrado, en las últimas dos décadas, en analizar y cuestionar el papel de las nuevas tecnologías en el ámbito de las industrias culturales. El interés ―de las empresas afectadas, como es obvio, pero también estatal― ha residido más en proteger las formas de negocio en torno a bienes culturales que en los propios artistas. La realidad es que a éstos siempre les ha costado sobrevivir dignamente sólo con su actividad creativa, hubiera o no internet, informática o imprenta.

El foco del problema, en cambio, ha estado siempre en el elemento comercial o mercantil de estos bienes. La propaganda anti-piratería, el endurecimiento de las normas o las sentencias judiciales han ido más en la línea de defender los modelos de negocio tradicionales que al propio autor. A éste, eso sí, se le ha utilizado como argumento, como arma arrojadiza, cuando lo cierto es que el propio funcionamiento de las industrias culturales ―y de la propiedad intelectual― es poco útil (cuando no perjudicial) para los trabajadores intelectuales y artísticos de este país. El estudio presentado por la Fundación Nebrija permite poner de manifiesto algunos de los problemas principales en este ámbito, que deben ser abordados por cualquier administración pública que quiera atender en serio las necesidades de un sector fundamental en el desarrollo de las sociedades.

En primer lugar, y ahí reside el interés de este tipo de estudios, una política cultural seria debe tener en cuenta la situación laboral de los artistas. Desde hace años, los gobiernos y administraciones han reducido la “protección de la cultura” al endurecimiento de las normas de propiedad intelectual y a unas pocas subvenciones, cuando ello beneficia, principalmente, a las industrias del sector. Pero muchos artistas no obtienen sus ingresos por derechos de autor, sino por relaciones laborales tradicionales. Como en otros ámbitos del mundo laboral, en muchos casos los derechos de estos trabajadores son constantemente vulnerados, sin que las administraciones actúen debidamente para corregirlo. La “Unión Estatal de Sindicatos de Músicos, Intérpretes y Compositores”, proyecto iniciado hace unos meses, apunta en esa dirección, al reclamar ante todo el respeto a los convenios firmados y contratos justos para su sector [5]. En muchos casos, lo que existe es una simple falta de regulación jurídica, que impele a estos trabajadores a negociar individualmente con salas de conciertos u organizadores de eventos, en situación de clara desventaja.

En segundo lugar, y como señalaron los realizadores del trabajo de la Fundación Nebrija, faltan más estudios de este tipo. Estudios empíricos que pongan encima de la mesa lo precario de la situación de muchos artistas y creadores, la desigualdad a la que se ven sometidos y la ineficacia de los derechos de autor para repartir beneficios ―y, sobre todo, para garantizar que los creadores puedan continuar con su actividad creativa―. Las declaraciones públicas, incluso de sociedades de gestión o uniones de artistas ―y, obviamente, de la industria― van más encaminadas a denunciar las descargas de internet que a cuestionar cómo mejorar la situación de los trabajadores del ámbito cultural. Como si, desapareciendo internet de un día para otro, todos los artistas y creadores del país fueran a ver mejorar su situación de forma automática.

En tercer lugar, los autores del estudio señalan como objetivo un aspecto polémico. Afirman que la creación artística es necesaria, incluso si no es rentable. Y afirman que el objetivo es una relación estable entre artistas y creadores y el mercado. El problema es que conjugar ambos deseos es complejo, porque los mercados tienden a desechar actividades que no resultan rentables económicamente. Y, en muchos casos, el arte no lo es. Es un problema de difícil solución, entre otras cosas porque desde hace décadas los mercados han sido el principal agente de producción y distribución de los bienes culturales. En el imaginario colectivo actual se encuentra fuertemente arraigada la consideración de las obras culturales y artísticas como mercancía, lo cual dificulta pensar en ellas como elemento fundamental para el desarrollo de una sociedad.

III

En este sentido, una política cultural que pretenda afrontar estos problemas en profundidad puede optar por dos campos de actuación, que son complementarios. Uno de ellos, de tipo normativo proteccionista, que establezca derechos y obligaciones en el ámbito artístico y cultural. Por ejemplo, establecer condiciones salariales mínimas, de seguridad, determinar obligaciones empresariales en el pago de la seguridad social, firmar convenios colectivos de determinados sectores, etc. Y ello en función del colectivo de artistas determinado de que se trate. No puede confiarse la política cultural de un país a una única normativa de propiedad intelectual que abarca todas las obras por igual, como si entre ellas no hubiera profundas diferencias que exigen normas distintas.

Esta normativa, que debería analizar la situación de los artistas en cada ámbito y establecer derechos y obligaciones básicos ―como sucede en muchos otros ámbitos laborales―, estaría encaminada más a regular el ámbito de trabajo de los artistas que su relación con los derechos de autor. Pero es que ese es precisamente un objetivo, pues estudios como el analizado en este texto permiten apreciar que, ante todo, lo que sufren los artistas y creadores es una falta de condiciones dignas incluso para ejercer su trabajo como tales, al margen de los beneficios que la obra pueda ofrecer en concepto de derechos de autor.

Por otro lado, es necesaria una actitud política proactiva y de inversión en el campo cultural y artístico. Se puede argumentar que ello implica unos gastos por parte del Estado ―más característicos de un Estado social fuerte― improbables o impensables. Argumento que, de por sí, ya es en parte falaz, pues el Estado sigue siendo fuerte y teniendo recursos; otra cosa es que su intervención asistencial o social haya disminuido y que esos recursos se destinen a cubrir las catástrofes generadas por las crisis del capitalismo.

Precisamente porque el Estado es, en este sentido, fundamental, es necesario apostar por su intervención en un campo en el que los mercados no ofrecen una gestión óptima, pues el mundo de lo artístico y lo cultural siempre tendrá espacios con escasa rentabilidad económica y que, no por ello, deben ser desatendidos. Lo público, entendido como lo comunitario, también lo local, debe participar activamente en la promoción y distribución del arte y la cultura. Bibliotecas públicas, filmotecas, repositorios públicos de obras cuyos derechos de autor han caducado, subvenciones, desgravaciones fiscales para empresas que inviertan en expresiones artísticas y culturales locales, etc. Existen múltiples y diversas posibilidades que, junto a una normativa que protegiera determinados derechos laborales básicos para los trabajadores del ámbito cultural, podrían modificar el panorama nacional respecto al arte. Hace falta voluntad política, ciertamente, pero también hace falta abandonar la concepción simplista de que la propiedad intelectual y los derechos de autor son el núcleo de defensa de los artistas. Estudios como el de la Fundación Nebrija, entre otros, así lo demuestran.

 

Notas

[1] https://www.nebrija.com/medios/actualidadnebrija/2017/02/15/la-fundacion-nebrija-publica-estudio-la-actividad-economica-loslas-artistas-espana/

[2] «What are words worth? Counting the cost of a writing career in the 21th Century: a survey of 25,000 writers», elaborado por la Authors’ Licensing and Collecting Society (ALCS). Disponible en http://www.alcs.co.uk/Documents/Downloads/whatarewordsworth.aspx   

[3] http://www.elconfidencial.com/cultura/2017-02-15/salario-minimo-artistas_1332587/

[4] M. Kretschmer, «Artists’ earnings and copyright: A review of British and German music industry data in the context of digital technologies», First Monday, 10(1), 2005. 

[5] http://www.eldiario.es/cultura/musica/Sindicatos-Musicos-Interpretes-Compositoras-Canciones_0_522498320.html

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2017

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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