¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
Democracias
I
Este mes me sale una nota especulativa, seguramente polémica. Aunque no sale de la nada. El debate de la democracia es una cuestión viva en el momento presente: en el modelo de construcción de la nueva izquierda, en el tema del referéndum catalán, en el debate entre soberanismo y globalización neoliberal… Y es un debate que también vivo en mi activismo vecinal cuando, en un barrio, un grupo de vecinos exige a la Asociación de Vecinos que defienda sus puntos de vista específicos. O cuando discutimos con el Ayuntamiento si la mejor forma de participación es la de dar voz a las demandas individuales de la gente.
En muchos de estos debates subyace la exigencia de una democracia directa, en la que se supone que toda mediación organizativa supone la imposición de una minoría manipuladora a los intereses de la mayoría de la población. La posición más extrema sugiere que con los actuales medios de comunicación es posible vivir en un perpetuo mundo de democracia directa, y que por tanto están cada vez menos justificados los procesos de mediación. Como tengo bastantes dudas sobre la bondad intrínseca de la formula, y me encuentro de forma frecuente enfrentado a cuestiones de representación, me atrevo a escribir unos comentarios que no pretenden otra cosa que expresar perplejidades y buscar interlocutores.
II
La democracia forma parte de la larga lucha de la humanidad, o de parte de ella, para alcanzar una sociedad digna para todas las personas. Constituye un innegable componente de cualquier proyecto social igualitario. De un igualitarismo que considere que todo el mundo debe poder alcanzar unas condiciones de vida material aceptables, y que todo el mundo tiene derecho a participar en la toma de las decisiones que le afectan. Por ello, no es casualidad que los mayores avances democráticos hayan venido de la mano de movimientos sociales que agrupan a las personas sin derechos, como el movimiento obrero o el movimiento feminista. Y por esa razón, tampoco es casualidad que movimientos como el 15M reflejen el rechazo de la gestión oligárquica de la economía y la sociedad característica del período neoliberal ―y de muchos otras fases del capitalismo, no hay más que leer a autores como Dickens, Sinclair Lewis o Vasco Pratolini para reconocer la persistencia del autoritarismo burgués―.
Uno de los errores más graves de la izquierda bolchevique ―y de su influencia sobre gran parte del movimiento comunista internacional― fue precisamente despreciar la importancia estratégica de la democracia política como elemento esencial para construir una sociedad alternativa al capitalismo. Lo intuyó trágicamente Rosa Luxemburg en “La revolución rusa” (1918) poco antes de ser asesinada por la policía contrarrevolucionaria: la deriva antidemocrática del partido de Lenin podía acabar corrompiendo el proyecto revolucionario. Hoy resulta patente que la ausencia de libertad, de capacidad de acción crítica, de generación de una ciudadanía activa, constituye uno de los fallos estructurales del modelo soviético. De los fallos que generaron su colapso final y su sustitución por un capitalismo depredador y por la perpetuación de un modelo autoritario. Los magníficos trabajos periodísticos de Svetlana Aleksievich constituyen un testimonio básico de como las instituciones autoritarias ayudaron a conformar unos individuos con poca capacidad de acción colectiva.
Situar la democracia política, la participación universal en las decisiones colectivas, y la garantía del derecho a la crítica como elementos básicos de transformación social implica la necesidad de desarrollar, también, un análisis crítico de los mecanismos, de los procesos y de las instituciones en las que esta democracia se acaba consolidando.
III
La tradición leninista se equivocó en un elemento fundamental ―el papel crucial de la libertad de acción de las personas, la importancia de los procedimientos formales― pero incluía una crítica que no puede pasarse por alto. Y es que no puede haber democracia real sin democracia material. Sin que las personas tengan garantizada una seguridad económica básica la democracia no puede garantizarse. Cuando hay una enorme concentración de recursos económicos en pocas manos, la democracia se subvierte.
Las desigualdades reales influyen poderosamente en el juego político. La pobreza y la precariedad laboral generan pasividad política y sometimiento. No porque piense que la gente con pocos recursos es intelectualmente inferior ―este es el tipo de “racismo clasista” que tan bien ha discutido Owen Jones―, sino porque alguien que en su vida está siempre bajo el control de superiores, supervisores, alguien cuya actividad es habitualmente tratada de poco relevante, difícilmente desarrolla los hábitos, las técnicas, los criterios que se requieren con una mínima participación real. Por eso la respuesta tradicional de la izquierda fue propugnar que la organización sindical, política, o la mera participación en cualquier tipo de entidad colectiva, juega un papel crucial en cambiar comportamientos, en generar experiencia, en impulsar a la gente. Puede parecer de Perogrullo, pero es una cuestión que conviene recordar en un momento donde el impacto de las nuevas tecnologías de la información está generando un cambio en las habilidades necesarias a la participación. Y en un momento en el que una parte de los discursos alternativos priorizan la participación individual por encima de la organización de base de la gente.
La irrupción de internet ha generado la sensación de que estábamos ante un proceso irreversible de democratización de la participación política. Pero creo que esta es una visión demasiado optimista y demasiado ingenua de la realidad. Cualquiera que utilice un buscador de internet percibe que el capital está presente en el posicionamiento de las entradas. De la misma forma que es notorio que los grupos con recursos utilizan éstos para manejar la información, como ha puesto de evidencia el proceso electoral en los EEUU. El uso de los “Big Data” posibilita una nueva modalidad de manipulación, más cerca de Orwell que de la utopía anarquista. Sin contar las posibilidades que estas tecnologías ofrecen a las nuevas formas de explotación laboral. No se trata de demonizar las nuevas tecnologías, pero sí de reconocer que abren a la democracia tantos peligros como oportunidades. Que el resultado neto sea positivo dependerá de lo inteligente que sepamos intervenir.
IV
El problema, para una opción transformadora, no es sólo el de la desigualdad material. Hay también un problema de otro tipo que permite ser pensado a la luz de los trabajos de la psicología cognitiva. En gran medida, la participación política se ha pensado bien en términos de individuo racional de la teoría económica convencional ―un individuo que tiene claros sus intereses, que es capaz de evaluar el resultado de sus elecciones, que trata de maximizar el resultado de sus acciones―, bien en los términos mecanicistas del comportamiento de clase ―cada cual actúa en función de su posición social―. Hace tiempo que sabemos que ninguna de estas dos opciones sirve para explicar los comportamientos reales. Todos hacemos muchas elecciones equivocadas que acaban afectando a nuestras relaciones personales, nuestra salud, etc., y el comportamiento individual, sin ser espurio (la clase social, el género, la pertenencia a un grupo social cuentan) es demasiado variable para obedecer a sencillas pautas pre-ordenadas. Si uno asume la pauta del individuo racional o la del comportamiento clasista, es difícil entender cómo pueden haber ganado las elecciones Rajoy o Trump, por poner dos ejemplos recientes.
Lo que el conocimiento cognitivo ha puesto en evidencia (mis referencias son los trabajos de M. Piattelli, D. Kahneman, G.Akerlof, G. Shiller) es que nuestra toma de decisiones se realiza en procesos muy diferentes a los del decisor racional. Que en muchos casos son decisiones para las que nos tomamos poco tiempo, en las que nuestro cerebro obedece a pautas recurrentes que a veces conducen a adoptar errores sistemáticos (aunque facilitan nuestro devenir cotidiano). Y que en otros muchos casos, nuestras decisiones son deudoras de narrativas impuestas por agentes externos que nos dirigen a territorios inadecuados. El poder económico y político invierte una gran cantidad de recursos en producir las narrativas que le interesa (de aquí el potencial peligroso del “big data” como medio para su elaboración). Nuestra toma de decisiones está también sujeta a percepciones, emociones, representaciones previas del mundo de las que sólo se puede escapar acudiendo a lo que Kahneman llama “el cerebro lento” (el que sólo se activa ante situaciones que obligan a pensar).
Deduzco de ello dos cuestiones clave. Primero, que el recurso a la participación directa no garantiza una participación de alta calidad, porque las personas podemos adoptar posiciones en base a nuestros prejuicios, a las narrativas en las que nos han envuelto, a las inercias de comportamiento, a una percepción inadecuada o insuficiente de los problemas. Y segundo, que una verdadera democracia debe generar procesos deliberativos para que la toma de decisiones responda no sólo a estas pulsiones, sino a una evaluación sosegada de las cuestiones a dirimir. No es ninguna oposición a la democracia directa, pero sí una advertencia de que ésta requiere de procedimientos y organización política adecuada. De no ser así, un sistema de voto recurrente puede estar tan sujeto a la manipulación de líderes o a la improvisación como el actual sistema de democracia representativa –denostado, y con razón― en el que las grandes cuestiones las dirime una élite entre bambalinas.
V
Es dudoso que un mero resultado formal democrático pueda considerarse una democracia de alta calidad. Expongo para ello situaciones en las que a menudo me he visto incluido.
Empecemos por lo más sencillo: aquellas situaciones en las que personas de un barrio X se oponen a la apertura de un equipamiento desagradable (cárceles, centros de atención a personas sin recursos, centros de tratamiento de drogadicciones, centros de oración de confesiones religiosas…). Se trata de momentos en los que existe una enorme tensión emocional, y los miedos y prejuicios afloran en todo momento. No hay duda de cuál va a ser el resultado de un plebiscito local en estas condiciones. O cuál debería ser el comportamiento de una entidad social o un gobierno local que pretendiera “representar” a la gente. Puede parecer un ejemplo maniqueo, pero se trata de situaciones que se plantean habitualmente en la vida del movimiento vecinal o sindical. La única forma de superar este tipo de situaciones es con organizaciones que tengan valores democráticos profundos y que sean capaces de generar procesos que neutralicen la carga emocional, posibilitando así la búsqueda de salidas razonadas.
Limitaciones de otro orden las experimentamos en muchos de los procesos participativos de los últimos años. Por ejemplo, en los procesos puestos en marcha para la elaboración de políticas municipales. En estos casos no existe la carga emocional, pero a menudo la necesidad de alcanzar procesos que tienen una duración temporal limitada reduce la calidad del debate. A menudo hay que tomar decisiones sobre cosas que se han pensado poco, y se acaba “votando” lo que suena mejor. Y, al menos en las reuniones presenciales, se pueden escuchar algunas voces; si el proceso se realiza desde casa, la gente sólo opina según puntos de vista no contrastados.
No está claro tampoco que los sistemas de primarias que ahora se plantean como un modelo incontestable sean la fórmula infalible para elegir a la gente. A menudo se acaba votando a la gente popular, no la más eficiente para cada función. Hay casi siempre un problema de escala. En organizaciones o entidades pequeñas ―donde todo el mundo se conoce― es fácil que el voto sea informado, que la mayoría de los que eligen pueden tomar una decisión fundamentada. Pero cuando se trata de elecciones a gran escala, la decisión puede estar mediatizada por muchas cuestiones. En casos como el de Estados Unidos, la capacidad de cada candidato de obtener fondos para promocionar su figura acaba siendo una cuestión crucial. Pero pueden jugar muchos otros factores que distorsionan la situación.
Todas estas cuestiones no las planteo como un argumento contundente contra la democracia directa. Pero creo que son limitaciones que no pueden ser ignoradas cuando lo que se pretende es mejorar la calidad democrática de la política y cuando se trata de construir procesos que generen cambios sociales profundos. La mayor parte de grandes cuestiones que debemos afrontar (la reversión de los derechos sociales, las alternativas al capitalismo y al patriarcado, la crisis ecológica, los procesos migratorios masivos) sólo pueden encauzarse con una masa crítica de población que entienda la complejidad y gravedad de los problemas y la necesidad de articular soluciones complejas. Si el campo queda abierto a la pulsión emocional, a la representación no reflexiva, los demagogos de la derecha tienen una ventaja sustancial. El auge de los derechistas en todo el mundo tiene mucho que ver con una estructura social inarticulada, en la que las emociones han barrido el debate político.
VI
Ningún modelo organizativo es en sí mismo una panacea. La democracia deliberativa parece deseable, pero al igual que pasa en la vida cotidiana, no podemos estar todo el tiempo deliberando. Hay que buscar salidas parciales que permitan compaginar una acción constante con una buena participación. La idea de que todo es votable en cada momento me parece tan mala como la de conceder un cheque en blanco a la burocracia. Que las cosas funcionen exige que se parta de la confianza de la gente que las lleva a cabo, combinado con un buen mecanismo de evaluación de su quehacer cada cierto tiempo. La deliberación debe concentrarse para la toma de decisiones esenciales, y en este caso debe articularse un proceso bien informado y dialogado. No se puede construir un proyecto compartido sin un verdadero proceso relacional. Ni se puede pensar que un buen proceso constituyente puede ser factible sin un buen debate. Por eso me parecen poco serias las propuestas de construir nuevas organizaciones políticas a golpe de votaciones telemáticas o plantear un referéndum sin un debate organizado claro de pros y contras. En los próximos meses tendremos, al menos en Catalunya, procesos en los que debemos hacer un esfuerzo precisamente en garantizar la eficacia deliberativa de los mismos. De ahí mi reflexión destemplada.
27 /
2 /
2017