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El gran delirio. Hitler, drogas y el III Reich

Crítica,

Barcelona,

329 págs.

Ramón Campderrich Bravo

La historia del uso y abuso de las drogas es uno de los pocos temas sobre el cual todavía no existía ensayo alguno en la vasta literatura acerca del nazismo. El libro del periodista Norman Ohler pretende llenar este vacío. De hecho, El gran delirio no se puede decir que sea una obra excepcional, entre otras cosas, porque el autor dedica demasiado espacio a asuntos un tanto anecdóticos desde el punto de vista del historiador académico, como la relación entre Hitler y su médico privado, Theodor Morell, y muestra debilidades importantes en el entendimiento del régimen nazi. Pero la originalidad del tema y los preciosos datos que contiene su ensayo lo justifican.

La lectura de El gran delirio es aconsejable sobre todo por dos razones: su innegable utilidad para una mejor comprensión de la locura colectiva representada por el Tercer Reich [1] y las sorprendentes y escalofriantes similitudes con las actitudes contemporáneas hacia las drogas que se infieren de la investigación de Ohler.

Hipocresía es el mejor término para caracterizar la aproximación del régimen nazi al fenómeno de las drogas. Durante los años de la República de Weimar, el consumo de nuevas drogas se había extendido entre los alemanes residentes en las grandes ciudades del Reich, como Berlín, Hamburgo o Múnich, sobre el trasfondo de una legislación muy poco clara y obsoleta. Aparte del alcohol y la nicotina, muchos alemanes adquirían y consumían toda clase de opiáceos en clubs y cabarets, especialmente morfina y heroína. La propaganda nazi antes de la ascensión al poder en enero de 1933 había insistido en la idea de que el consumo de drogas constituía una manifestación de degeneración liberal y socialista que echaba a perder la ‘pureza’ de la ‘sangre alemana’. Tan solo unos meses después del nombramiento de Hitler como canciller, el gobierno de coalición liderado por los nazis comenzó a aprobar y a aplicar medidas legales contra el consumo de drogas extraordinariamente duras, medidas que incluían largas condenas de prisión y la ‘custodia preventiva’ (reclusión en campos de concentración). Esas medidas se ejecutaron sesgadamente desde el punto de vista social, puesto que las personas en los márgenes de la sociedad, los alemanes no ‘arios’, y los trabajadores manuales, solían ser las víctimas de la política antidrogas nazi, mientras que el régimen toleraba el uso de drogas por los alemanes ‘arios’ acomodados y los miembros del partido.

En claro contraste con la atroz represión de cierta tipología de drogodependientes, el consumo de algunas drogas, en especial, drogas artificialmente creadas en laboratorios, fue promovido por las autoridades nazis por razones económicas y políticas. El caso más conocido y mejor documentado es el de la pervitina, una droga fabricada por los laboratorios Temmler. Temmler era una empresa farmacéutica conectada con IG Farben, la mayor corporación química alemana de la primera mitad del siglo XX, siempre dispuesta a colaborar con el nazismo [2]. La pervitina –nombre comercial en alemán: Pervitin– fue una metanfetamina que Temmler desarrolló en los años treinta a partir de la primera fórmula de esta sustancia ideada por los japoneses en la Primera Guerra Mundial. Es la predecesora de la actual crystal meth. Los efectos de esta droga son los propios de un estimulante muy fuerte: sensación de energía, de no necesitar descansar o dormir, bloqueo de la aparición de cansancio o hambre, sensación de una mayor capacidad de concentración, distorsión euforizante de la percepción de la realidad…Sin embargo, tras unos años de consumo regular, la metanfetamina provoca, además de la inevitable dependencia, debilitamiento físico general y declive y disrupción mentales graves, tales como falta de concentración y memoria, insomnio, depresión y, finalmente, psicosis. Pero en los años treinta, los nocivos efectos secundarios del prolongado uso de la pervitina no eran conocidos, ni las autoridades mostraron el más mínimo interés en investigarlos.

Cuando las políticas nazis de rearme y agresión comenzaron a mediados de los años treinta, la pervitina fue ampliamente publicitada entre la población alemana como un medio ideal para combatir la ansiedad, el cansancio y la depresión. Las largas jornadas laborales en la industria armamentística y aquellas relacionadas con la misma y las incertidumbres y miedos acerca de la reacción exterior a la remilitarización de Renania, la intervención en la guerra civil española y las anexiones de Austria y Checoslovaquia requirieron no sólo una sobredosis de propaganda ideológica [3], sino también un potente refuerzo químico a efectos de alentar a muchos alemanes e incrementar su rendimiento. En consecuencia, las autoridades alemanas autorizaron la venta de pervitina sin prescripción médica y a precios subvencionados. La industria farmacéutica alemana se benefició mucho a resultas de su colaboración con el estado nazi, desde luego.

La tendencia acabada de describir se intensificó y amplió en gran medida cuando la Segunda Guerra Mundial estalló. Según la investigación de Ohler, el éxito de la estrategia de la Blitzkrieg –es decir, de la guerra relámpago– en Polonia y Francia en 1939-1940 sería impensable sin la masiva distribución de pervitina entre los soldados alemanes ordenada por el alto mando del ejército, la cual permitió a los soldados de la unidades motorizadas permanecer operativas durante varios días seguidos, sin apenas detenerse para dormir, descansar o, incluso, comer. A la pervitina se le sumó otro poderoso opiáceo (con derivados de la cocaína en su composición), eukodal, producido legalmente en Alemania hasta los años noventa.

El propósito inicial del uso militar de la pervitina y el eukodal durante los primeros años de la guerra cambió con el paso del tiempo. Tras el desastre de Stalingrado en enero de 1943, quedó claro que Alemania no podía ganar una guerra en la que los recursos de los aliados triplicaban, como mínimo, los de Alemania y sus clientes y zonas ocupadas. Con el fin de combatir el derrotismo y prevenir el hundimiento de la voluntad de seguir luchando hasta el final, se necesitaba con urgencia generar en los alemanes una profunda distorsión de la percepción de la desastrosa realidad, esto es, una alucinación individual y colectiva sobre su naturaleza adversa. Se pensó alcanzar esta meta con la ayuda de la pervitina y el eukodal pero, al final, la distribución de estas drogas quedó limitada al liderazgo nazi y a las unidades militares de elite debido al hecho de que los perniciosos y desestabilizadores efectos del abuso de su consumo comenzaron a aparecer con toda evidencia. A medida que la situación militar se hacía más y más desesperada, los químicos militares y de las SS hicieron todo lo que estaba en sus manos para descubrir una nueva ‘superdroga’ euforizante libre de los efectos contraproducentes de las conocidas hasta entonces. Con este objetivo, se llevaron a término indescriptibles experimentos con prisioneros de campos de concentración, sin resultados positivos.

Se acaba de indicar que el acceso a la pervitina y el eukodal se restringió al liderazgo nazi y las unidades militares de elite hacia los años finales de la guerra. Esta afirmación me permite introducir en esta reseña la importante cuestión del uso de drogas por los líderes nazis y sus consecuencias. Ohler sostiene en su ensayo que varios miembros de la cúpula del régimen nazi dependían de la pervitina, el eukodal y otros opiáceos para seguir ejerciendo sus funciones, especialmente en los dos últimos años de la segunda guerra mundial. En esos años, el mismísimo Führer Adolf Hitler se hizo adicto a las drogas que le administraba el Dr. Morell. Habría sido deseable que Ohler hubiera extendido su investigación a otros miembros del régimen nazi, pero, por desgracia, su narración está en exceso centrada en la relación de Hitler con las drogas, probablemente porque el autor considera con orgullo haber sido el primer investigador en haber analizado meticulosamente la documentación que el médico privado de Hitler dejó sobre su paciente. El resultado del análisis de Ohler es que el creciente distanciamiento de Hitler de la realidad, su aparente confianza en la victoria a pesar de las múltiples evidencias en sentido contrario y su ensimismamiento en absurdas ilusiones durante 1944 deben mucho a las inyecciones de eukodal del Dr. Morell y, en un grado menor, a la cocaína prescrita por otro médico, el médico militar Erwin Giesling. De acuerdo con Ohler, Hitler se habría convertido en otoño de 1944 en un yonqui al frente de un estado desfalleciente –pero un estado cuyos aparatos militar y policial continuaron luchando en la guerra y cometiendo crímenes durante más de medio año–.

La hipocresía a que me referí al comienzo de la reseña en relación con la política nazi en cuanto a las drogas sugiere de inmediato una reflexión sobre una actitud hacia el consumo de ciertas drogas y el problema que representa bastante extendida en las sociedades contemporáneas, muy en particular en la sociedad norteamericana. Esta actitud combina, en un sorprendente parecido con la hegemónica en la sociedad alemana bajo el nazismo, la aceptación de medidas represivas inefectivas y desproporcionadamente duras contra los consumidores pobres de drogas ilegales y los pequeños traficantes de drogas [4] con un grado notable de tolerancia hacia el consumo de drogas entre los estratos sociales acomodados o dirigentes [5]. Una tolerancia que deviene en incitación al consumo de sustancias psicoactivas cuando esas sustancias provienen de la industria farmacéutica.

Precisamente con base en esa incitación cabe establecer un nuevo paralelismo histórico con los tiempos del nazismo: al igual que las autoridades alemanas de la época promovían el uso de la pervitina con el fin de ‘ayudar’ a la gente, tanto civiles como militares, a afrontar, a través de medios químicos, indeseables e indeseadas circunstancias sociales producto de las políticas nazis, en la sociedad norteamericana se promueve, si no me equivoco, el uso masivo de psicofármacos para intentar reducir el sufrimiento psíquico e intensificar la autoexplotación que el despiadado e inhumano orden competitivo neoliberal causa en la gente o exige de la gente.

No quisiera concluir esta reseña sin hacer un nuevo paralelismo histórico, aun más imaginativo y arriesgado que el anterior. Mientras que el régimen nazi, si nos tomamos en serio las tesis de Ohler, necesitó para llevar adelante sus políticas y mantenerse en pie durante los últimos años de la segunda guerra mundial ‘chutes’ de pervitina, eukodal y otras sustancias estimulantes similares, el hasta hoy corazón del orden económico neoliberal, su sistema financiero, no podría probablemente haber sobrevivido al crack de 2007-2008 sin los ‘chutes’ de dinero procedente del tráfico ilegal de drogas. El intrincado entrelazamiento entre fetichismo del dinero y tráfico de drogas es, de hecho, uno de los más poderosos y dañinos motores económicos de las sociedades contemporáneas en la medida en que el dinero producto del tráfico de drogas utiliza el mercado financiero para ser blanqueado y, a través suyo, se integra en la economía ‘formal’ de las naciones [6]. Dicho con otras palabras: nuestro sistema capitalista global es tan dependiente de las drogas como lo fue la Alemania nazi (si aceptamos las ideas de Ohler), no obstante las diferentes formas de esa dependencia [7].

Notas

[1] ¿La actual revitalización de los nacionalismos, cuyo último hito ha sido la ascensión al poder de Trump y su círculo de fundamentalistas cristianos y magnates del petróleo, de la industria armamentística y de los negocios inmobiliarios, nos llevarán de nuevo por la senda de la locura colectiva? Dios no lo quiera.

[2] Tanto que los aliados la disolvieron. IG Farben fue también la corporación industrial alemana que más trabajadores esclavos provenientes de los campos de concentración explotó hasta la muerte.

[3] También hoy estamos expuestos a sobredosis crecientes de radiación ideológica (en sentido de falsa representación de la realidad), con tintes cada vez más nacionalistas.

[4] Muchos de ellos afroamericanos a causa de una compleja mezcla de factores históricos, políticos y sociales, una buena exposición de los cuales puede encontrarse en Alexander, M., El color de la justicia. La nueva segregación racial en Estados Unidos, Capitán Swing, Madrid, 2014.  

[5] Muy bien reflejada en películas comerciales norteamericanas, como, por ejemplo, El lobo de Wall Street. El maltrato punitivo a las minorías, los pobres y los inmigrantes bajo la falaz bandera de la “guerra contra las drogas” va a proseguir y recrudecerse con la nueva Administración Trump, al menos eso parece desprenderse de los contenidos de la nueva página web de la Casa Blanca.

[6] Sobre la relación entre el tráfico ilegal de drogas y el sistema financiero global, se puede consultar: Castells, M., La era de la información. Fin de milenio, cap. 3, 4ª edición, Alianza Editorial, Madrid, 2006 y Saviano, R., ZeroZeroZero. Com la cocaïna governa el món, Empúries-Anagrama, Barcelona, 2014, pp. 289 y ss.

[7] Todo esto dicho con las reservas pertinentes relativas al impacto que en el futuro pueda tener en la marcha de la globalización políticas exteriores como la que la Administración Trump se ha comprometido a llevar a cabo y respecto de la cual no sabemos todavía a ciencia cierta hasta qué punto va en serio o es propaganda, es decir, ‘política de papel’.

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2017

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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