¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Philip Maugan
Un encuentro con John Berger
En 1967, mientras trabajaba con el fotógrafo suizo Jean Mohr en Un hombre afortunado, libro sobre un médico rural que prestaba sus servicios en una comunidad pobre en el Bosque de Dean, Gloucestershire, John Berger empezó a reconsiderar el papel que debería jugar como escritor. “Hace más que tratar [a sus pacientes] cuando están enfermos”, escribió de John Sassall, un hombre, cuya cercanía al sufrimiento y a la pobreza llegó a afectarle profundamente (terminó suicidándose). A ojos de Berger, el médico rural asume una función democrática que él describe en términos conscientemente literarios. “Es el testimonio objetivo de sus vidas”, dice. “El registrador de sus recuerdos”.
Los cinco años siguientes supusieron una transición en la vida de Berger. Hacia 1972, cuando las pioneras series de arte Modos de ver fueron emitidas por la television de la BBC, Berger llevaba ya cerca de una década viviendo en el Continente. Ganó el Booker Prize por su novela G. ese mismo año, anunciando a una audiencia estupefacta, en la gala de etiqueta celebrada en Londres, que dividiría el dinero de su premio entre el Partido de las Panteras Negras (denunció los vínculos históricos de Booker McConnell con las plantaciones y el trabajo en régimen de servidumbre en el Caribe) y la financiación de su próximo proyecto con Mohr, Un séptimo hombre, registro de las experiencias de los trabajadores emigrantes [portugueses, turcos, españoles] por Europa.
Ese es el momento en que, para algunos, en Inglaterra, Berger se convirtió en una figura distante. Pasó de Suiza a una remota aldea en los Alpes franceses dos años después. “Piensa y siente lo que la comunidad incoherentemente sabe”, escribió Berger de Sassall, el “hombre afortunado”. Después del tiempo empleado en escribir Un séptimo hombre, estas palabras podían aplicársele ya a él mismo. Berger se convirtió en un “registrador” que coleccionaba historias de los sin voz y de los desposeídos —campesinos, emigrantes, animales incluso—, un papel autonulificatorio que seguiría desempeñando durante los 43 años siguientes.
La vida y la obra de John Berger representan un desafío. ¿Cómo describir el producto de un escritor cuya bibliografía contiene, según Wikipedia, 10 “novelas”, 4 “obras teatrales”, 3 colecciones de “poesía” y 33 libros clasificados como “otros”?
“Una especie de autobiografía vicaria y una historia de nuestra época reflejada a través del prisma del arte”: así introducía el escritor Geoff Dyer una selección de escritos de no-ficción, aunque la categoría no le cuadra mucho. “Separar hecho e imaginación, acontecimiento y sentimiento, protagonista y narrador, es quedarse en tierra seca y no echarse jamás a la mar”, escribió Berger en 1991 en una especie de manifiesto inspirado por el Ulysses de James Joyce, libro que leyó por vez primera en francés a la edad de 14 años.
La influencia de Berger en los mundos literario y artístico es un poco más fácil de medir. “Es la estrella polar de la experiencia literaria contemporánea”, me dijo el novelista irlandés Colum McCann. “No puedo imaginar mis estanterías sin él. Los otros escritores se derrumbarían”. Susan Sontag lo describió como “sin par” por su capacidad para fundir “la atención al mundo sensual” con “los imperativos de la conciencia”, aunque el propio Berger prefiere ser descrito, simplemente, como un “contador de historias”. El comentario social y político, la respuesta subjetiva y la teoría estética son los elementos básicos de mucho de lo que escribe, pero comienza por ver.
Cuando llego, empapado, para encontrarme con Berger en su casa de París una mañana sombría, me mira preocupado. “¡Estás helado!”, dice, y me urge a tomar asiento junto al radiador mientras desaparece para prepararme un café en la cocina.
***
Nacido en Hackney, Londres, en 1926, John Berger fue enviado a un internado a la edad de seis años. Estaba lejos de sus padres diez meses al año, experiencia que ha descrito como “monstruosa”. “Aquella escuela en el If de Lindsay Anderson… era la Costa Azul comparada con ese lugar”, contó a Sean O’Hagan en 2005 para el Guardian.
“De algún modo, me hallaba solo en el mundo”, dice mientras tomamos asiento en la mesa del comedor. “No lo digo con mucho patetismo. Lo tomo simplemente como un hecho de la vida. Pero hallarse así significa que escuchas a los otros, porque buscas puntos de referencia para orientarte, y a diferencia de lo que cree la mayoría de la gente, no se empieza a contar historias inventandólas, sino escuchando”.
Berger abandonó la St. Edward’s School en Oxford cuando tenía 16 años. Rechazó un puesto de oficial en la Infantería Ligera de Oxfordshire y Buckinghamshire, después de lo cual fue destinado a Ballykelly, en Irlanda del Norte. En 1946 se matriculó en la Chelsea School of Art bajo la tutoría de Henry Moore, sobre el que volvería menos de una década después refiriéndose a la obra del escultor —en una reseña publicada en el New Statesman— como un “bodrio carente de sentido”. Pese a que rechaza el titulo de “crítico de arte” porque “remite a alguien que decide cuántos puntos dar sobre 20”, empezó escribiendo regularmente para el NS y otras publicaciones a principios de los 50.
“No fue fácil”, recuerda. “Cada lunes a las 11 de la mañana, subía escaleras arriba hasta la oficina con mis páginas y luchaba para que publicaran lo que traía”. La pieza sobre Moore, por ejemplo, provocó la cólera de los lectores del NS. (Stephen Spender escribió al director que la obra de Berger era como “un cuerno de rana en una rana”, a lo que Berger replicó debidamente: “Asumiendo que un poeta elige sus imágenes cuidadosamente, debo agradecerle a usted el cumplido. Porque, ¿qué podría resultarle a una rana de mayor provecho?”) El mundo del arte estaba gobernado por conocedores, coleccionistas y “expertos”, esa patulea a la que años más tarde denunciaría Berger en sus Modos de ver como presa de “la nostalgia de una clase dominante en declive”.
“No estaba tan mal”, dice de su primer empleo como escritor regular en las páginas del NS. “Había café”. El entonces director de la revista, Kingsley Martin, resulta “difícil de describir, porque ya no hay hombres como él hoy en día: muy abierto, alto, rostro fatigado, a su modo un militante y un puritano. Yo lo respetaba mucho ya antes de empezar a escribir para la revista”.
Un día, Martin llamó a Berger a su despacho. “Dijo: ‘mira John, he decidido que quiero aprender a dibujar. Me estoy jubilando. ¿Conoces a alguien que pudiera ayudarme?’ Y yo dije: ‘Sí, déjeme intentarlo. Creo que yo puedo’. De modo que cada diez días más o menos yo visitaba a Kingsley en su apartamento, situado fuera del Strand, para animarle y darle estímulos. Eso cambió apreciablemente mi posición en la revista, porque cuando yo aparecía con un nuevo articulito y había oposición –llevando yo las de perder—, siempre podía decir: ‘¿Puedo ir a visitar a Kingsley, a ver qué piensa?’ No siempre me apoyaba, pero las más veces sí; y mi vida se hizo más fácil”.
Berger pasó sus días en Londres entre refugiados políticos, marxistas europeos como el historiador de arte húngaro Frederick Antal y el pintor de origen francés Peter de Francia, que había huido de los nazis en Bélgica. “La jerarquía de las autoridades británicas no les impresionaba, porque se las habían visto con cosas mucho más duras y las habían combatido”, dice Berger. “Creo que lo que aprendí de ellos no es exactamente confianza, sino una suerte de indiferencia, la negativa a dejarte intimidar”.
En 1962, tras cuatro años en el Gloucestershire rural (donde conoció y trabó amistad con John Sassall), Berger se trasladó a Ginebra, donde el cineasta suizo Alain Tanner le presentó a Jean Mohr. Berger quería aprender fotografía y Mohr se ofreció a enseñarle. “Perdí rápidamente interés”, recuerda. “Me di cuenta de que cuando tomas una fotografía, dejas de mirar lo que acabas de fotografiar. Yo estaba más interesado en mirar. Creo que me deshice de mi cámara”.
Berger, que acaba de cumplir 88, viste un polar marinero y unos pantalones de pana, alborotado su blanco pelo alisado. Se concentra atentamente en nuestra conversación. Demasiado atentamente, tal vez: se dejó encendido el gas.
“Oh, merde! Oh, no!” exclama, y vuelve a toda prisa a la cocina.
“Recuerdo que, más o menos cuando yo tenía 30, era un pintor”, dice, mientras limpia con agua y jabón la renegrida base de la pava. “Pasaba mis días en un cuartucho al que llamaba estudio, dibujando y pintando. Ya no pinto, pero dibujo con frecuencia… Yo vivo muchísimo por mis ojos. Lo visible es sencillamente una parte muy importante de mi experiencia de estar en este mundo”.
En 1974 se mudó a la aldea francesa de Quincy, en los Alpes y con una clara vista del Mont Blanc, para vivir y trabajar entre trabajadores agrícolas —o “campesinos”, como Berger prefiere llamarlos, un término del que se sirve sin un ápice de condescendencia urbana—. Permaneció en Quincy con su hijo Yves y su esposa norteamericana Beverly Bancroft (fallecida en 2013) durante más de 40 años.
Hoy Berger sigue dibujando, dando conferencias y escribiendo lo que él llama “notas”. Sorprendentemente, no tiene una biografía. Los hechos son difíciles de fijar: algo que puede no ser incidental. “Si alguien me pidiera escribirla, yo le diría: ‘no puedo impedírselo, pero sepa que no colaboraré”. Le pregunto por qué. “Yo estoy totalmente a favor de la difusión de lo que he escrito”, dice Berger, “pero mi propia historia no me interesa”. Pausa. “Hay riesgo de egocentrismo. Y para los contadores de historias, el egocentrismo resulta aburrido”.
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La casa en que nos reunimos, situada en un suburbio de la periferia, pertenece a Nella Bielski, una escritora y actriz nacida en la Unión Soviética y vieja amiga de Berger. “¿Cuánto tiempo lleva usted en París?” le pregunto a ella frente a una bandeja rebosante de anguila ahumada, huevos a la diabla y ensalada de canónigos. “Cincuenta años”, me dice. “Y cuanto más tiempo llevo, más rusa me siento”.
Cuando hierve el agua para una segunda taza de café, Berger despliega una serie de ilustraciones que han llegado con el correo de la mañana (junto con su periódico diario, el comunista L’Humanité). “Son de un amigo mío, un caricaturista de origen turco llamado Selçuk Demirel”, explica mientras hojea los dibujos, respuestas a la masacre de Charlie Hebdo. “Quiere que les ponga texto”.
Tenía que haber coincidido con Berger a finales del año pasado en el lanzamiento de sus Collected Poems, publicados por la casa editorial Smokestack Books, radicada en Teesside, pero el acto tuvo que ser cancelado a causa de unos dolores de espalda. “A mi edad, eso no es nada”, dice. “No irán a peor. A veces, van a mejor. Me he hecho a ellos”. Cuando le recuerdo nuestra cita fallida en Middelsbrough, una ciudad otrora conocida por su producción de acero, me cuenta una historia
“Cuando yo tenía, ¡oh!, veinte años me dieron permiso para pintar en una fundición en Croydon que hacía campanas para iglesias. Fue una experiencia increíble”, dice. “En una fundición como esa, a causa del factor de riesgo, la complicidad entre los trabajadores resulta asombrosa de ver”. Le pregunto cómo reaccionaban ante el muchachito haraganeando en la esquina con su caballete. “Muy bien. Iba cada día coincidiendo con las horas de sus turnos. Ellos estaban trabajando y yo también”.
Entre las muchas pinturas que cuelgan de la pared, hay una pequeña acuarela representando a acróbatas callejeros en Livorno, Italia. “Así es más o menos cómo pintaba yo entonces”, dice. La imagen es dinámica: realista y un poco romántica, pero no naturalista. Junto a trabajadores del acero y artistas callejeros, el artista Berger pintó a soldadores, albañiles y pescadores. Aun cuando su enfoque técnico difiere, la elección de objeto sugiere la influencia de Caravaggio (“el primer pintor de la vida tal y como la experimenta el popolaccio, el pueblo de las callejuelas”), de Picasso y de Fernand Léger. Berger considera a Léger el pintor del “las ciudades, la maquinaria y los trabajadores en marcha”, el creador de “un nuevo tipo de belleza”: un arte que mira hacia delante, en “simbólico contraste con la hipocresía y corrupción del mundo burgués, cuya autocomplacencia e inane confianza se hundieron en la guerra de 1914”
Un interés por “las bajas profundidades, por el submundo”, llevó a Berger a visitar una serie de mataderos en Londres, París y Estambul en los 70. “No escribí directamente sobre ellos”, dice. “Sólo lo necesitaba como parte de mi experiencia del mundo. Me resultó muy interesante que el matadero de Estambul fuera el menos implacable de todos. De alguna manera, la idea del sacrificio pervivía todavía en los procedimientos”.
Difícil resultaría imaginarse a Kenneth Clark, el aficionado a las americanas de tweed cuya serie para la televisión pública, Civilisation, proporcionó a Berger el estímulo para hacer sus Modos de ver, metido en una investigación clandestina entre ríos de sangre de un matadero. “Clark era un buen hombre a su modo”, dice Berger. “Lo conocí y nos llevamos bastante bien. Pero él era el representante por antonomasia del connoisseur que explica al populacho “esto es como es”. Modos de ver fue una colaboración. Queríamos que la gente hiciera preguntas. Fue lo opuesto a la torre de marfil”.
La serie de cuatro programas de 30 minutos y el libro que la siguió fueron un intento de desmitificar la historia del arte y desvelar los prejuicios que inconscientemente imponemos a la acción de mirar. No ha dejado de ser desde entonces una base de la educación artística en la escuela británica.
Berger sostenía que una obsesión crítica con la forma y la técnica sacaba a las pinturas del “plano de la experiencia vivida”. La tecnología –reproducción mecánica— creaba un “lenguaje visual” a partir de imágenes antes confinadas a iglesias y galerías y, con ello, nuevas posibilidades tanto para el control como para la liberación. (En la última página del libro, siguiendo a una impresión de Sobre el umbral de la libertad, de Magritte —una pintura de un canon representando varias telas e imágenes— figuran estas palabras: “Lo continuará el lector…”.)
Incluso en la época de Tumbir, Pinterest y Google Images —por no hablar de los objetos interminablemente reproducidos con licencia de artistas como Jeff Koons y Damien Hirst—, el libro sigue siendo relevante.
“Los adultos y los niños a veces tienen tableros en sus dormitorios o en sus cuartos de estar en los que colocan piezas de papel: cartas, fotos, reproducciones de pinturas, recortes de periódico, dibujos originales, postales”, escribió Berger en Modos de ver. “Lógicamente, esos tableros deberían sustituir a los museos”.
“¡Pues eso fue mucho antes de lo digital!”, dice ahora riéndose. (Aunque Berger sólo ocasionalmente usa correo electrónico y prefiere hablar por teléfono o enviar cartas, he observado que había usado recientemente un mensaje de texto por iPhone: “Te espero. Risas & los mejores deseos, John”.) Sostiene que Internet, como el lenguaje de imágenes, “posee la misma dualidad de posibilidades encontradas: instrumentos de control por las fuerzas que gobiernan el mundo —es decir, el capitalismo financiero y lo que yo llamo el ‘fascismo económico’—, pero también de democracia, de asociación directa de unos con otros, respondiendo de un modo espontáneo pero colectivo”.
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A medio camino ya de la tarde salimos para hacer unos recados. Todavía llueve. “Después de 30 o 40 años todavía tengo un acento inglés muy fuerte”, dice Berger, mientras la cajera envuelve dos botellas de vino blanco en la épicerie. “Me pasa lo mismo cuando voy a Londres, que no es muy a menudo. Estoy en un pub y alguien terminará preguntándome: ‘¿De dónde es usted? Habla un inglés estupendo’”.
Regreso con las provisiones y me siento con Bielski, que está mirando una película de Rossellini y cortando verduras, mientras Berger atiende a una clase de fisioterapia, por sus dolores de espalda, en un centro municipal local.
Leer a John Berger en 2015 puede resultar desconcertante, no sólo estilísticamente —tiende a escribir frases cargadas, construyendo una imagen o idea al modo en que un dibujante va añadiendo líneas a un esbozo—, sino en relación con lo que esperamos encontrar. La ficción contemporánea —piénsese en Åsne Seierstad y su Bookseller of Kabul o en John Boyne y su Boy in the Striped Pyjamas— sugiere que la empatía y la imaginación pueden ayudar al lector a entender la privación y la injusticia. La perspectiva de Berger es más materialista. Insiste en la acción.
Después de Un hombre afortunado y de su triunfo de 1972 con el premio Booker, el foco de Berger comenzó a desplazarse de los trabajadores industriales, Léger y Picasso, hacia los campesinos rurales, Van Gogh y Miller: pintores más tempranos cuyo trabajo, sostiene Berger, habla al presente.” A diferencia de William Morris y otros románticos medievalizantes” —escribió Berger sobre Millet en 1975—, “él no sentimentalizaba la aldea… [Sintió] que la pobreza del campo sería reproducida bajo una forma distinta en la pobreza de la ciudad y sus suburbios, y que el mercado creado por la industrialización y al que estaba siendo sacrificado el campesinado podría llegar algún día a entrañar la pérdida de todo sentido de la historia”.
De modo que el arte tiene una función histórica “enteramente opuesta al arte por el arte”. Restaura la memoria de lo que ha sido o está siendo eliminado. “Durante la segunda mitad del siglo XX, el juicio histórico fue abandonado por todos, salvo los subprivilegiados y los desposeídos”, escribió en un ensayo de 1978 sobre la fotografía. El punto focal, el ancla, para Berger era la aldea.
En un ensayo de 1936, Walter Benjamin identificó dos tipos de “contadores de historias”: “el que viene de lejos” y “el hombre que ha permanecido en casa llevando una vida honrada y conoce las fábulas y tradiciones locales”. Berger representó los dos tipos durante esos años en los Alpes, al escribir Puerca tierra (1979), Érase una vez en Europa (1987) y Lila y Flag (1990) —una trilogía de novelas sobre la desaparición del campesinado europeo y su cultura—. Tal vez lo que conecta Modos de ver con la trilogía, menos conocida, es el intento de revelar lo que de otro modo seguiría escondido. “Lo que me impulsa a escribir es el miedo a que, si no escribo, algo que debe ser dicho no lo será”, explica. Lo que realmente soy es un hombre provisional”.
Le pregunto si el deseo de vivir entre gentes que tienen acceso a su historia compartida es lo que estaba detrás de su traslado a Quincy. “Es lo que descubrí cuando llegué allí”, dice. El pasado está muy presente en mí y así ha sido durante mucho, mucho tiempo. Me percaté bastante intensamente por primera vez de esto cuando era un adolescente, a causa de la Primera Guerra Mundial. Ya ves, yo creo que los muertos están entre nosotros”.
El padre de Berger, Stanley, sirvió como mayor de infantería en las trincheras durante la guerra de 1914-18 y fue condecorado con la Cruz Militar. Permaneció en el ejército otros cuatro años, hasta 1922, organizando sepulturas de guerra para los británicos caídos. Fue la madre de Berger, Miriam, una mujer de clase obrera procedente de Bermondsey, Londres, quien le ayudó a regresar a la vida civil.
“A lo que me estoy refiriendo es a una parte muy antigua de la consciencia humana. Hasta puede que sea un rasgo definitorio de lo humano. Aunque ha sido olvidado, y por mucho, en la segunda parte del siglo XX. Los muertos no son abandonados. Se mantienen cerca físicamente. Son una presencia. Lo que crees estar mirando en esta larga vía al pasado se halla, en realidad, al lado de donde tú te encuentras.”
***
Antes de irme y tras compartir varias copas de vino, Berger me enseña una caja. Es un hermoso objeto. Tiene una tapa, debajo de la cual se encuentran cajas más pequeñas llenas de fósforos. Cada una de ellas tiene pintada en su cubierta un pájaro cantor distinto. “Alguien me dio esto de Rusia”, dice, casi en un susurro. “Y yo pensé: ‘le voy a dar esto a Rosa Luxemburgo, que tanto amaba a los pájaros y a las flamas encendidas’. Así que estoy escribiendo un texto para acompañar el regalo que le voy a enviar. Luxemburgo, la revolucionaria ruso-germana, fue ejecutada y lanzada a un canal en Berlín en 1919. Pero yo me digo: ‘Seguro que le va a encantar’.”
Se ríe. Algo que sorprenderá a quien haya leído a Berger sin haberle conocido personalmente es su extraordinaria calidez. Una de las razones invocadas por él para abandonar Inglaterra —aparte de su odio al “clasismo, tan incrustado en la conducta y en el juicio de los británicos”— es que la impasibilidad inglesa le consideraba “indecentemente intenso”. Cuando menciono eso, se limita a decir que, aunque “puedo ser iracundo y descarado… la hospitalidad me parece una capacidad humana increíblemente importante. Y la primera regla de la hospitalidad es aceptar la presencia de alguien e intercambiar experiencias con él”.
“Nelska” y “Jeanie” –como Bielski y Berger gustan de llamarse el uno al otro— están recogiendo. Bielski sale de la cocina con una botella de Kir. La conversación gira hacia la política. Con el ensayo de Walter Benjamin en mente, menciono a los indignados [en castellano en el original], el movimiento de estudiantes, jubilados y trabajadores públicos desempleados, cuya campaña de narración de historias personales llevó a la creación del partido de izquierda Podemos en España. Análogamente las mujeres de Irán, Turquía y la India, para las que la expresión pública ha sido un instrumento vital en su lucha contra la misoginia y los abusos violentos inveterados.
“Lo sigo y lo apoyo completamente”, dice Berger, mientras se levanta para dar la bienvenida a la nieta de Bielski, Helena, estudiante universitaria en París. “Y es muy importante subrayar que se trata de algo nuevo que abre un escenario que ni siquiera podíamos imaginar, porque es muy diferente de lo que conocíamos hasta ahora”. En 2009, Berger donó su archivo personal –una colección de cartas, borradores y esbozos acumulados durante toda una vida y amorosamente guardados por su esposa Beverly en un establo en Quincy— a la Biblioteca Británica. Pocos días antes de encontrarme con Berger en París, Tom Overton, el investigador responsable de catalogar el archivo, me explicaba cómo funcionó el proceso. “Yo me encontraba con algo y no tenía la menor idea de lo que era”, dijo. “Lo escaneaba y se lo mandaba por correo electrónico a Beverly. Más o menos en una semana, a menudo a primera hora de la mañana o a última hora de la noche, recibía una llamada telefónica. Y una voz familiar me decía: ‘¿Puedo contarle una historia?’.”
Publicado el 11.06.2015 en New Statesman. Traducción Antoni Domènech
[Fuente: SinPermiso]
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