La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Desigualdad, inversión y especulación: a propósito de Zara
Cuaderno de incertidumbre: 16
I
La legitimación más utilizada de la desigualdad es que ésta genera incentivos a la inversión. Y esta inversión se traduce en innovaciones útiles a la especie humana. Al final, la desigualdad acaba generando bienestar al conjunto de la sociedad. El convencimiento de que los incentivos monetarios son la clave del proceso está fuertemente arraigado entre la mayoría de economistas profesionales y constituye el “mantra” con el que se adoctrina desde sus inicios a los futuros titulares (como ejemplo, el capítulo introductorio del manual de Mankiw, uno de los más utilizados).
Se trata, sin embargo, de una explicación que pasa por alto múltiples cuestiones. En primer lugar, no hay ninguna evidencia clara de que la mera desigualdad genere estímulos. Muchas sociedades precapitalistas se han caracterizado por su elevado grado de desigualdad sin que necesariamente promovieran la innovación ni mucho menos el bienestar. A menudo, la mayor preocupación de los que están arriba en una estructura desigual es la de crear mecanismos que les garanticen la continuidad de sus privilegios, y ello se convierte en la generación de estructuras sociales orientadas a tal fin, con una consiguiente sobrecarga de costes de control social.
Es cierto que las sociedades capitalistas se han caracterizado por un enorme dinamismo en la generación de nuevos procesos e inversiones. Pero estas no pueden explicarse sólo por la desigualdad, sino también por otro conjunto de instituciones y procesos que han fomentado este dinamismo. Desde la producción científica (desarrollada en gran parte fuera de un contexto completamente capitalista) hasta la presión del movimiento obrero (como han explicado bien estudiosos del cambio técnico como Salter o Rosenberg) u otros movimientos sociales (por ejemplo en las demandas de energías renovables).
Y no hay ningún automatismo que traduzca beneficios capitalistas en inversión real e innovación útil. Dejamos a un lado el debate sobre la utilidad real de muchas innovaciones y procesos productivos, pues no es el objetivo de esta nota, aunque se trata de una cuestión crucial. Hay dos cuestiones fundamentales que permiten explicar por qué en las economías capitalistas el enriquecimiento personal y la generación de inversión real pueden ser cosas dispares.
En primer lugar, está el hecho de que en una sociedad monetarizada la riqueza tiende a medirse en términos monetarios, y para un individuo puede resultar indiferente tener su riqueza en activos productivos o conservarla en forma de activo financiero (al fin y al cabo, el dinero actúa como depósito de valor y éste puede transformarse en cualquier momento en un activo real). Individualmente, esto puede tener sentido, pero en términos colectivos el efecto es el contrario. Si todas las personas que consiguen ahorrar dinero lo mantuvieran en forma monetaria, la economía colapsaría. Esta es, en una versión más compleja, una de las causas de las recesiones que periódicamente experimentan las economías capitalistas.
En segundo lugar está la cuestión de la confusión entre inversión y compra de activos. En el mundo real existen muchos bienes diferentes, que se pueden adquirir para fines diversos. El fin más esencial es el consumo. Pero no todas las compras son para el consumo, para el uso real de los bienes. De hecho, en una economía de tipo capitalista-consumista compramos muchas cosas que no utilizamos realmente, simplemente llenamos nuestras casas de objetos. Esto también se puede aplicar a la inversión capitalista. No es lo mismo gastar el dinero en ampliar un centro productivo, abrir un nuevo establecimiento o invertir en un nuevo proceso productivo que, simplemente, comprar un activo ya existente, por ejemplo, un edificio o una obra de arte. En el primer caso la decisión tendrá un efecto sobre la capacidad productiva de la sociedad y sobre el empleo. En el otro simplemente cambiará la titularidad del propietario.
De nuevo desde el punto de vista del empresario individual, se puede esperar obtener dinero produciendo un nuevo producto (o ampliando la producción) o simplemente con las rentas que genera el bien que ya existía (por ejemplo, quién compra un edificio esperará cobrar alquileres). Pero, una vez más, el impacto global es totalmente diferente. De hecho si las “inversiones” se concentran en la compra de activos preexistentes es bastante probable que se acabe generando una burbuja especulativa que genere ganancias a corto plazo a costa de provocar problemas en el futuro (cuando la burbuja estalle) o en el mismo presente (la compraventa compulsiva de activos inmobiliarios anima a la subida de alquileres a su alrededor).
En el actual modelo de capitalismo globalizado, estos problemas se han acentuado por la combinación de tres factores: el nuevo marco institucional y político (especialmente la política económica), que ha favorecido la concentración de rentas en la cúspide (fundamentalmente el 10% más rico de la población); el desarrollo de un sofisticado sistema financiero que posibilita ganancias en mil y un tipo de especulaciones (la economía del casino); y la libertad de movimientos de capitales, que ha facilitado el trasiego de inversiones en activos preexistentes.
El sector inmobiliario es uno de los casos de libro de la nueva situación, básicamente el de las grandes ciudades donde se está produciendo una intensa actividad “inversora”, que facilita importantes plusvalías a corto plazo al tiempo que favorece que los centros urbanos tiendan a vaciarse de habitantes. Se trata de “inversiones” que no añaden nada al bienestar colectivo, que en parte se benefician de una trama urbana generada por un lento proceso histórico y que, en cambio, generan enormes presiones sobre el precio de la vivienda (sea de compra o alquiler) que expulsa tanto a residentes como a negocios pequeños. Este es un proceso que se está dando en todas las grandes ciudades del mundo, y constituye uno de los muchos costes negativos de la globalización neoliberal.
II
En España vuelven a detectarse procesos de especulación con el suelo. Era algo previsible, al menos en algunas localizaciones específicas. Aunque en conjunto siga existiendo un gran número de viviendas invendidas desde la crisis, y de promociones inmobiliarias de todo tipo estancadas (viviendas, polígonos industriales, etc.), la burbuja surge en localidades concretas. El suelo, los edificios y el espacio urbano no son homogéneos, dependen de factores específicos que los hacen más o menos interesantes. Gran parte del excedente invendido se sitúa en áreas turísticas, en zonas con atractivo menor. Pero las ciudades, especialmente las grandes ciudades, son espacios atractivos, y están muy construidos: turismo, centros comerciales, espacios urbanos interesantes, etc.
Son factores que explican la facilidad con la que reaparecen inversores dispuestos a colocar su dinero en edificios que puedan considerarse atractivos. En muchos casos, con interés directamente lucrativo ―obtener altos alquileres del uso de estos edificios o venderlos a compradores con recursos―. En otros, como una forma de posesión consumista ―por ejemplo, tener una residencia en un sitio “chic” a la que sólo se acude en períodos cortos de tiempo―. No hace falta ser muy fantasioso para entender que esto ocurre; al fin y al cabo, gran parte de la gente con un mínimo de recursos tiene segundas residencias que en términos habitacionales están infrautilizadas la mayor parte del año. Si una modesta familia de clase media puede considerar razonable tener un apartamento de ocio, no hay razones para pensar que un superrico no renunciará a contar con varias residencias en lugares “chic”.
El PP siempre trabajó en favor de esta oportunidad. Por esto una de sus pocas medidas de “política industrial” (o sea de sus medidas para favorecer a alguna actividad económica) consistió en conceder el derecho de residencia automática a quién adquiriera vivienda en España. Una forma de dar “seguridad jurídica” a los presuntos inversores. Y estos parecen estar llegando a los centros urbanos, especialmente a Barcelona, generando un rápido crecimiento de los precios de la vivienda y de los alquileres. De hecho, ambos son vasos comunicantes, pues de lo que se trata es de ponerle precio a un conjunto habitacional fundamentalmente construido y difícil de expandir. Es posible además que la caída de los tipos de interés anime también a agentes locales que ven en lo inmobiliario una inversión de futuro, como lo ha sido en muchos períodos del pasado.
Los efectos sociales de este trasiego son evidentes. El fin de la protección de los alquileres comerciales ha generado en Barcelona una verdadera eutanasia de comercios tradicionales (incluidos varios que habían sido galardonados como comercios emblemáticos). Los alquileres se vuelven a disparar, y añaden un nuevo factor de gravedad a la crisis habitacional que generan los desahucios y el paro. El turismo masivo ha reforzado esta presión por la conversión de espacios de vivienda habitual en apartamentos turísticos mucho más rentables. Y los intentos de controlarlo, en forma de moratoria a la construcción de nuevos hoteles, han generado nuevas oportunidades de inversión lucrativa con la compraventa de los hoteles ya existentes. Y una nueva picaresca urbanística consistente en camuflar hoteles en forma de residencias de estudiante o apartamentos de lujo.
El resultado de todo ello no puede ser otro que agravar los problemas de vivienda de parte de la población y de desertizar o semidesertizar partes del centro urbano. Sin contar con que todas estas operaciones inmobiliarias que tanto dinero mueven no contribuyen en absoluto a crear empleo.
III
Para ejemplificar esta historia, nadie mejor que Amancio Ortega, la persona que figura como uno de los ciudadanos más ricos del mundo (aunque esto de los rankings siempre hay que relativizarlo). Sus enormes ingresos proceden fundamentalmente del Grupo Inditex, una de las cadenas comerciales de ropa y complementos más importantes del mundo. La historia del grupo está plagada de puntos negros en muchos aspectos. Para recordar los más conocidos: de una parte, el bajísimo coste de producción de sus prendas en países en desarrollo (aunque al principio fue en la Galicia rural donde consiguió producir a bajo coste con mano de obra femenina). No sólo se trata de bajos salarios, sino de superexplotación por medio de una red de subcontratistas que periódicamente reaparecen en los estudios-denuncia de las ONG especializadas. Denuncias que incluyen casos de esclavismo en Brasil o de trabajo infantil en la India, o en la ausencia de seguridad en el trabajo en Bangladesh.
Por otra, los bajos sueldos y las malas condiciones de trabajo de las cadenas comerciales del grupo. Donde no sólo el trabajo a tiempo parcial está bastante generalizado, sino que cada semana los trabajadores pueden verse obligados a cambiar de horario (lo que impide cualquier gestión decente de su vida cotidiana). Y, por último pero no menos importante, el uso de técnicas sofisticadas de evasión fiscal apoyándose en sus empresas en paraísos fiscales ―Holanda, Irlanda y Suiza― como recientemente ha puesto de manifiesto un detallado estudio del Grupo Verde en el Parlamento Europeo. Gracias a condiciones laborales indignas y a una baja fiscalidad, Inditex es una máquina de ganar dinero (2.875 millones de euros en 2015), y Amancio Ortega, como principal accionista, recibe una parte sustancial (960 millones en 2015). O sea que, en el esquema convencional, recibe buenos incentivos.
¿En qué invierte estas ganancias? Pues en la compra de activos inmobiliarios en todo el mundo, preferentemente edificios singulares donde están instalados hoteles o centros comerciales, a través de su empresa Pontegadea.
La moraleja es clara: uno se hace muy rico a cuenta de pagar mal y eludir impuestos. Y en lugar de utilizar esta riqueza para generar empleo o bienestar social, la utiliza para seguir acumulando activos (que generarán nuevas rentas). Es evidente que, si Inditex pagara mejor a sus empleados directos e indirectos, mejorara sus condiciones de trabajo, y pagara decentemente los impuestos, sus beneficios serían menores y Amancio Ortega no habría sido capaz de construir su actual imperio inmobiliario. En términos sociales, el balance es claro: mejorar condiciones salariales y rentas públicas mejoraría el bienestar de mucha gente. Aumentar el imperio inmobiliario de un magnate no aporta nada en términos de bienestar social. Es posible incluso que tenga un efecto negativo al contribuir a mantener una burbuja inmobiliaria en alguna ciudad.
IV
Todo ello conduce a una cuestión que me parece fundamental. Una gran parte del capitalismo actual se basa no tanto en la búsqueda de una ganancia en una actividad recurrente, sino en la búsqueda de plusvalías en la compraventa de activos preexistentes. Y esta actividad, además de tener negativos efectos sobre el empleo y la producción de bienes necesarios en condiciones dignas, genera además otros males sociales. Claramente visibles en los desarrollos urbanos que experimentan las grandes ciudades.
Cortar los hiperbeneficios y los mecanismos de generación de plusvalías debería ser un elemento prioritario en la construcción de otra legitimidad. La lucha por mejorar derechos y condiciones laborales, por un lado, y la lucha contra la elusión y evasión fiscal, por otro, forman ya parte de esta política. Pero hay que ir más allá en dos direcciones. En primer lugar, algo ya sugerido por el Ayuntamiento de Barcelona, fijando topes a los alquileres. Y en segundo lugar, articulando una lucha política y cultural por imponer un sistema impositivo que atente contra las plusvalías inmobiliarias (el actual impuesto es sólo una fuente muy pequeña de ingresos públicos, y está más pensada para no enfrentarse a los pequeños propietarios que otra cosa). Porque estas plusvalías se hacen a costa de crear enormes costes sociales en términos urbanos y sociales. Hay además que reconocer que cualquier giro hacia ciudades sostenibles exige niveles importantes de inversión para remodelar los entornos urbanos, los sistemas de transporte o el aprovisionamiento energético. Y hay que crear estímulos en esta dirección castigando duramente formas de negocio claramente antisociales.
30 /
12 /
2016