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Juan-Ramón Capella

Soberanía, derecho, igualdad y desigualdad

Un material de trabajo

Soberanía difusa

En la mayoría de los estados de las sociedades tercio-industrializadas las instituciones son «democráticas«: las preside la ley (constitucional o no) y las accionan representantes políticos elegidos.

Pero por mucho que haya elecciones, la actividad de las instituciones estatales se somete a los grandes designios económicos, educativos, militares e incluso sanitarios del empresariado, por no decir del capital. Esos designios no impiden que las instituciones democráticas los adapten en el plano territorial local correspondiente ni que tales instituciones operen autónomamente en los márgenes que dejan esos grandes designios superiores.

Ese «poder por encima de los estados», sobre los soberanos formales, sometidos a un poder superior, es lo que vengo llamando soberanía supraestatal difusa, policéntrica. No coincide, como es sólito afirmar, con el poder imperial norteamericano: la soberanía supraestatal difusa es más extensa, pues tiene además otros componentes.

Lo que inicialmente fue una hipótesis de trabajo se ha confirmado: difícilmente se puede dudar de un poder de configuración político-social situado por encima de los estados. La soberanía supraestatal la componen el poder militar de los Estados Unidos, los intereses generales del capitalismo esencialmente en ese país, en la Unión Europea, en el Reino Unido y en el Japón, los lobbies de las principales ramas industriales, fundamentalmente del petróleo y de la industria armamentista, y un sistema de medios de masas que modula, oculta o tergiversa la información distribuida al público —a la ciudadanía entendida como público de un espectáculo— en todo el mundo.

Los estados o uniones de estados subalternizados, con todo, siguen siendo necesarios como instrumentos de materialización de los designios de ese poder. Es un grave error teorético minimizar el papel político de los estados, de los llamados «estados nación», pues mantienen el dominio territorial del poder y, a través del territorio, el dominio sobre los seres humanos que lo habitan.

Las instituciones democráticas tienen dos limitaciones: una material y otra moral.

La limitación material viene dada porque esas instituciones están intervenidas por el soberano difuso para frenar o eliminar el impulso procedente de los ciudadanos y de las expectativas electoralmente aprobadas. En el futuro sólo grandes concentraciones de poder de un demos fuertemente politizado —sensible a los problemas políticos— serán susceptibles de aspirar a modular la voluntad del soberano difuso a través de su presencia en las instituciones de estados importantes poblacional o industrialmente.

La limitación moral de las instituciones democráticas viene dada porque el agravamiento de la problemática ecológica debe impedirles hacer —desde ese punto de vista político-moral— todo lo que es posible hacer, en función de las necesidades del demos del futuro, de las poblaciones futuras. Las instituciones democráticas han de velar por no estrechar o eliminar con su propia actuación los ámbitos de decisión de las generaciones futuras.

Derecho

He de expresar una perplejidad. Se trata de saber si la tarea principal de la reflexión sobre el derecho ha de ser, en este marco de limitaciones político-morales, contribuir al asentamiento de las instituciones de la democracia, de sus poderes judiciales en particular, para conseguir la plena igualdad jurídica, para que efectivamente todas las personas sean, cuando menos, iguales ante la ley.

Eso es hoy, obviamente, un planteamiento defensivo de la democracia, que está siendo puesta en regresión por el soberano difuso, y al mismo tiempo es un planteamiento extensivo de ella, pues intenta ampliar y proseguir el inacabado proceso de democratización política y social. Mi perplejidad reside en la pregunta acerca de si este planteamiento defensivo y extensivo puede ir de la mano o incluso estar subordinado a algo completamente distinto, que al abordar la democratización de otra manera tendría que suscitar representaciones sociales e instituciones mentales o conceptos nuevos, más acordes con las circunstancias históricas contemporáneas.

Trataré de explicarme:

El derecho de la igualdad es el derecho de la sociedad capitalista. Este derecho nos construye o nos representa a todos como iguales porque nos ve a todos como propietarios: unos de tierra u otros bienes y otros de su capacidad para trabajar. De modo que, en esta representación, todos poseemos algo que se puede vender en el mercado… si encuentra comprador, detalle hoy no menor.

[Vender en un mercado cuyo paroxismo es, precisamente, el capitalismo, ahora además excluyente de todo correctivo. Por supuesto, «mercado», en general, en el sentido de intercambio, no equivale a capitalismo: éste es el paroxismo excluyente del mercado absoluto.]

Al mismo tiempo el capital construye un derecho igual, porque todos somos representados como iguales ante la ley, por el hecho de que la ley es la misma para todos, según se predica.

Hay que concederle a este «derecho igual» el haber reconocido aunque limitadamente algunas aspiraciones humanas fundamentales. Lo ha hecho en forma de «derechos», de «derechos humanos». Eso es muchísimo a pesar de que esa forma de derechos reserve a las instituciones estatales y singularmente a los tribunales la defensa y la custodia de aquellas aspiraciones fundamentales. Los derechos están custodiados por las instituciones y sólo por ellas. Que sus garantías, por utilizar el léxico de los constitucionalistas, sean exclusivamente jurídicas es su limitación fundamental. No está bien visto por el derecho (de los de arriba) tomarse los derechos con la propia mano. Y no está bien visto por el derecho (de los de abajo) que a la hora de la verdad la ley no sea interpretada de un modo igual o semejante para todos, esto es, que los tribunales no sean neutrales no sólo jurídicamente sino también cultural y socialmente.

Justamente estos supuestos antedichos —propiedad, mercancía, igualdad ante la ley— que configuran el derecho de la igualdad resultan no ser otra cosa que una ficción jurídica, una ficción jurídica más, por muy operativa que sea —y lo es—, porque en realidad el derecho igual del capitalismo es indiferente a las desigualdades sociales, a las desigualdades que se reproducen socialmente. El derecho formalmente igual es el derecho de las desigualdades reales pues las deja en pie, las deja subsistir. Ese derecho pasa alegremente a través de las desigualdades como si fuera una onda hertziana.

Dar pasos para dejar atrás el capitalismo consiste esencialmente en dejar atrás, una tras otra, esas desigualdades sociales y los mecanismos que las reproducen.

No se tiene ante los ojos asaltos revolucionarios. El capitalismo, si llegara a ser superado —y en términos históricos nada impide pensarlo, aunque los condicionamientos ecológicos reduzcan substancialmente el tiempo disponible para ello—, será paso a paso. Por etapas (como el capitalismo sustituyó al feudalismo, probablemente). Hoy, en el extremismo de la desregulación, hay multitudes que tal vez puedan exigir dar esos pasos.

Pero dar esos pasos supone —y es lo que propongo— un derecho de la desigualdad. Casi cada paso supondrá un derecho desigual, un derecho con privilegios, justamente para acabar con los privilegios reales opuestos.

Sé que la noción misma de «derecho de la desigualdad» es dificilísima de aceptar dada nuestra formación jurídica, dado todo lo que se nos ha enseñado, que apunta al vector igualdad.

El autor de estas líneas estuvo inicialmente poco de acuerdo —precisamente por una abstracta estimación de la igualdad— con una temprana manifestación de ese derecho de la desigualdad como fueron las primeras normas de discriminación positiva en favor de las mujeres, de privilegio, si se quiere, precisamente para acabar o al menos paliar la grave situación de desigualdad social en que estaban y en muchos aspectos —entre nosotros— y en muchos países están aún hoy las mujeres respecto de los hombres. La discriminación positiva ha resultado ser un instrumento útil para empezar a disminuir la desigualdad de género, para empezar a arrinconar el patriarcalismo.

Otra discriminación positiva, otro derecho de la desigualdad, es el que afecta a las personas discapacitadas, a las que se atribuyen privilegios (por ejemplo, de prioridades en el empleo) para compensar su discapacitación física.

Si todo esto es posible en sociedades que son aún plenamente capitalistas, imagino que un derecho de la desigualdad va a ser justamente el derecho del postcapitalismo, del metacapitalismo, del verdadero socialismo, como se le quiera llamar.

Una de las mayores desigualdades de hoy, paralela a la desigualdad de género, es la que existe entre quienes no encuentran quien compre su capacidad para trabajar, entre quienes han de venderla en condiciones leoninas, etc., y los que pueden comprar esa capacidad.

Es probable que hayamos entrado ya en una época de lo que en términos procedentes del pasado se puede llamar paro estructural permanente. Una época en que el tiempo de trabajo necesario se ha reducido intensísimamente por causa de la producción científica y especialmente de la tecnología informática. Lo cual permite proponer o bien un reparto del tiempo de trabajo disponible entre todos los capacitados para trabajar —con el consiguiente incremento del tiempo de no trabajo— o bien, o además, una fortísima redistribución del producto social.

La desigualdad ante el trabajo es hoy una desigualdad de primera magnitud. La informatización de las actividades productivas permite mantener elevados niveles de riqueza material, producciones elevadas, sin necesidad de recurrir al trabajo de todas las personas disponibles para trabajar. Eso forma parte también del cambio de época.

Habrá que hablar, pues, de un derecho de la desigualdad que sirva para eliminar, una por una, las desigualdades sociales más relevantes. Claro que el derecho de la desigualdad pleno supondrá un cambio social. Exige la condición previa de una economía parcialmente pública, parcialmente regulada.

Ahora bien, ¿significa eso que no hemos de defender, además del derecho de la desigualdad, también el derecho de la igualdad, los derechos e instituciones de ciudadanía?

Creo que el derecho puede ser visto como un conjunto de prácticas, y las prácticas jurídicas son reales, no exacta o meramente formales. Se debe promover que ante esas prácticas no se produzcan desigualdades: debemos defender también el derecho a la igualdad. Aunque el derecho de la igualdad jurídica parezca contradictorio con el derecho de la desigualdad, en realidad se puede actuar de modo que no lo sea, al menos para los desfavorecidos. El derecho de la igualdad «jurídica» es necesario cuando no lo hay, donde falta, y cuando lo hay o no falta es necesario el derecho de la desigualdad para compensar desigualdades sociales concretas.

También es necesario afianzar unas instituciones —aunque tratando, por ejemplo, de que las magistraturas no se nutran de la ideología de las clases dominantes ni de la ideología de género dominante hoy—; se debe afianzar los procedimientos democráticos, sin ignorar sin embargo las trampas discriminatorias de las leyes electorales, y evitando los procedimientos-trampa, o la corrupción de los procedimientos, con que se puede llegar a legitimar —sin que la democracia parezca despeinarse— hasta un golpe de estado (como en 2016 acabamos de ver en Brasil).

Y en ningún momento se debe olvidar, como decía Pier Paolo Pasolini, que la burguesía más que una clase social es una terrible enfermedad contagiosa. El aburguesamiento afecta casi necesariamente a los que están en el lado mejor de la desigualdad, incluso cuando se lucha contra ésta, y también pueden aburguesarse —en ciertas condiciones— los que están en el lado peor de la desigualdad.

De modo que en particular los juristas y los estudiosos del derecho que no se alineen con el mantenimiento de las desigualdades tienen ante sí tareas teoréticas complicadas que pueden dejarnos perplejos —aunque en la vida real sean fáciles de determinar—: tratar de afianzar instituciones democráticas populares y proponer prácticas jurídicas que actualicen el derecho de la desigualdad. En otras palabras: facilitar soluciones nuevas a los problemas antes vistos, para que pueda materializarlas un verdadero soberano popular. Esto último debe pasar a estar en el centro de nuestras reflexiones si queremos de verdad cambios sociales.

Pero también es necesario poner atención en las características de degradación política de quienes componen el «pueblo». Es necesario proteger jurídicamente a las personas frente a aquellos poderes capaces de producir industrialmente contenidos de consciencia y asignárselos a la gente, como es la industria consumista de la publicidad, como son los medios de comunicación sostenidos por ésta. No hay democracia sin pueblo informado; no hay democracia con pueblo manipulado.

Poner coto jurídicamente a la desinformación y a la distracción, a la desviación y perversión de las consciencias, es también un desafío que aparece ante nosotros. El derecho a la libertad de expresión se defendió y afianzó como una necesidad de las personas, pero algunas legislaciones parecen querer extenderlo a algo distinto: a usarlo para amparar la producción industrial de contenidos de consciencia asignables a los demás, que en cambio debería estar rigurosamente regulada.

Probablemente conceptos como «clase trabajadora» resulten demasiado estrechos hoy, al igual que el de la forma «partido» que conocemos, para enhebrar un discurso político-institucional a la altura de los tiempos. Pero no es éste el lugar para tratar de enhebrarlo ahora, aunque si algo está claro es el atraso de una reflexión socio-política aún hegemónica que sigue usando categorías conceptuales prácticamente obsoletas.

23 /

12 /

2016

Mas no por ello ignoramos
que también el odio contra la vileza
desencaja al rostro,
que también la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Sí, nosotros,
que queríamos preparar el terreno a la amistad
no pudimos ser amistosos.

Bertolt Brecht
An die Nachgeborenen («A los por nacer»), 1939

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