¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Joaquim Sempere
En el centenario de la Revolución rusa
Reivindicación de Nikolai Bujarin
De los dos líderes revolucionarios más eminentes tras la muerte de Lenin, esto es, Trotsky y Bujarin, asesinados ambos por Stalin, el recuerdo de Bujarin es el más tenue, casi inexistente. Trotsky aún tuvo tiempo, en su exilio mexicano, de desarrollar una actividad propia, de dar a conocer al mundo sus puntos de vista y crear un movimiento independiente que se concretó en la IV Internacional, con numerosos seguidores hasta el día de hoy. Stalin le quitó la vida, pero no pudo silenciarle. Bujarin, en cambio, quedó preso en la trampa que él mismo había contribuido a crear. Sucumbió a manos del carnicero que él ayudó a aupar al poder supremo. Stalin, además de ningunearlo y asesinarlo, trató de destruir su honorabilidad: lo sometió a un juicio denigrante y dejó de él una imagen distorsionada de enemigo y traidor contrarrevolucionario, destruyendo además buena parte de los escritos y documentos que pudieran restablecer la verdad. Trató de convertirlo en un fantasma evanescente e irrelevante.
Sin embargo, Bujarin fue un dirigente de talla extraordinaria. En vida de Lenin tuvo mucha relación con éste desde antes de la revolución. Suscitó en Lenin —que tenía 18 años más que él—, por encima de discrepancias a veces tormentosas, un afecto de hermano mayor. Lenin dijo de él en su “testamento” de 1923: “Bujarin no es sólo el teórico más valioso y potente del partido, sino que puede ser legítimamente considerado como el dirigente más querido del partido”. Destacó como intelectual creativo, capaz de superar esquemas heredados, pero también por su calidad humana y su simpatía. “Un comunista verdadero —dejó escrito— nunca olvida lo duras que son las condiciones de vida de los trabajadores.” Y también: “Tenemos que cultivar constantemente en nosotros un sentimiento hacia las masas […] y penetrarnos de un sentido de la responsabilidad”. Dice su biógrafo Stephen Cohen que nunca abusó de su poder. Muerto Lenin, fue emergiendo, junto con Trotsky, como el intelectual más capaz e innovador.
Una vez superada la guerra civil de tres años —que enfrentó a los bolcheviques con muchos sectores sociales y fuerzas políticas, desde mencheviques, socialrevolucionarios y anarquistas hasta liberales y zaristas—, agravada por la intervención de tropas de 14 países europeos, se abandonó el régimen económico de excepción conocido como comunismo de guerra. El gobierno bolchevique osciló entre varias orientaciones posibles para organizar la economía del país. El “comunismo de guerra” se reveló pronto como un expediente pasajero para resistir militarmente, pero con efectos contraproducentes: la producción de alimento cayó en picado. El propio Lenin comprendió que había que renunciar al control económico total (inviable, además, por falta de personal administrativo) y a las requisas sistemáticas de alimentos en el campo, y que había que permitir la iniciativa privada y el mercado: fue la Nueva Política Económica (NEP). Las requisas de grano y comida para sostener a los habitantes de las ciudades y al ejército eran muy mal recibidas por los campesinos, que a veces resistían con revueltas y acciones violentas. La NEP resultó pronto un procedimiento eficaz para pacificar el mundo rural y reactivar la economía en todos los sectores de actividad.
Pero para el equipo dirigente, impregnado de esquemas teóricos muy rígidos, el objetivo final estaba muy alejado de las prácticas de la NEP: consistía en la industrialización y en una economía planificada y colectivizada. Una preocupación mayor que se añadía a los esquemas teóricos era la convicción de que, tarde o temprano, el país sería víctima de una agresión extranjera y que era indispensable acelerar la industrialización para estar en condiciones de hacerle frente con una industria armamentística potente. Se solaparon dos debates cruciales. El primero tenía que ver con el ya entonces previsible fracaso de las revoluciones socialistas en Occidente, que se suponía que habían de dar oxígeno al régimen soviético. La alternativa era “socialismo en un solo país”, primero impensable pero que pronto fue apareciendo como inevitable, y no sólo para Stalin, sino también para otros dirigentes, entre ellos Bujarin. Trotsky había apostado fuerte por la revolución en Occidente y se había inclinado por acelerar el proceso transformador interno. Esto significaba para él: industrialización a marchas forzadas, aun a costa de exprimir más a los campesinos, y militarización de los sindicatos para tensar el esfuerzo colectivo. Estas propuestas tuvieron poco apoyo en la cúpula dirigente, circunstancia que Stalin aprovechó para aislar a Trotsky hasta expulsarle del Comité Central primero y exilarlo a Alma Ata después. En esta batalla logró el apoyo, entre otros, de Bujarin, que representaba la derecha del partido. Una objeción importante a los planes de Trotsky era que implicaban tensar severamente la presión sobre los campesinos, lo cual suponía el peligro de alienarse el campesinado para la revolución. Las relaciones entre campesinado y poder soviético habían empeorado ya bastante, pero podían todavía empeorar más y poner en riesgo los suministros alimentarios y el propio régimen.
En este debate Bujarin se convenció cada vez más de la importancia de respetar al campesinado y, así, fortalecer la alianza obrero-campesina como garantía de supervivencia: esa era la política preconizada en los últimos escritos de Lenin. A ojos de Bujarin, el estado obrero tenía instrumentos suficientes para orientar la economía gracias a la fiscalidad, al crédito —monopolizado por la banca pública— y a la política de precios, entre otros. El mercado había demostrado ser, durante el período de la NEP, un buen mecanismo (si se regulaba desde el estado) para modular la economía nacional; por ejemplo, para establecer el volumen del excedente campesino considerado necesario para promover la industria. Bujarin desarrolló la idea de que la modernización de la agricultura —cuya necesidad nadie discutía en el partido— debía proceder con cierta lentitud, mediante el mercado, respetando la propiedad privada de los campesinos (en realidad la propiedad de la tierra era estatal con un derecho de usufructo muy parecido a la propiedad efectiva), fomentando la formación voluntaria de cooperativas (koljosi) como escuelas de socialismo y con la creación de granjas estatales (sovjosi) como “laboratorios” de una agricultura mecanizada y moderna. Las cooperativas deberían recibir un trato de favor (como intermediarios comerciales y para captar crédito oficial) para hacerlas atractivas. Frente a la idea que Stalin impuso más tarde como doctrina oficial, de que al avanzar hacia el socialismo la lucha de clases se intensifica, Bujarin creía lo contrario: que el progreso productivo podía generar condiciones para mejorar a la vez el nivel de vida del campo y la ciudad y, así, desactivar la conflictividad social, reforzar la alianza obrero-campesina y potenciar la identificación del campesinado con el régimen. Llegó incluso a argumentar que para hacer frente a una invasión militar, la cohesión social y la adhesión de las masas campesinas a la revolución eran tan importantes como una potente industria de guerra. La buena acogida que tuvieron los ejércitos alemanes en 1941 en algunas repúblicas occidentales de la URSS, como Ucrania, le dieron póstumamente la razón. Su planteamiento era explícitamente evolucionista en este tema. No es aventurado especular que, de haber triunfado esta tesis, el régimen soviético habría podido tener un destino muy distinto, sin el terror stalinista. Y la influencia internacional de la revolución rusa habría podido ser mucho mayor y mucho más positiva.
Pero sus ideas acerca del campesinado fueron mucho más allá, revelándose en este punto como un pensador no inhibido por prejuicios teóricos. La estabilización del capitalismo en Europa —decía en los años 1924 a 1926— no necesariamente condenaba la revolución a un callejón sin salida; la revolución rusa podía buscar apoyos también en las revoluciones campesinas de Oriente. La revolución mundial había de verse como un proceso largo que desbordaba el escenario europeo. Fue Bujarin quien introdujo la idea de una contraposición entre campo y ciudad que luego asumieron y difundieron los comunistas chinos: Europa y América representan “la ciudad mundial” y “la metrópoli industrializada”, opuesta a las “colonias agrarias” que constituyen “el campo mundial”. Desarrolló algo que Lenin ya había formulado: el campesinado colonial quiere la revolución agraria, y con esta aspiración “entra definitivamente en la historia”. Es probable (aunque Cohen no lo dice) que el populista Chayánov, que vivió en la URSS y trabajó en temas agrarios hasta su asesinato por Stalin en 1937, influyera en Bujarin. Sobre estos temas, Bujarin fue una excepción en el campo marxista. Y un precursor: hoy, gracias al ecologismo, está teniendo lugar una reconsideración del papel del campo y la agricultura en las economías modernas, papel que el marxismo tendió a subestimar. No cuesta mucho comprender su importancia dado que atañe nada menos que a la alimentación de la gente. Hoy —no olvidemos que el trabajo agrícola supone en torno al 45% de la población activa mundial— asistimos al ascenso de un movimiento campesino mundial, articulado sobre todo por La Vía Campesina, con incidencia creciente en las luchas contra la mundialización capitalista, contra la agricultura industrial, contra el acaparamiento de tierras en el Sur y a favor de la agricultura ecológica familiar y cooperativa.
Durante los años 1925-1929 en la Unión Soviética las relaciones entre ciudad y campo, entre industria y agricultura, fueron difíciles, a menudo tensas —con resistencia y a veces revueltas campesinas contra lo que consideraban requisas abusivas—, pero en conjunto relativamente pacíficas. Encontrar un equilibrio entre la industria ligera (que proporcionaba a los campesinos herramientas y otros bienes que demandaban), la industria pesada y la producción agropecuaria no era fácil. Los retrasos en la “modernización” de la agricultura mantenían baja la productividad del campo. Estas dificultades tuvieron un papel en la decisión de Stalin de dar un giro drástico a la política económica, giro que se acompañó de una auténtica contrarrevolución en todos los órdenes de la vida soviética. Stalin empujó al único rival de peso que quedaba en el equipo dirigente, que era Bujarin, a dimitir en 1929. Dueño ya del poder absoluto, Stalin puso en práctica un programa que se parecía mucho al que Trostky había propugnado y por el cual, en su momento, había sido expulsado del partido y convertido en enemigo mortal por Stalin hasta su asesinato teledirigido en 1940. Los pocos márgenes de libertad política y cultural que todavía existieron hasta 1929 desaparecieron. Se estableció un clima paranoico de fortaleza sitiada donde pululaban los “traidores” y “enemigos de la revolución” que desembocó en las grandes purgas de finales de los años treinta, precedidas de campañas sistemáticas de eliminación de cualquier señal de disidencia dentro y fuera del partido.
Según su biógrafo Stephen Cohen, Bujarin vivió con angustia el ascenso del programa staliniano de industrialización acelerada y de colectivización masiva y forzosa de las unidades campesinas, medidas que él había considerado un disparate criminal y a las que trató de oponerse, ya sin ninguna oportunidad de éxito. La biografía de Cohen ilustra muy bien cómo la implantación por los bolcheviques de una dictadura de partido en 1918 (que se materializa con la disolución de la Asamblea Constituyente, en la que los bolcheviques estaban en minoría, y la prohibición de todos los partidos que no fueran el comunista) iba a privar al país y a la propia revolución de mecanismos para parar los pies a la tiranía personal de Stalin. Cuando Bujarin comprendió el desastre al que Stalin llevaba al país, no se atrevió a apelar a la movilización de quienes podían luchar por evitarlo. Y no se atrevió porque había aceptado la lógica del partido único y de la dictadura de partido, que excluía la organización y la iniciativa autónoma del pueblo al margen de ese partido, convertido en sujeto exclusivo de soberanía política. Bujarin era en los años veinte el representante más prestigioso de la “derecha” del partido comunista. Sostiene Cohen que “la derecha siempre tuvo un apoyo popular en el país. La mayoría de los campesinos prefería su política agrícola. […] Además, las concepciones moderadas de Bujarin eran compartidas por muchos funcionarios de la administración pública que no pertenecían al partido, y en particular por quienes trabajaban en los asuntos agrarios o en las repúblicas periféricas”, pero también dentro del partido, como se pondrá de manifiesto en las purgas de 1929-1930 contra la “derecha”, en las que fueron expulsados 17.000 miembros del partido, el 11% del total (el 15% en las zonas rurales), sin olvidar que entre los que quedaron se generó un clima de temor y silencio. “Pero el apoyo a Bujarin —sigue diciendo Cohen— iba más allá del mundo rural. Incluso después de la caída en desgracia de Tomsky [máximo dirigente de los sindicatos], la base de los sindicatos seguía siendo favorable a la derecha (y es probable que también lo fuera la clase obrera urbana), como se ve, sobre todo, en la oposición sistemática a la política industrial de Stalin”. El apoyo a Bujarin se daba también dentro del partido, como se ha visto. Existía, pues, un amplio apoyo a las tesis moderadas de la derecha: Bujarin habría podido apelar a este estado de opinión para provocar un vuelco. Pero esto podía significar una guerra civil en condiciones desfavorables, porque Stalin ya entonces había creado una estructura partidista muy controlada y, como secretario general, tenía muchos triunfos en sus manos. Bujarin, además, seguramente no podía concebir una lucha contra el aparato del partido por la propia confusión imperante sobre el carácter del poder soviético (¿dictadura delegada y reversible del pueblo o dictadura absoluta de una minoría libre del control institucional popular?).
Ese fue el momento más trágico de la historia de la Revolución rusa, en que las advertencias anticipadas de los críticos de izquierda —muy señaladamente Rosa Luxemburg— se revelaron plenamente justificadas. Bujarin fue víctima —como el país entero— del proceso por el cual se concentró todo el poder en la cúpula del partido único y se emasculó a la sociedad, privándola de capacidad para reaccionar autónomamente.
En 1929 empieza la contrarrevolución stalinista que se consolidará en diciembre de 1934 con el asesinato, en su despacho de Leningrado, de Kirov, entonces el principal opositor a Stalin, culminando en 1937-1939 con los falsos juicios y ejecuciones de casi todos los miembros del entonces comité central. A partir de 1929 empieza la industrialización a marchas forzadas, con ritmos de crecimiento del orden del 14% anual: en 1937 la producción de la industria pesada era —según distintos cálculos— entre tres y seis veces superior a la de 1928. La producción de acero se cuadruplica, la de cemento y carbón se triplica, la de petróleo se duplica. La producción de electricidad se multiplica por siete y la de máquinas herramientas por veinte. Nacen nuevas ciudades y complejos industriales. Pero estos “éxitos” van acompañados de una catástrofe campesina. Con motivo de la colectivización forzosa y acelerada del campo, las unidades campesinas pasan de unos 25 millones a 250.000. La producción de carne en 1932 no supera la tercera parte de la que había sido en 1928. La población de caballos se reduce a la mitad (33 millones), dos tercios de los ovinos desaparecen (146 millones de cabezas), y mueren también 70 millones de bovinos y 26 millones de cerdos. A principios de los años cincuenta todavía no se habrá reconstituido la cabaña existente en 1928. La campaña lanzada por Stalin supone el encuadramiento totalitario de todas las esferas de la sociedad bajo la férula de un partido que fue perdiendo incluso su carácter de tal: el poder de Stalin se basó en la policía, con un “partido” convertido en un teatro de marionetas. De los 2,8 millones de militantes y aspirantes que tenía en 1934, un millón fueron detenidos y dos tercios de éstos fueron ejecutados. De los 1.966 delegados al XVII Congreso (también en 1934) se calcula que 1.108 fueron detenidos y, casi en su totalidad, fusilados. Además, la liquidación de las libertades campesinas que quedaban supuso una guerra civil de cuatro años (1929-1933) que costó unos 8 millones de muertos, la mitad de los cuales atribuibles al hambre debida a las destrucciones de cosechas y de ganado. A la guerra civil siguieron años de plomo: la represión tomó dimensiones colosales. Si en 1928 había 30.000 detenidos en campos de concentración o cárceles, eran cinco millones en 1933-1935 y nueve millones a finales de 1939.
Entre su derrota política de 1928 y su detención de 1938 Bujarin fue expulsado de toda posición real de poder pero pudo todavía tener algunos cargos en instituciones culturales y científicas. Se le ha echado en cara haber aceptado estos cargos, lo cual equivalía a colaborar con el carnicero georgiano cuando éste estaba ya mostrando su peor cara, contribuyendo a legitimarle. Bujarin no podía ignorar que sus temores sobre la catástrofe humana que se preparaba se estaban cumpliendo ante sus ojos. Se le puede incluso achacar falta de valentía al renunciar a movilizar a quienes tal vez podían aún evitar la culminación del desastre. Prevaleció en Bujarin siempre su alma de pensador sobre la de organizador, de hombre de ideas y no de acción. Protagonizó una última polémica importante con Stalin: frente al juicio de éste, que no veía en el nazismo sino una variante más del capitalismo, Bujarin dio un juicio certero del mismo como “el rostro bestial del enemigo de clase”, clamando por un sistema internacional de alianzas de la URSS para hacer frente a Alemania. No fue escuchado. Asistió impotente al cierre de las tenazas sobre otros dirigentes del partido que le apoyaban. En 1936 viajó por Europa convencido de que su destino estaba ya escrito, pero no quiso exiliarse. Actuó como si quisiera asumir en su propia persona el destino trágico de su pueblo mártir, purgando su propia responsabilidad en ese destino, pero seguramente nunca se sabrá cuál fue el fondo de su actitud. Fue detenido en febrero de 1938 tras el proceso a Zinoviev y Kamenev y el suicidio de Tomsky. Su juicio empezó el 2 de marzo de 1938 y terminó el 13 del mismo mes con su condena, con otros 17 acusados, a ser fusilados. La sentencia se cumplió dos días después.
La novela de Arthur Koestler El cero y el infinito presenta a un protagonista muy parecido a Bujarin que, en su comparecencia ante el juez, reconoce las falsas acusaciones que se le imputan para “salvar el honor de la revolución”. De ahí se originó la leyenda de que Bujarin había renunciado a salvar su honor personal. Stephen Cohen sostiene que esta leyenda es falsa, que Bujarin defendió su honor hasta el final, asumiendo genéricamente la acusación pero negando punto por punto cada acusación concreta. Su angustia agónica tuvo que ver con la amenaza de muerte que se le lanzó contra su segunda esposa y su hijo si no colaboraba autoinculpándose. Según Cohen, “aceptó reconocer que era ‘políticamente responsable’ de todo, lo que le permitió salvar a su familia y mostrar su papel simbólico, pero a la vez se negó rotundamente a asumir los crímenes que se le imputaban”. Circulan otras versiones menos benignas sobre su conducta ante el tribunal, especialmente de fuentes trotskistas, pero quienes le achacan humillarse ante el enemigo no pueden negar la grandeza trágica de quien, pudiendo haberse exiliado unos meses antes, decidió asumir hasta el final, en su persona, la tragedia de una revolución fracasada y ahogada en un baño de sangre e iniquidad. La historia le debe un Shakespeare que escriba su grandeza, sus debilidades y su caída.
[Nota del autor: Este artículo se basa en la obra de Stephen F. Cohen, Nicolas Boukharine. La vie d’un bolchevik, París, Maspero, 1979 [original en inglés, 1971], de la que hay versión en castellano de Siglo XXI, Madrid. Todas las citas entrecomilladas y casi todos los datos cuantitativos pertenecen a los capítulos 6, 8 y 9 de este libro. Agradezco las observaciones de Anna Sallés y Juan-Ramón Capella.]
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