¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Antonio Antón
El debate sobre la transversalidad
La palabra transversalidad (y transversal) ha adquirido una nueva relevancia en el ámbito político, en particular entre dirigentes de Podemos para definir uno de sus ejes estratégicos, pendiente de decidir en su próxima Asamblea Ciudadana, Vistalegre 2. Su sentido no siempre queda claro, además de los matices y diferencias entre algunos de sus principales dirigentes sobre su importancia y significado. Se trata de clarificar y avanzar en un debate que debe ser riguroso y constructivo para fortalecer un proyecto de cambio.
El significado lingüístico de transversal es “que se halla o extiende atravesado de un lado a otro” (Diccionario de la RAE) o “que afecta o pertenece a varios ámbitos” (Diccionario María Moliner). Es decir, tiene que ver más con una pertenencia ambivalente, doble o mixta, que con una posición intermedia o centrista.
Aquí nos interesa distinguir dos planos que afectan a la transversalidad o a una estrategia transversal: composición sociodemográfica y posición político-ideológica. En el primero se debe responder a cuál es la base social de una fuerza política o social, a quién y con qué prioridades se pretende defender, articular o representar. Tiene que ver con una composición interclasista y representativa de las distintas categorías sociales (de condición socioeconómica, género y edad, étnicas, culturales…). El segundo, normativo, define qué orientación sociopolítica y cultural, qué carácter o significado tienen los intereses, demandas y proyectos, más o menos universalistas o particularistas y más o menos ambiguos o definidos.
Además, hay que hacer referencia realista al actual marco de relaciones desiguales o de dominio/subordinación en las estructuras socioeconómicas y político-institucionales, es decir, a la existencia de un bloque de poder dominante y una mayoría popular subalterna. Igualmente, hay que concretar su significado en relación con las dos grandes dinámicas sociopolíticas contrapuestas: continuismo (regresivo y autoritario) o cambio (progresivo y democrático).
El resultado es una relación compleja de interacción de lo popular (o común) y lo ciudadano. Se debe combinar la representación y defensa de las capas populares, la mayoría social, en oposición a las élites dominantes, con el interés general definido por el camino hacia mayor bienestar individual y colectivo o bien común. Igualmente, interesa su vinculación con una ética universalista que ampara la igualdad y la libertad de los seres humanos, sin privilegios o discriminación por cualquier condición social o cultural. La pugna por la interpretación y la articulación práctica de esos objetivos generales está servida. Es la lucha por la hegemonía político-cultural.
Lo transversal se opone, por una parte, al reduccionismo de clase de algunas corrientes marxistas, más rígidas y economicistas, y por otra parte, al fundamentalismo identitario, el exclusivismo nacionalista y la fragmentación particularista postmoderna. Al mismo tiempo, desde un enfoque popular e igualitario, hay que diferenciarlo del consenso o centrismo liberal.
Por tanto, transversalidad se asocia a una posición político-ideológica que comparte, media o supera los dos polos clásicos en que se ha dividido durante los dos últimos siglos la principal (junto con las tensiones entre nacionalismos/imperialismos) polarización política: izquierda/derecha. La pérdida de vigencia de esta última, en su versión institucional, y la confusión interpretativa que genera, es lo que actualiza un debate ya antiguo, aunque con nuevas formulaciones (como oligarquía y autoritarismo frente a igualdad y democracia, o bien, posiciones liberal-conservadoras frente a opciones progresistas).
Esta expresión se utiliza como alternativa, orientación o principio para ampliar la base social de una fuerza política y ganar representatividad, legitimidad y apoyos electorales. Como decíamos, alude a dos aspectos diferentes aunque complementarios: el significado político o dimensión ética-ideológica, y la composición social o alcance representativo. Tiene sentidos distintos, es decir, es polisémica y ambigua, en la medida que hace referencia a atravesar o compartir con otras partes no definidas, partícipes de diversos planos (o tableros) y cuya función no queda clara, si no se detalla explícitamente. Más motivo para la clarificación de su sentido discursivo y su función política.
Dejamos al margen otros usos en variados campos con significados similares pero ligados a una experiencia y una trayectoria particular y un sentido específico. Por ejemplo, la transversalidad de género, la acción transversal en materia educativa o el carácter interclasista de distintos movimientos nacionales, sociales (feministas, ecologistas, sindicales…) u organizaciones cívicas.
Nos seguimos centrando en el plano político y en algunas referencias teóricas más generales. Dos hechos relevantes han incrementado la importancia de este concepto y la necesidad de precisarlo para clarificar una estrategia de cambio progresista: el giro centrista del socioliberalismo del PSOE (y la emergencia de Ciudadanos), presentado como transversal, y el carácter democrático, social y transversal del nuevo movimiento popular en España, simbolizado por el 15-M, y cuya referencia político-institucional es Unidos Podemos y sus aliados. Con esa experiencia podemos decir que transversalidad no es consenso liberal y que la transversalidad popular es oposición progresista al poder establecido.
Transversalidad no es consenso liberal
El desarrollo del social-liberalismo del nuevo centro (alemán) o tercera vía (británica), dominante en los partidos socialistas europeos desde mitad de los años noventa, constituye un abandono de las posiciones clásicas de la izquierda socialdemócrata y un giro hacia la adopción de medidas neoliberales y retórica centrista. Este nuevo discurso se presenta como transversal a las ideologías: sustituir la tradición socialdemócrata por el liberalismo, o tener un perfil bajo o ecléctico compatible con la ideología dominante en vez de un pensamiento crítico. Y también transversal respecto a las clases sociales: abandonar la prioridad de la defensa de la mayoría ciudadana (las clases populares —trabajadoras y medias—) e incorporar la representación de los intereses del poder económico-financiero y las oligarquías. Así, se supone que se representa a todas las partes y al conjunto, con la responsabilidad de Estado, el consenso europeo y la garantía de gobernabilidad.
Por un lado, esa posición centrista amplía su espectro ‘transversal’, que incluye las élites dominantes, aunque en realidad pierde representatividad —transversalidad— entre la gente joven, progresista y crítica; por otro lado, pone el acento en la moderación, el consenso y el centrismo político para, supuestamente, ampliar influencia entre el tercio autodefinido como centrista, en disputa, y el tercio de capas liberal-conservadoras, representadas por las derechas.
El último ejemplo es el acuerdo PSOE-Ciudadanos de la pasada legislatura, presentado como pacto ‘transversal’ entre la (supuesta) izquierda socialista y la derecha (supuestamente) regeneradora. Había una acepción de transversalidad como centrismo político, con un proyecto continuista (en lo económico, social y territorial) que integra el poder económico-financiero y una parte de las capas populares e intenta legitimar una nueva élite gubernamental. Además, buscaba el aislamiento de Podemos y sus aliados, así como apropiarse e inutilizar uno de sus discursos para ampliar su legitimidad: la transversalidad. Como se sabe, ese plan continuista no fructificó; pero sí creó un impacto político y cultural de cierta confusión, que no es descartable que vuelva en el futuro.
No obstante, los hechos son los hechos a través de los que se conforma la experiencia y la cultura de la gente. Con la incorporación de los aparatos socialistas a las políticas gubernamentales de austeridad y dinámicas autoritarias, incumpliendo sus compromisos sociales y democráticos, se resquebraja la función legitimadora de esa deriva centrista, se comprueba la amplia desafección popular y la socialdemocracia profundiza su agotamiento político y discursivo. Y por lo que parece, con la actual crisis política y de liderazgo, la mayoría representada en su comisión gestora persiste en su bloqueo de una salida de cambio progresista y su apoyo a la gobernabilidad de las derechas.
En ese sentido, aparece el otro elemento fundamental para comprender el último proceso político e interrelacionarlo con la lógica de la transversalidad: el conflicto social y cultural y la polarización sociopolítica sobre los que se ha consolidado un amplio campo electoral, una nueva representación política y nuevas capacidades de acción institucional.
Transversalidad popular es oposición progresista al poder establecido
Frente a la deriva autoritaria y regresiva de las élites gobernantes en su gestión de la crisis sistémica (socioeconómica, político-institucional, nacional y europea), se desarrolla un amplio, masivo, democrático y ‘transversal’ movimiento popular progresista en torno a dos ejes principales: más democracia y mayor justicia social (frente al paro, la desigualdad y los recortes). Se reafirman los valores cívicos y democráticos, así como los derechos sociales. En la pugna sociocultural, se configura la actitud sociopolítica de indignación, sobre todo del mundo juvenil, precarizado y con bloqueo de expectativas, y se expresa la protesta social frente a los poderosos (económicos e institucionales). Y, precisamente, lo hace desde la reafirmación progresista en la cultura previa democrática y de justicia social, muy consistente en el tejido asociativo.
La mayoría de las reivindicaciones populares, de carácter social, económico-laboral y cultural, gozan de una amplia legitimidad social, así como las organizaciones cívicas y los movimientos sociales que los articulan. Según encuestas de opinión, han recibido la comprensión y apoyo persistente de dos tercios de la población dinámicas desde el movimiento 15-M, pasando por la Plataforma contra los desahucios, diversas mareas ciudadanas, grandes movilizaciones sociales y múltiples asociaciones voluntarias, hasta el propio movimiento sindical en sus conflictos y huelgas generales contra las reformas laborales. En algunos campos (por ejemplo en defensa de un empleo decente, unas pensiones públicas dignas o una educación con igualdad de oportunidades) el apoyo popular se incrementa aún más.
No obstante esta transversalidad de los apoyos a una acción social progresista, en la que hay que profundizar, frente al poder establecido, es difícil trasplantarla mecánicamente al campo político-electoral, en el que intervienen otras mediaciones, la capacidad de liderazgo y la credibilidad discursiva y representativa. Es otra reflexión pendiente, que solo apuntamos. En las tendencias electorales aparece un campo más próximo, por afinidad política, de crecimiento y expansión del voto a Unidos Podemos y las convergencias.
Nos referimos al voto progresista que está recalando en la abstención, entre ellos el millón perdido entre el 20-D y el 26-J, así como, según las recientes encuestas, el millón que también pierde el PSOE por su crisis política y su giro derechista. Es el horizonte a medio plazo de conseguir el 30% del electorado y cerca de ocho millones de electores lo que aventura otro cambio cualitativo en los equilibrios institucionales. Y aun sin la posibilidad de ‘ganar’ solos el Gobierno y con la necesidad de ampliar acuerdos con otras fuerzas (un nuevo Partido Socialista o parte de él, hoy difícil de prever, o sectores nacionalistas progresistas) es posible avanzar en la expectativa de un Gobierno de progreso y un cambio institucional sustancial que dé paso a una transformación más profunda, socioeconómica y política. Y, en todo caso, consolidar un campo sociopolítico progresista, condicionar la gestión liberal conservadora y acceder a posiciones intermedias de gestión institucional significativas.
Los objetivos sociopolíticos y la expresión democrática de esta ciudadanía activa, con una participación e implicación mayor en los asuntos públicos y la acción colectiva, cuantificada en unos cinco millones de personas, tienen una amplia legitimidad entre la mayoría de la sociedad que alcanza a los dos tercios. Se conforma un electorado indignado y progresista con una experiencia fundamental frente a la clase política gobernante (del PP y del PSOE) y los grandes poderes económicos y con dos objetivos globales: mejora de las condiciones y derechos sociales, económicos y laborales (frente a los recortes y el austericidio), y democratización política, institucional y de la resolución de la cuestión nacional. El resultado, un vuelco en el sistema de representación política con la emergencia de Unidos Podemos, las confluencias y las candidaturas municipalistas.
La transversalidad como centralidad no es centrismo; es ser eje del proceso político a través de la representación y defensa de la mayoría popular con unos valores democrático-igualitarios. No es neutralidad o ambigüedad respecto de las ideas y las prácticas conservadoras, reaccionarias, sexistas o racistas. No es partir del punto intermedio de la cultura de la gente para reproducirla como sentido común. Es reconocer toda la realidad y pluralidad existente, conectar con los mejores valores cívicos de la mayoría ciudadana, proyectar un discurso de progreso e impulsar la transformación social y cultural de la sociedad en un sentido (universal) igualitario y solidario.
Así, este proceso socio-histórico nos da pistas de otro contenido de la palabra transversal. No es centrismo, moderación, equilibrio y mediación entre la derecha y la izquierda gobernantes, que no representan a un sector amplio de la sociedad, o entre la gente (común) y el poder político-económico. Expresa compartir proyectos, posiciones y composición social integradora, pero dentro del campo ‘popular’, de las capas subordinadas, de los de abajo o subalternos, frente a los de arriba, la oligarquía o las clases dominantes (por supuesto, con excepciones y situaciones intermedias).
Ante situaciones desiguales de estatus o de poder no debe haber neutralidad, sino solidaridad, apoyo y reequilibrio de condiciones de la gente en desventaja. Y con el criterio universal de articular la igualdad y la libertad. Por tanto, transversalidad (popular y progresista) tiene un significado sustantivo democrático, igualitario y emancipador, en grados diferentes, pero opuesto a comportamientos, posiciones y actitudes autoritarias, regresivas y dominadoras.
La universalidad se debe combinar con la necesidad social
El concepto de transversal puede y debe reunir componentes ‘universales’ (concepto clásico de la filosofía política) para toda la población. Es la tradición de la ética kantiana que dejó su impronta en la declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero no es una posición intermedia, neutra o ambigua entre esos dos polos del conflicto: igualdad/libertad frente a desigualdad/dominación. Como tampoco lo era ese nuevo código ético universal, todavía de referencia internacional. Se pactó en la ONU (1948) entre EEUU y países europeos y sus aliados del bloque soviético, precisamente, frente a la dinámica y la experiencia del nazi-fascismo, el autoritarismo, el racismo y las dictaduras que asolaron el mundo, antes y durante la segunda guerra mundial. Pretendía evitar la reproducción del autoritarismo con una nueva hegemonía cultural, democrática y de derecho (y en Europa occidental, además, ‘social’, con el Estado de Bienestar).
Es la dinámica que quieren hacer retroceder las fuerzas neoliberales de los poderosos, la gestión regresiva de la crisis socioeconómica por las clases gobernantes y el nuevo populismo derechista, autoritario y xenófobo. Pero ante la imposición de una involución social, económica, política y democrática, para la ciudadanía se revaloriza la importancia de una alternativa de progreso, basada en los valores universales (republicanos) y la reafirmación de las identidades populares ancladas en la cultura de la justicia social y la democracia.
Por tanto, lo transversal, desde una mirada progresista y realista, tampoco debe ser una posición neutra o ambigua entre los dos grandes proyectos políticos o dimensiones ideológicas en pugna, basados en la igualdad y la libertad o en la desigualdad y la dominación, y desarrollados en la historia de estos dos últimos siglos; y, convenientemente actualizado, debe recoger lo mejor de la experiencia y las tradiciones progresistas o liberadoras: la democracia, la emancipación y la igualdad social frente al autoritarismo, la subordinación y la regresión. Se supera la simple lógica de antagonismo político entre amigos/enemigos, difusa en su significado político y limitada e insuficiente para conformar identidad popular y procesos progresistas. Ese esquema procedimental del conflicto, además de matizarlo, se debe combinar y complementar con un contenido sustantivo emancipador, inserto en las mejores experiencias y dinámicas democráticas europeas. Así, se afianza la construcción de nuevos actores (o sujetos) sociales y políticos, populares y cívicos, tras un cambio de progreso.
No cabe compartir, mezclar o ser transversal (neutro o equidistante, según la versión liberal y abstracta) entre las dos estrategias y discursos: por un lado, los derechos humanos y sociales, reduciéndolos a unos mínimos, y, por otro lado, las posiciones autoritarias, opresivas y antisociales. En ese plano ético no hay punto intermedio justo. En ese centro discursivo (aristotélico, liberal o confuciano) no está la virtud. La justicia, en una situación de desigualdad y dominación, está en la defensa de la gente común o el pueblo desde un polo del conflicto político-ideológico, los mejores valores ilustrados o republicanos representativos de la modernidad democrática: igualdad, libertad, solidaridad, laicidad, convivencia intercultural…
Se trata de remover los obstáculos estructurales y las desventajas de la gente normal, la mayoría ciudadana, frente a los privilegios de las capas dominantes, las élites poderosas. No obstante, en este caso, no se defienden solo los intereses o valores de una parte (subordinada o popular), aunque sea mayoritaria y para ella tenga más valor su protección pública. Junto con el estado de derecho, se aplican valores ‘universales’ favorables al conjunto de la ciudadanía (también de los oligarcas, corruptos y delincuentes), aunque incompatibles con las posiciones y dinámicas antidemocráticas y antisociales.
Transversal: diverso e interclasista
Transversal hace referencia a una característica ‘interclasista’, mestiza, plural y diversa, en cuanto a condición socioeconómica, cultural o de sexo, de la base social que se representa o a la que se dirige. Pero, como decíamos, hay que sobreentender la no equidistancia o la no neutralidad entre poder establecido y mayoría ciudadana, entre agentes dominadores y personas y grupos dominados o discriminados. No se trata de reproducir o conservar el orden existente; se trata de cambiarlo.
Dicho de otro modo, transversal como necesaria amplitud sociodemográfica, flexibilidad asociativa o apertura de miras no debe llegar a representar y defender al poder establecido y las élites dominantes. Solamente, en aquello que son sus derechos ‘universales’, civiles y políticos, incluso en aspectos parciales compartidos (por ejemplo la sostenibilidad del planeta, una mínima cohesión social o un interés nacional). Pero existe una diferencia sustancial respecto de su posición de dominio y su papel de control y gestión de los recursos productivos, económicos, culturales e institucionales. Así, sus intereses directos y sus demandas inmediatas, con una dinámica predominantemente regresiva y autoritaria, también condicionan el significado de estos aspectos compartidos, y adquieren, en su mayor parte, un carácter antagónico respecto de los de la mayoría popular y ciudadana.
Por tanto, hay que oponerse a ese poder establecido y no representarlo (como con las puertas giratorias). La centralidad de ese tablero representativo la configura la prioridad por el arraigo, la representación y la defensa de la amplia mayoría popular y subalterna, que podemos cuantificar en el 80% de la población activa (según criterios ‘objetivos’ neomarxistas o neoweberianos). Ahí están las clases trabajadoras, con una posición y estatus de subordinación —incluyendo el precariado, las personas pobres y desempleadas y la mayoría de sectores autónomos—, y las clases medias técnicas y profesionales —o pequeña burguesía, vieja y nueva— estancadas o empobrecidas.
No obstante, hay que recordar (siguiendo las ideas de E. P. Thompson) que un sujeto social (clase, pueblo o nación) se conforma a partir de su experiencia relacional y socio-histórica respecto de los poderosos, su diferenciación cultural y asociativa frente a las dinámicas regresivas, su comportamiento sociopolítico y democrático en defensa de sus intereses y demandas cívicas. Esta nueva experiencia, cultura y actitud progresista de amplias capas populares en España, ante la crisis sistémica iniciada casi ya hace una década, es lo que construye un factor de cambio, reforzado por una nueva representación política e institucional. Representatividad popular, composición transversal y firmeza democrática y solidaria frente al poder establecido permiten a las fuerzas del cambio ocupar una mayor centralidad en el proceso político.
En la sociedad existe una profunda situación de desigualdad social, económica y de poder, de estructuras opresivas, de falta de garantías públicas para la libertad y el bienestar de la población, particularmente, de las capas más desfavorecidas. Una política progresista debe saber combinar un horizonte universalista (o transversal) en los derechos y garantías para todos y todas y unas medidas reequilibradoras o compensatorias frente a la desigualdad y la discriminación de capas significativas y mayoritarias de la población subalterna. Debe combinar la ciudadanía social universal con el impacto específico o las políticas adecuadas a las distintas ‘necesidades sociales’. Es lo que se aplica en los derechos sociales, como el de la sanidad o la vivienda; o los criterios para defender un plan de emergencia social o unas rentas sociales. El objetivo o resultado a conseguir es la mayor igualdad de posiciones, estatus y capacidades (más completa que la de oportunidades), el empoderamiento cívico, la no-dominación. Y ello de forma transversal, sin discriminación de sexo, etnia, condición social u orientación política, sexual o cultural y, en particular, sin clientelismo político o corrupción.
En definitiva, la transversalidad es un enfoque positivo y sugerente para la ampliación de la base social y electoral de las fuerzas del cambio y su desarrollo discursivo, programático y sociopolítico. Se trata de avanzar en un marco unitario y constructivo de debate y definición programática y estratégica y evitar su uso simplificado como bandera para conformar lealtades orgánicas. Pero exige un esfuerzo suplementario para aclarar los malentendidos, huir del fetichismo de la eficacia de su simple enunciación y afinar el análisis de la complejidad de sus diversos componentes y relaciones. Entre ellos su combinación con el otro elemento fundamental para una estrategia progresista: la apuesta por el cambio, por la oposición a las dinámicas regresivas y autoritarias y en favor de los derechos humanos y sociales, de la democracia y la igualdad.
[Antonio Antón es profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. @antonioantonUAM]
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12 /
2016