La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Josep Fontana
La Revolución rusa y nosotros
Este texto es la conferencia —traducida— dada por Josep Fontana en la Universitat Autónoma de Barcelona (UAB) el 24 de octubre de 2016, en el marco de unas jornadas sobre la Revolución rusa.
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Hacia 1890 los partidos socialistas europeos, agrupados en la Segunda Internacional, habían abandonado la ilusión revolucionaria y defendían una vía reformista que les tenía que llevar a integrarse en los parlamentos burgueses, confiando en que un día podrían acceder al poder en través de las elecciones y que desde allí procederían a transformar la sociedad. De esta manera los partidos socialistas alemán, italiano, español, francés, que mantenía todavía el nombre de sección francesa de la Internacional Obrera, o el laborismo británico optaron por una política reformista, aunque conservaran la retórica revolucionaria del marxismo para no desconcertar a sus seguidores obreros, que debían seguir creyendo que sus partidos luchaban por una transformación total de la sociedad.
La contradicción entre retórica y praxis estalló con motivo de la proximidad de la Gran Guerra de 1914. En el congreso que la Internacional socialista celebró en Basilea en noviembre de 1912 se proclamó que «era el deber de las clases obreras y de sus representantes parlamentarios […] realizar todos los esfuerzos posibles para prevenir el inicio de la guerra» y que, si ésta finalmente empezaba, debían intervenir para que terminara rápidamente y «utilizar la crisis económica y política causada por la guerra para sublevar el pueblo y acelerar la caída del gobierno de la clase capitalista «. El congreso proclamaba, además, su satisfacción ante «la completa unanimidad de los partidos socialistas y los sindicatos de todos los países en la guerra contra la guerra», y llamaba «a los trabajadores de todos los países a oponer el poder de la solidaridad internacional del proletariado al imperialismo capitalista «.
Pero en la tarde del 4 de agosto de 1914 tanto los socialistas alemanes, que habían organizado actos contra la guerra hasta unas semanas antes, como los franceses aprobaron de manera entusiasta en sus respectivos parlamentos la declaración de la guerra y votaron los créditos necesarios para iniciarla. El Partido Socialdemócrata alemán, además, aceptó una política de tregua social que comportaba los compromisos de no criticar al gobierno y de pedir a los obreros que no hicieran huelgas mientras durase la guerra. En cuanto a los laboristas británicos, no sólo aprobaron la guerra, sino que acabaron integrándose en un gobierno de coalición.
En Rusia las cosas fueron de otra manera, ya que su partido socialdemócrata, dividido en las dos ramas de mencheviques y bolcheviques, no solamente no tenía representación en el parlamento, sino que era perseguido por la policía. A comienzos de 1917 los bolcheviques tenían algunos de sus dirigentes desterrados a Siberia, como Stalin y Kamenev, mientras otros vivían en el exilio, como Lenin, que se había instalado en Suiza, en la ciudad de Zúrich, mientras Trotsky se encontraba entonces en Nueva York.
Cuando en febrero de 1917 comenzó la revolución en Petrogrado, lo hizo sin la presencia de los jefes de los partidos revolucionarios para dirigirla, en un movimiento impulsado por un doble poder, el de los consejos o soviets de los trabajadores y de los soldados por un lado, y el del Comité provisional del parlamento por otro, que se pusieron de acuerdo para establecer un gobierno provisional y para aplazar los cambios políticos hasta la celebración, en noviembre siguiente, de una Asamblea constituyente elegida por sufragio universal.
Cuando el 3 de marzo el gobierno provisional concedió una amnistía «para todos los delitos políticos y religiosos, incluyendo actos terroristas, revueltas militares o crímenes agrarios», Stalin y Kamenev volvieron de Siberia y se encargaron de dirigir Pravda, el periódico de los bolcheviques, donde defendían el programa de continuar la guerra y convocar una Asamblea constituyente, de acuerdo con la mayoría de las fuerzas políticas rusas.
A principios de abril volvía de Suiza Vladimir Lenin, que había podido viajar gracias a que el gobierno alemán, que quería ver Rusia fuera de la guerra, le ayudó a ir en tren hasta la costa del Báltico, desde donde pasar a Suecia y a Finlandia para llegar finalmente, en otro tren, en Petrogrado.
Para entender la acción de los alemanes hay que recordar que en estos primeros meses de 1917 se produjo la crisis con Estados Unidos, que condujo a que estos declararan la guerra a Alemania el 6 de abril. Fueron los alemanes los que le propusieron el viaje, y Lenin presentó exigencias antes de aceptarlo, como que los vagones que lo llevaran a través de Alemania con la treintena de exiliados rusos que le acompañaba tuvieran el status de entidad extraterritorial. A Trotsky, en cambio, los británicos lo detuvieron mientras volvía y no llegó a Petrogrado hasta un mes más tarde.
En la recepción que los bolcheviques le organizaron el 3 de abril en la estación de Finlandia, Lenin dijo, desde la plataforma del vagón: «El pueblo necesita paz, el pueblo necesita pan, el pueblo necesita tierra. Y le dan guerra, hambre en vez de pan, y dejan la tierra a los terratenientes. Debemos luchar por la revolución social, luchar hasta el fin, hasta la victoria completa del proletariado». A lo que añadió aún: «Esta guerra entre piratas imperialistas es el comienzo de una guerra civil en toda Europa. Uno de estos días la totalidad del capitalismo europeo se derrumbará. La revolución rusa que habéis iniciado ha preparado el camino y ha comenzado una nueva época. ¡Viva la revolución socialista mundial!»
Este discurso fue mal recibido por los bolcheviques presentes en la estación y fue rechazado en las primeras votaciones de los órganos del partido. Se habían acostumbrado a la idea de apoyar una revolución democrática burguesa como primera etapa de un largo trayecto hacia el socialismo, a la manera que lo planteaban los partidos socialdemócratas europeos, y querer ir a continuación más allá les parecía una aventura condenada al fracaso.
Lo que planteaba Lenin no se reducía al lema de «paz, tierra y pan»; no era solamente un programa para terminar la guerra de inmediato y a cualquier precio, y para entregar la tierra a los campesinos. En la base de esta propuesta había un planteamiento mucho más radical, que lo llevaba a sostener que, ante los avances logrados desde febrero y de la existencia de los soviets como órganos de ejercicio del poder, no tenía ningún sentido optar por una república parlamentaria burguesa sino que tenían que ir directamente a un sistema en el que todo el poder estuviera en manos de los soviets, que se encargarían de ir aboliendo todos los mecanismos de poder del estado —la policía, el ejército, la burocracia…— iniciando así el camino hacia su desaparición, que iría seguida de la desaparición paralela de la división social en clases.
Lenin reproducía la crítica de la vía parlamentaria que Marx había hecho en 1875 en la Crítica del programa de Gotha, un texto que los socialdemócratas alemanes mantuvieron escondido durante muchos años, donde rechazaba la idea de avanzar hacia el socialismo a través del «Estado libre» como una especie de etapa de transición, y sostenía: «Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista está el período de transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este periodo le corresponde también un período político de transición en el que el estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado».
¿Cómo debía hacerse esta transición? Es difícil de definir porque ningún partido socialista se había planteado seriamente qué hacer una vez llegados al poder, porque la perspectiva de conseguirlo parecía lejana. El único modelo existente era el de la Commune de París de 1871 y había durado demasiado poco como para haber establecido unas reglas orientativas.
Lo que proponía Lenin lo podemos saber a través de lo que decía en El estado y la revolución, en el que denunciaba las mentiras del régimen parlamentario burgués donde todo (las reglas del sufragio, el control de la prensa, etc.) contribuía a establecer «una democracia sólo para los ricos», y preveía la extinción del estado en dos fases. En la primera el estado burgués sería reemplazado por un estado socialista basado en la dictadura del proletariado.
La segunda fase surgiría de la extinción gradual del estado, y conduciría a la sociedad comunista. Durante esta transición los socialistas debían mantener el control más riguroso posible sobre el trabajo y el consumo; un control que sólo podía establecerse con la expropiación de los capitalistas, pero que no debía conducir a la formación de un nuevo estado burocratizado, porque el objetivo final era justamente ir hacia una sociedad en la que no habría «ni división de clases, ni poder del estado».
No es cosa de explicar aquí la historia, bastante conocida, de cómo los bolcheviques llegaron al poder y cómo empezaron a organizar una transición al nuevo sistema.
Lo que me interesa recordar es que el 7 de enero de 1918 Lenin confiaba en que, tras un período en el que habría que vencer la resistencia burguesa, el triunfo de la revolución socialista sería cosa de meses.
A desengañarlo vino una llamada «guerra civil», en el que participaron, apoyando a varios enemigos de la revolución, hasta trece países diferentes, y que tuvo para el nuevo estado de los bolcheviques un coste de ocho millones de muertes , entre víctimas de los combates, del hambre y de las enfermedades, además de conllevar la destrucción total de la economía. Una situación que obligaba a aplazar indefinidamente la implantación de la nueva sociedad.
Es en este momento, superada la guerra civil, cuando esta historia da un giro. Lloyd George, el jefe del gobierno británico, fue el primero en darse cuenta de que la idea de conquistar la Rusia soviética para liquidar la revolución era inútil, además de insuficiente. La lucha contra la revolución cambiaría entonces de carácter, al pasar del escenario ruso a lograr un alcance mundial. Lo que se necesitaba era combatir a escala universal la influencia que las ideas que habían inspirado la revolución soviética ejercían sobre los diversos grupos y movimientos que todo el mundo las tomaban como modelo en sus luchas.
El enemigo que se pasó entonces a combatir con el nombre de comunismo no era el estado soviético, ni siquiera los partidos comunistas de la Tercera Internacional, que hasta los años treinta no pasarían de ser pequeños grupos sectarios de escasa influencia. El enemigo era inmenso, indefinido y universal, nacido no de la observación de la realidad, sino de los miedos obsesivos de los políticos que les hacían ver el comunismo detrás de cualquier huelga o de cualquier protesta colectiva. Como, por ejemplo, de una huelga de los descargadores de los puertos de la costa del Pacífico de Estados Unidos que movió a Los Angeles Times a asegurar que aquello era «una revuelta organizada por los comunistas para derribar el gobierno» y a pedir, en consecuencia, la intervención del ejército para liquidarla. Ejemplos como este se pueden multiplicar en los más diversos momentos y en los más diversos escenarios.
Desde ese momento la lucha contra la revolución comunista se transformó en un combate que nos afectaba y nos implicaba a todos. La segunda república española, por ejemplo, que aparecía en 1931 en el escenario internacional cuando en la mayor parte de Europa la inquietud social se iba resolviendo con dictaduras de derecha, fue recibida con hostilidad por los gobiernos de las grandes potencias. El embajador estadounidense en Madrid, por ejemplo, informaba al departamento de Estado el 16 de abril de 1931, a los dos días de la proclamación de la República, en los siguiente términos: «el pueblo español, con su mentalidad del siglo XVII, cautivado por falsedades comunistoides, ve de repente una tierra prometida que no existe. Cuando les llegue la desilusión, se tumbarán ciegamente hacia lo que esté a su alcance, y si la débil contención de este gobierno deja paso, la muy extendida influencia bolchevique puede capturarlos «.
No importaba que los mensajes posteriores revelaran que el embajador ignoraba incluso quienes eran los dirigentes republicanos. En una semblanza del gobierno que enviaba a Washington esos mismos días dice, por ejemplo, de Azaña: «no encuentro ninguna referencia de parte de la embajada. El agregado militar se refiere a él como un asociado a Alejandro Lerroux. Aparentemente un «republicano radical». Lo ignoraba todo de los republicanos, pero el de la «influencia bolchevique» sí lo tenía claro.
De nuevo en 1936, al producirse el levantamiento militar en España, las potencias europeas optaron por dejar indefensa la república española ante la intervención de alemanes e italianos con hombres, armas y aviones, por temor a un contagio comunista que en 1936 no existía en absoluto.
Mientras tanto el estado soviético, bajo la dirección de Stalin, vivía con el miedo de ser agredido desde fuera y invertía en armas para su defensa unos recursos que podían haber servido para mejorar los niveles de vida de sus ciudadanos. Pero la peor de las consecuencias de este gran temor fue que degenerara en un pánico obsesivo a las conspiraciones interiores que creían que se estaban preparando para colaborar con algún ataque desde el exterior destinado a acabar con el estado de la revolución. Un miedo que fue responsable de las más de setecientas mil ejecuciones que se produjeron en la Unión Soviética de 1936 a 1939. La orden 00447 de la NKVD, de 30 de julio de 1937, «sobre la represión de antiguos kulaks, criminales y otros elementos antisoviéticos» afectó sobre todo a ciudadanos ordinarios, campesinos y trabajadores que no estaban implicados en ninguna conspiración, ni eran una amenaza para el estado. Y aunque los sucesores de Stalin no volvieron nunca a recurrir al terror en esta escala, conservaron siempre un miedo a la disidencia que hizo muy difícil que toleraran la democracia interna.
Consiguieron así salvar el estado soviético, pero fue a costa de renunciar a avanzar en la construcción de una sociedad socialista. El programa que había nacido para eliminar la tiranía del estado terminó construyendo un estado opresor.
A pesar de todo, fuera de la Unión Soviética, en el resto el mundo, la ilusión generada por el proyecto leninista siguió animando durante muchos años las luchas del otro «comunismo», y obligó a los defensores del orden establecido a buscar nuevas formas de combatirlo.
Terminada la segunda guerra mundial, la coalición que encabezaba y dirigía Estados Unidos organizó una lucha sistemática contra el comunismo, tal como ellos la entendían, que abarcaba todo lo que pudiera representar un obstáculo al pleno desarrollo de la «libre empresa» capitalista , preferiblemente estadounidense.
La campaña tenía ahora una doble vertiente. Por un lado mantenía una ficción, la de la guerra fría, que se presentaba como la defensa del «mundo libre», integrado en buena medida por dictaduras, contra una agresión de la Unión Soviética, que se presentaba como inevitable. Todo era mentira; lo era que los soviéticos hubieran pensado en una guerra de conquista mundial, ya que desde Lenin acá tenían muy claro que la revolución no se podía hacer más que desde el interior de los mismos países. Como también era mentira que los estadounidenses se prepararan para destruir la Unión Soviética preventivamente. Pero estas dos mentiras convenían a los estadounidenses para mantener disciplinados sus aliados, la primera, y atemorizados y ocupados los soviéticos en preparar su defensa, la segunda.
«Lo peor que nos podría pasar en una guerra global, decía Eisenhower en privado, sería ganarla. ¿Qué haríamos con Rusia si ganábamos?» Y Ronald Reagan se sorprendió en 1983 cuando supo que los rusos temían realmente que los fueran a atacar por sorpresa y escribió en su diario: «Les deberíamos decir que aquí no hay nadie que tenga intención de hacerlo. ¿Qué demonios tienen que los demás pudiéramos desear?». Se sorprendía que no hubieran descubierto el engaño, como lo hicieron, demasiado tarde, en 1986, cuando Gorbachov decidió abandonar la carrera de los armamentos porque, decía, «nadie nos atacará aunque nos desarmemos completamente».
La finalidad real de la segunda vertiente de estos proyecto, que se presentaba como una cruzada global contra el comunismo, era luchar contra la extensión de las ideas que pudieran oponerse al desarrollo del capitalismo. El objetivo no era defender la democracia, sino la libre empresa: Mossadeq no fue derribado en Irán porque pusiera en peligro la democracia, sino porque convenía a las compañías petroleras; Lumumba no fue asesinado para proteger la libertad de los congoleños, sino la de las compañías que explotaban las minas de uranio de Katanga, de donde había salido el mineral con el que se elaboró la bomba de Hiroshima.
Y cuando el combate no se hacía para defender unos intereses puntuales y concretos, sino en términos generales para salvar la libertad de la empresa, los resultados todavía podían ser más nefastos. Uno de los peores crímenes del siglo fue el que llevó a matar tres millones doscientos mil campesinos vietnamitas argumentando que se disponían a iniciar la conquista de Asia. No se fue a Vietnam a defender la democracia, porque lo que había en Vietnam del sur era una dictadura militar.
La mentira fundacional de aquella guerra la denunció crudamente John Laurence, que fue corresponsal de la CBS en Vietnam entre 1965 y 1970, con estas palabras: «Hemos estado matando gente durante cinco años sin otro resultado que favorecer a un grupo de generales vietnamitas ladrones que se han hecho ricos con nuestro dinero. Esto es lo que hemos hecho realmente. ¿La amenaza comunista? ¡Y una puñeta! […] Nos hemos metido tan a fondo que no podíamos salir, porque parecería que habíamos perdido. Es una locura. No ganaremos, eso lo sabe todo el mundo. Pero no lo admitiremos y volveremos a casa, seguiremos matando a la gente, miles y miles de personas, incluyendo a los nuestros».
Por eso resultan tan reveladoras de la confusa naturaleza de la lucha anticomunista las palabras que pronunció Obama recientemente, glorificando los hombres que fueron a Vietnam, según él: «avanzando por junglas y arrozales, entre el calor y las lluvias, luchando heroicamente para proteger los ideales que reverenciamos como americanos». ¿Cuáles eran esos ideales?
No había tampoco ninguna conjura comunista en los países de América Central que fueron devastados por las guerras sucias de la CIA. Lo reconoció el Senado de Estados Unidos en 1995 cuando denunció que los supuestos subversivos que habían sido asesinados allí eran en realidad «organizadores sindicales, activistas de los derechos humanos, periodistas, abogados y profesores, la mayoría de los cuales estaban ligados a actividades que serían legales en cualquier país democrático «. Una guerra sucia que continúa aún hoy, cuando en Honduras las bandas organizadas por el gobierno y por las empresas internacionales interesadas en la explotación de sus recursos naturales siguen matando, con la tolerancia y protección de Estados Unidos, dirigentes campesinos que defienden la propiedad colectiva de las tierras y las aguas: como Berta Cáceres, asesinada el 3 de marzo de este año, por instigación de la empresa holandesa que patrocina el proyecto de Agua Zarca, o como José Ángel Flores, presidente del Movimiento Unificado de Campesinos del Aguán, asesinado el 18 de octubre de 2016.
El silencio ante la brutalidad de todas estas guerras lo denunció Harold Pinter en el discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, en 2005, cuando sostenía que Estados Unidos, implicado en una campaña por el poder mundial, había conseguido enmascarar sus crímenes, presentándose como «una fuerza para el bien mundial».
Mientras Estados Unidos defendía la libre empresa, y mientras los países del «socialismo realmente existente» fracasaban en estos años de la posguerra en el intento de construir una sociedad mejor, fue el otro «comunismo» en su conjunto, en la difusa y vaga acepción que habían creado los miedos de sus enemigos, lo que consiguió un triunfo a escala global del que nos hemos beneficiado todos.
Y es que el miedo que generaba este comunismo global, no por su fuerza militar, sino por su capacidad de inspirar a todo el mundo las luchas contra los abusos del capitalismo, combinada con la evidencia de que la represión no era suficiente para detenerlo, forzaron a los gobiernos de occidente a poner en marcha unos proyectos reformistas que prometían alcanzar los objetivos de mejora social sin recurrir a la violencia revolucionaria. Es este miedo a la que debemos las tres décadas felices de después de la segunda guerra mundial con el desarrollo del estado del bienestar y con el logro de niveles de igualdad en el reparto de los beneficios de la producción entre empresarios y trabajadores como nunca se habían alcanzado antes.
El problema fue que cuando el «socialismo realmente existente» mostró sus límites como proyecto revolucionario, a partir de 1968, cuando en París renunció a implicarse en los combates en la calle, y cuando en Praga aplastó las posibilidades de desarrollar un socialismo con rostro humano, los comunistas perdieron esa gran fuerza que Karl Kraus valoraba por encima de todo cuando decía «que Dios nos conserve para siempre el comunismo, porque esta chusma —la de los capitalistas— no se vuelva aún más desvergonzada […] y porque, al menos, cuando se acuesten tengan pesadillas».
Desde mediados de los años setenta del siglo pasado esta chusma duerme tranquila por las noches sin temer que sus privilegios estén amenazados por la revolución. Y ha sido justamente eso lo que les ha animado a recuperar gradualmente, no sólo las concesiones que habían hecho en los años de la guerra fría, sino incluso buena parte de las que se habían ganado antes, en un siglo y medio de luchas obreras. El resultado ha sido este mundo en que vivimos hoy, en que la desigualdad crece de manera imparable, con el estancamiento económico como daño colateral.
En estos momentos en que se aproxima el centenario de la revolución de 1917, volveremos a oír repetidas las descalificaciones habituales sobre aquellos hechos. Unas condenas que a algunos les parecen más necesarias que nunca en unos momento en que, según un informe de 17 de octubre de 2016 de la Victims of Communism Memorial Foundation no solo resulta que los jóvenes estadounidenses de 16 a 20 años, los «millennials», lo ignoran todo sobre aquella historia, sino que, y esto es más alarmante, casi la mitad se declaran dispuestos a votar a un socialista, y un 21 por ciento hasta a un comunista; la mitad piensan que «el sistema económico les es contrario» y un 40 por ciento querrían un cambio total que asegurara que los que ganan más pagaran de acuerdo con su riqueza. Todo lo cual lleva a la fundación a reclamar desesperadamente a que se enseñe a los jóvenes la siniestra historia «del sistema colectivista».
Yo pienso que nosotros necesitamos otro tipo de conmemoración, que nos permita, por un lado, recuperar la historia de aquella gran esperanza frustrada en su dimensión más global, que encierra también nuestras luchas sociales.
Pero que nos lleve a más, por otra parte, a reflexionar sobre algunas lecciones que los hechos de 1917 pueden ofrecernos en relación con nuestros problemas del presente. Porque resulta interesante comprobar que cuando un estudioso del capitalismo global contemporáneo como William Robinson se refiere a la crisis actual llega por su cuenta a unas conclusiones con las que habría estado de acuerdo Lenin: que la reforma no es suficiente —que la vieja vía de la socialdemocracia está agotada— y que uno de los obstáculos que hay que superar es justamente el del poder de unos estados que están hoy al servicio exclusivo de los intereses empresariales. Para acabar concluyendo que la sola alternativa posible al capitalismo global de nuestro tiempo es un proyecto popular transnacional, que va a ser el equivalente de la revolución socialista mundial que invocaba Lenin en abril de 1917 cuando bajó del tren en la estación de Finlandia.
Las fuerzas que deberían construir este proyecto popular serán seguramente muy diferentes de los partidos tradicionales del pasado. Serán fuerzas como las que hoy surgen de abajo, de las experiencias cotidianas de los hombres y las mujeres. Del tipo de las que se están constituyendo a partir de las luchas de los trabajadores de Sudáfrica o los indígenas de Perú contra las grandes compañías mineras internacionales, de las de los zapatistas que reivindican una rebeldía «desde abajo y a la izquierda» , de los guerrilleros kurdos de Kurdistán sirio que quieren construir una democracia sin estado, los maestros mexicanos que se manifiestan en defensa de la educación pública, los campesinos de muchos países que no militan en partidos, sino en asociaciones locales como el Movimiento Unificado de campesinos del Aguán, que presidía José Ángel Flores: unas asociaciones que se integran en otros de nivel estatal, como el Consejo de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras, que dirigía Berta Cáceres, que a su vez lo hacen en una gran entidad transnacional como es Vía Campesina. Estas fuerzas no representan todavía, ni solas ni todas sumadas, una amenaza para el orden establecido, pero anuncian las posibilidades futuras de un gran despertar colectivo.
El camino que tienen por delante, si quieren escapar de este futuro de desigualdad y empobrecimiento que nos amenaza a todos, es bastante complicado. El fracaso de la experiencia de 1917 muestra que las dificultades son muy grandes; pero pienso que nos ha enseñado también que, a pesar de todo, había que probarlo y que intentarlo de nuevo quizás valdrá la pena.
[Fuente: Sinpermiso. Trad. de Daniel Raventós]
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11 /
2016