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Albert Recio Andreu

Trump, Castro y nosotros

I

La victoria electoral de Donald Trump y el fallecimiento de Fidel Castro son acontecimientos desconectados entre sí. Han ocurrido en un mismo plazo de tiempo por mera casualidad. Pero ambos apelan, de forma totalmente distinta, a los problemas actuales de la izquierda. Ambos nos preguntan por cómo vamos a actuar en los próximos años. Ambos nos hablan de fracasos, impotencias y de dificultades en las políticas emancipatorias. Y por eso me tomo la osadía de comentarlos conjuntamente. 

II

El resultado de las presidenciales norteamericanas son un paso más hacia la barbarie. Quienes ahora minimizan la importancia del radicalismo de Trump y confían en que el “establishment” le pondrá seso, parecen ignorar el legado de anteriores presidentes, especialmente el de Bush hijo, y supervaloran el sentido de contención del “establishment”. La inacabada guerra mundial, que se desarrolla sobre todo en suelo de Oriente Próximo y Afganistán, y sus secuelas de desplazamientos masivos de personas en busca de refugio o la oleada de terrorismo yihadista que ha generado sufrimiento en muchos países, son sin duda la secuela más terrorífica de aquella política (sin contar que a este legado de terror han contribuido otros elementos de tipo local o regional). Y fueron estas mismas élites sociales las que propiciaron las políticas de desregulación financiera que nos condujo de cabeza a la crisis y las que impusieron las políticas de austeridad. Tan solo con que Trump imponga una cuarta parte de sus propuestas, las posibilidades de empeorar sustancialmente las cosas están ahí, y apuntan en muchas direcciones: políticas racistas, machistas, xenófobas, antiobreras…

No acierto a ver en las propuestas de política económica el pálpito keynesiano que algunos vislumbran. Es dudoso que el neoproteccionismo signifique la vuelta de la industria, y en cambio es mucho más probable que las rebajas de impuestos a los ricos (y el programa privatizador de construcción de carreteras) signifique no sólo mayores desigualdades sino también nuevas oportunidades de burbujas especulativas. Y es seguro que si se imponen las nuevas políticas energéticas del lobby petrolero estaremos dando nuevos pasos hacia la catástrofe ecológica. En este sentido, Trump significa una nueva vuelta de tuerca en una derechización creciente de la política americana iniciada con  la premonitoria candidatura de Barry Goldwater en 1964 (sólo obtuvo 50 votos presidenciales, todos en el Sur más conservador) y consolidada después con Reagan, los Bush y el “tea party”. La izquierda del momento, que tomó a choteo el fracaso de Goldwater, no supo advertir que se empezaba a enfrentar a un proceso de mucha mayor profundidad  que acabaría trayendo el neoliberalismo primero y nos conduciría a la actual situación de auge del radicalismo conservador.

Hay un análisis reconfortante para la izquierda sobre por qué ha ganado Trump. Contiene una parte de verdad, aunque a mi entender se deja en el tintero cuestiones cruciales. Lo cierto es que el triunfo de Trump posiblemente entierra definitivamente la “tercera vía” y es, al mismo tiempo, un efecto del modelo de globalización y de políticas económicas y sociales impuestas durante los últimos años. La gente pobre está harta de cierres de fábricas, desempleo de larga duración, precariedad laboral, pobreza. Y acaba votando a un candidato fuerte con un programa conservador que promete generación de empleo para los nativos. Y, también, una parte de esta misma clase trabajadora ha dejado de movilizarse electoralmente porque está desencantada con las políticas llevadas a cabo por sus tradicionales representantes (en este caso resulta evidente que Hillary Clinton era alguien demasiado desgastado y demasiado próximo a las élites financieras para generar entusiasmo entre sus potenciales votantes).

Todo ello es cierto, pero demasiado simplista. Por un lado, podría parecer, en base a este diagnóstico, que basta con que la izquierda ofrezca un verdadero programa anti-liberal para reanimar a sus bases potenciales. Y por el otro, que toda la responsabilidad del giro electoral se debe a que la clase obrera ha sido abducida por una falsa promesa de empleo mediante un populista discurso anti-globalización. Esta es una explicación especialmente apreciada por los progresistas bienestantes que siempre han mirado con  cierto desprecio a la clase obrera real. Al simplismo de la explicación se suma un cierto deje clasista.

Hay varias cuestiones que exigen matizar esta explicación. En primer lugar, es cierto que se ha combinado desmovilización y cambio de orientación del voto obrero, pero esta ni ha sido tan radical como se explica ni hubiera sido suficiente para el cambio. Analizando lo ocurrido en los cuatro estados que han sido claves para decantar el resultado final (Pennsylvania, Ohio, Michigan y Wisconsin) se observa una regularidad persistente: Clinton ganó en los condados de las grandes áreas urbanas (Philadelphia, Scranton, Pittsburg, Cleveland, Cincinnati, Columbus, Toledo, Detroit, Flint, Lansing, Milwaukee, Madison) y perdió en el resto. Más que en las áreas urbanas de clase obrera, donde se decidió el giro electoral fue en las pequeñas y medianas ciudades donde impera una cultura local conservadora (y donde el cierre de alguna planta fabril ha generado un trauma catastrófico). El espacio social en el que se desenvuelven las personas influye también en sus percepciones y valores, y estos resultados apuntan a que las respuestas reaccionarias a los problemas de la gente tienen mayores oportunidades allí donde el ambiente está impregnado de valores tradicionales. Con ello no pretendo reducir el tema a una contraposición urbe cosmopolita–campo conservador (incluido el industrializado), sino sugerir que las respuestas que da la gente a sus problemas están mediatizadas por el medio social en el que viven. Y que, por tanto, la izquierda debe pensar en una intervención global, sostenida, bien adaptada en los diferentes espacios. Pensar una intervención comunitaria que haga florecer respuestas alternativas a las crisis generadas por el capital.

Trump ha ganado además porque ha contado con muchos medios, con una estrategia comunicativa bien orientada para sus intereses, y con la importante base que supone la gente organizada en comunidades religiosas conservadoras e instituciones reaccionarias. Lo que a la gente le lleva a votar reaccionario no es sólo el bolsillo, es también tener la cabeza dominada por ideas, valores o actitudes reaccionarias. Y esto nos obliga no sólo a pensar en términos de alternativa económica, sino también en términos de valores, de cultura y de relaciones sociales. Nos obliga a salir del estrecho economicismo que propagó la versión más cutre de la tradición comunista y actuar en planos diversos y combinados. Es cierto que también en eso la derecha nos lleva ventaja, no sólo con las consolidadas organizaciones a las que me he referido anteriormente, también con los mensajes subliminales que a diario recibimos de los medios de comunicación (incluyendo muchos de los nuevos). Por ello, también es necesario entender que sólo con respuestas económicas no basta. Y que una izquierda que promueva una multiplicidad de formas de acción social, de generación de comunidad, tiene mayores posibilidades de consolidar una base social suficiente.

III

Si la victoria de Trump expresa una nueva fase de consolidación del proyecto reaccionario de la derecha, el fallecimiento de Fidel Castro constituye un episodio terminal de la historia fallida del que para entendernos podemos llamar “experimento soviético”. Mucha gente de izquierdas llora hoy a Fidel Castro. Seguramente porque con todos sus defectos y fracasos fue una persona más íntegra y compleja que otros presuntos revolucionarios. La Cuba de Fidel no es el gulag norcoreano, ni Fidel Castro un corrupto como Ortega. Fidel representó para mucha gente la utopía, una utopía de habla hispana. Y, a pesar de que la imagen de este modelo se ha ido degradando, nunca ha llegado a perder del todo un pálpito de rebelión. Quizás porque para mucha gente lo que cuenta es que, al menos, en Cuba se han garantizado algunos derechos básicos como la sanidad o la educación, y a pesar de que la gestión económica nunca ha garantizado la soberanía alimentaria, se han evitado al menos las hambrunas que han azotado a muchos países pobres.

Pero esto, por sí mismo, ni garantiza que el modelo cubano pueda sobrevivir por mucho tiempo, ni que sea interesante como modelo a seguir. Ni en lo económico, ni en el campo de las libertades políticas, ni en lo social. Al fin y al cabo, la revolución cubana acabó convirtiéndose en una continuación de un modelo soviético en el que se combinó una gestión económica de tipo burocrático con un modelo político autoritario (sin llegar a la brutalidad de las purgas estalinistas), que ha impedido el desarrollo de una sociedad democráticamente madura y ha reprimido cuestiones que ninguna sociedad digna debería reprimir, como la homosexualidad o la libertad creativa. Es cierto que el cerco norteamericano condicionó la política cubana, y favorecieron que acabaran siendo súbditos del modelo soviético. Pero el cerco no explica los errores propios ni permite obviar que la combinación de burocratismo y autoritarismo forman parte de un modelo de pensamiento bastante implantado en una parte de la izquierda.

Por ello, el mayor homenaje que puede hacerse a los valores revolucionarios que encarnaron personas como Fidel Castro o el Che Guevara no es mitificar una experiencia fallida (hace muchos años un amigo mío publicó con el seudónimo Antonio Castaños un breve análisis que tildó a estos experimentos como prehistoria del comunismo), sino tratar de elaborar un proyecto que supere los defectos detectables en aquella experiencia. Creo que hay al menos  en dos planos donde esto es evidente. De una parte, el de la gestión económica. La pretensión de un modelo social donde una burocracia ilustrada planifica toda la actividad económica de la sociedad ha resultado tan utópica como su rival (la utopía del mercado completamente competitivo sin monopolios ni externalidades). De otra, la cuestión de las libertades resulta crucial en planos tan diversos como la sexualidad, los modelos de relación personal, la capacidad de organización, de crítica, de creación. Competir con la irracionalidad (y al mismo tiempo el atractivo) de la dictadura del consumismo, desarrollar una sociedad con sensibilidad medioambiental (y por tanto con sentido de la autocontención), sólo parece factible si la gente entiende que lo que “pierde” en términos de utopía consumista lo compensa con capacidad de actuar en otros planos. El modelo soviético trató de construir un hombre nuevo en base a la burocracia y la disciplina, y allí generó un sufrimiento innecesario y acabó por engendrar una sociedad que se mostró incapaz tanto de dejarse seducir por el escaparate consumista como para autoorganizarse frente al expolio a que fue sometida en la transición hacia el capitalismo (lo cuentan nítidamente las personas entrevistas por Svetlana Aleksiévich en “El fin del “Homo sovieticus””). Y no parece que el pueblo cubano esté preparado para eludir una salida diferente.

IV

Los dos acontecimientos nos enfrentan a dos graves dilemas: el peligro de la barbarie y el sentimiento de fracaso de un proyecto utópico. Por eso, estar a la altura de las circunstancias nos obliga a dos tareas de elaboración y reflexión colectiva. Cómo construir una política a corto, medio y largo plazo que nos aleje de la barbarie (pero tomando como punto de partida la realidad actual). Una política de larga visión que contemple las propuestas, pero también las formas de organización, de construcción de las visiones del mundo, del debate social. Y, al mismo tiempo, articular, a partir del conocimiento existente, de los brotes de nuevas ideas, una propuesta de sociedad alternativa que realmente supere en eficiencia social, libertad, igualdad y gestión ecológica a las sociedades realmente existentes. No son retos fáciles. Pero son absolutamente necesarios para respirar en un mundo donde lo que parecía impensable está tomando peligrosos visos de convertirse en el horizonte inmediato.

30 /

11 /

2016

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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