La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Rosa Ana Alija Fernández
Sobre el “no” al acuerdo de paz en Colombia: ¿una amnistía inaceptable?
El 2 de octubre de 2016 los colombianos estaban llamados a votar en plebiscito su aval al acuerdo de paz con las FARC. Tanto del hecho de que el gobierno lo sometiera a plebiscito (algo que no tenía por qué hacer, salvo para dotarlo de una mayor legitimidad) como de su reacción en las horas siguientes a conocerse el resultado, reconociendo que no tenía un plan B, salta a la vista que había dado por hecho que ganaría el “sí”. Cuando menos, había facilitado que así ocurriera situando el umbral mínimo de votos necesarios para que el acuerdo se aprobara en el 13% del censo electoral. Y sin embargo, ganó el “no” expresado por un 50,21% de los votantes, que, en todo caso, constituía un 19% del censo electoral, puesto que el 62,6% de la población colombiana se había quedado en casa.
¿Qué pasó?
Muchos análisis se han hecho ya para intentar explicar los resultados del plebiscito. La preocupante abstención se ha achacado, por ejemplo, a las dificultades climáticas de la jornada (algunas zonas del país se vieron afectadas por fuertes lluvias provocadas por el huracán Matthew), el desinterés de la población por la cuestión (posiblemente fruto del escaso impacto directo del conflicto en las zonas urbanas a día de hoy), la falta de vías para la participación popular durante la elaboración del acuerdo (para muchos, las víctimas estuvieron insuficientemente representadas en la mesa de negociación), la incorporación automática del acuerdo a la constitución colombiana sin acometer una reforma constitucional, la inadecuada formulación de la pregunta (que sometía al “sí” o al “no” el apoyo en bloque al acuerdo, en lugar de permitir mostrar acuerdo o desacuerdo en relación con partes concretas),…
También al gobierno se le puede achacar en buena medida el inmovilismo de la población y la derrota del “sí” por haber llevado a cabo una pésima campaña informativa sobre el contenido del acuerdo (probablemente como consecuencia de un vanidoso error de cálculo que habría llevado a Juan Manuel Santos y compañía a dar por supuesto que el acuerdo contaría con el favor de la población), haber sometido a plebiscito un texto de difícil comprensión y poco atractivo para la lectura del ciudadano medio (297 páginas con una redacción discutible y llena de tecnicismos), y por el poco tiempo para procesar su contenido por la ciudadanía entre su adopción y la celebración de la consulta (que algunos achacan a la necesidad urgente de saber cuánto costaría poner en práctica el acuerdo de paz antes de acometer la reforma tributaria que se debería aprobar antes de que acabe 2016).
En cuanto a las razones esgrimidas por los defensores del “no” —con el ex presidente Álvaro Uribe a la cabeza— a lo largo de su breve pero intensa —y efectiva— campaña, las mismas fueron diversas, pero orientadas todas en una misma dirección: generar indignación entre la población. Así lo reconocía, apenas tres días después del plebiscito, Juan Carlos Vélez (gerente de la Campaña por el No, excandidato a la alcaldía de Medellín y, en su momento, precandidato a la presidencia de Centro Democrático, el partido fundado por Uribe en 2013) en una entrevista. De acuerdo con Vélez, “la estrategia era dejar de explicar los acuerdos para centrar el mensaje en la indignación. En emisoras de estratos medios y altos nos basamos en la no impunidad, la elegibilidad y la reforma tributaria, mientras en las emisoras de estratos bajos nos enfocamos en subsidios”. Dicho de otra forma, las grandes líneas argumentales se centraban en el gasto que para los bolsillos de los colombianos supondría la puesta en práctica del acuerdo de paz, las medidas para facilitar la integración social y la participación política del partido que resultara de las FARC y la impunidad que ampararía a los miembros de la guerrilla como consecuencia de la amnistía prevista en el acuerdo.
Junto a estas líneas centrales de la campaña por el “no”, es probable que algunos de los argumentos indicados para explicar la abstención se tradujeran también en votos en contra (por ejemplo, la no participación de algunos colectivos en las negociaciones o la incorporación automática del acuerdo a la constitución). A todo ello se añaden argumentos de lo más variopinto que resultaron clave en la victoria del “no”. En este sentido, además de la invocación de la amenaza de que el “castrochavismo” se implantaría en Colombia si se aprobaba el acuerdo, destaca el virulento rechazo que provocó en sectores conservadores la incorporación transversal de constantes referencias al género. La preocupación manifiesta del acuerdo por mejorar la situación de dos colectivos discriminados y que sufren de forma específica las consecuencias del conflicto, como son las mujeres y el colectivo LGTBI, a través del impulso a su participación como actores políticos y sociales y del reconocimiento de su condición de víctimas, fue interpretada por los sectores más reaccionarios como una imposición de lo que denominan “la ideología de género”. En consecuencia, a lo largo de la campaña insistieron en que el acuerdo era una amenaza a la familia tradicional y a la iglesia, y que votar “sí” equivalía a apoyar el aborto, el matrimonio homosexual o la adopción por parejas del mismo sexo.
Cualquiera de estos argumentos merecería unas cuantas páginas, pero esta nota se va a centrar exclusivamente en el que se considera que permite un análisis más reposado desde lo jurídico: la impunidad de los miembros de las FARC por los crímenes cometidos durante el conflicto.
La extinción de responsabilidad de los implicados en el conflicto colombiano
En efecto, una de las razones esgrimidas por los defensores del “no” para lograr el rechazo de la población al acuerdo fue que este prevé amnistías e indultos para los miembros de las FARC. Este trato, sin embargo, no es diferente del que se propone para los agentes del Estado, con la salvedad de que estos recibirían lo que el acuerdo denomina “tratamientos penales diferenciados” (al respecto, véase el Anexo II al Acuerdo Especial de 19 de agosto de 2016). Se le ponga el nombre que se le ponga, la consecuencia jurídica es la misma en ambos casos: la extinción de la responsabilidad penal.
Respecto de las FARC, las amnistías e indultos previstos son de dos tipos: amnistías de iure, cuando se tratase de delitos políticos (rebelión; sedición; asonada; conspiración; y seducción, usurpación y retención ilegal de mando) y delitos conexos a estos (de acuerdo con una lista tasada), y amnistías o indultos otorgados por la Sala de Amnistía e Indulto del órgano judicial especial que el acuerdo prevé: la Jurisdicción Especial para la Paz. En este segundo caso, la concesión de amnistía o indulto se decidiría de oficio, a instancia de parte o a recomendación de la Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad y Determinación de Hechos y Conductas, en la medida en que la persona implicada reconociera los hechos y contara la verdad sobre las circunstancias en que los delitos se cometieron. En todo caso, la responsabilidad solo se extinguiría respecto de delitos políticos y delitos conexos, si bien la Sala de Amnistía e Indulto podría considerar conexos delitos que no estuvieran incluidos en la lista de los que se beneficiarían de la amnistía de iure.
En cuanto a los agentes del Estado, cabe distinguir dos supuestos con consecuencias muy diferentes: el de los agentes del Estado en general y el de los presidentes y ex presidentes. Así, con carácter general, el acuerdo prevé que los agentes del Estado se beneficien de un sistema de tratamientos penales diferenciados, entre los cuales se encuentra la “renuncia a la persecución penal”, que el acuerdo caracteriza como “un mecanismo de tratamiento penal especial diferenciado para Agentes del Estado propio del sistema integral mediante el cual se extingue la acción penal, la responsabilidad penal y la sanción penal, necesario para la construcción de confianza y facilitar la terminación del conflicto armado interno, debiendo ser aplicado de manera preferente en el sistema penal colombiano, como contribución al logro de la paz estable y duradera”. Es decir: amnistía o indulto, pero con otro nombre.
Ahora bien, el acuerdo deja fuera de este sistema de tratamientos penales diferenciados a quienes hayan ejercido la Presidencia de la República. Respecto de estas personas se aplicaría lo establecido en el artículo 174 de la Constitución Política de Colombia, en virtud del cual es competencia del Senado conocer de las acusaciones que formule la Cámara de Representantes contra el Presidente y otros aforados, aunque hayan cesado en el ejercicio de sus cargos. Ello no impide que, si las acusaciones se refieren a delitos cometidos en ejercicio de funciones, haya juicio penal ante la Corte Suprema de Justicia tras el juicio ante el Senado. Sin embargo, salta a la vista el doble filtro político que los delitos que sean imputables al presidente Santos o a ex presidentes, como Uribe, deben pasar antes de llegar al poder judicial: en primer lugar, para activar este procedimiento debe haber acusación por parte de la Cámara de Representantes, y, en segundo lugar, la competencia para conocer es del Senado en primera instancia. Si la Cámara no acusa (¿y por qué habría de hacerlo si una mayoría fuera de la cuerda del presidente o los ex presidentes implicados?), el procedimiento no se activaría y se garantizaría la impunidad en el interior del Estado de quienes ocupaban su cúspide mientras se cometían graves violaciones de derechos humanos y del derecho internacional humanitario.
¿Una amnistía inadmisible conforme a parámetros de derechos humanos?
La polvareda levantada por los partidarios del “no” ante la inclusión de amnistías e indultos para las FARC en el acuerdo de paz no está justificada desde el punto de vista del derecho internacional. Al respecto, conviene recordar que este no prohíbe las amnistías con carácter general. De hecho, el artículo 6.5 del Protocolo Adicional II a los Convenios de Ginebra de 1949, relativo a los conflictos armados de carácter no internacional (1977), dispone que: “A la cesación de las hostilidades, las autoridades en el poder procurarán conceder la amnistía más amplia posible a las personas que hayan tomado parte en el conflicto armado o que se encuentren privadas de libertad, internadas o detenidas por motivos relacionados con el conflicto armado”. Eso no significa tampoco que toda amnistía sea admisible: a día de hoy se consideran prohibidas aquellas que extinguen la responsabilidad penal respecto de graves violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, y, en todo caso, la amnistía nunca podrá ser un obstáculo a su investigación.
El acuerdo de paz procura ser coherente con estos límites, si bien no alcanza la perfección. En consecuencia, excluye de la amnistía o el indulto y de la renuncia a la persecución penal los delitos de lesa humanidad, el genocidio, los graves crímenes de guerra, la toma de rehenes u otra privación grave de la libertad, la tortura, las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada, el acceso carnal violento y otras formas de violencia sexual, la sustracción de menores, el desplazamiento forzado, además del reclutamiento de menores, de conformidad con lo establecido en el Estatuto de la Corte Penal Internacional. Respecto de las FARC, tampoco serían amnistiables los delitos comunes que carecen de relación con la rebelión, es decir, aquellos que no hubieran sido cometidos en el contexto y en razón de la rebelión durante el conflicto armado o cuya motivación hubiera sido obtener beneficio personal, propio o de un tercero. Asimismo, en cuanto a los agentes del Estado, la renuncia a la persecución penal no procedería respecto de delitos que no hubieran sido cometidos por causa, con ocasión o en relación directa o indirecta con el conflicto armado, ni de delitos contra el servicio, la disciplina, los intereses de la Fuerza Pública, el honor y la seguridad de la Fuerza Pública, contemplados en el Código Penal Militar. De este listado, el supuesto más preocupante es el de los “graves crímenes de guerra”, una categoría que el acuerdo se saca de la manga, dando a entender que hay crímenes de guerra que no son graves y otros que sí lo son, y que esa gravedad se alcanza cuando se cometen infracciones del derecho internacional humanitario “de forma sistemática o como parte de un plan o política”. Esta categorización no tiene ningún tipo de fundamento a la luz del derecho internacional penal, y podría ser una vía de escape para dejar impunes delitos que, de acuerdo con el derecho internacional, deben ser castigados.
La amnistía, por tanto, no sería una amnistía “a la española”: no se prevé la exención de responsabilidad penal ante graves violaciones de derechos humanos y de derecho internacional humanitario y no se ponen barreras a la investigación y el conocimiento de la verdad sobre las circunstancias de los delitos. Tampoco se daría la espalda a las víctimas, puesto que el acuerdo de paz es muy cuidadoso a la hora de garantizar que la extinción de responsabilidad sería sin perjuicio del deber del Estado de satisfacer el derecho de las víctimas a la reparación integral (de conformidad con la Ley 1448 de 2011, de 10 de junio, por la cual se dictan medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado interno y se dictan otras disposiciones) y sin perjuicio de otras obligaciones de reparación que pudieran imponerse.
Ciertamente, la propuesta tiene sus puntos sospechosos en cuanto a la extinción de responsabilidad penal. La invención de la categoría de “graves crímenes de guerra” o las previsiones respecto de presidentes y ex presidentes son dos ejemplos. Sin embargo, ninguno de estos supuestos beneficia particularmente a los miembros de las FARC, sino más bien al contrario: el primero se aplica tanto a sus miembros como a los agentes del Estado, y el segundo favorece la impunidad de las personas que ocupan/ocuparon la presidencia del país. Por otra parte, no se exige de los agentes del Estado que contribuyan a la determinación de la verdad sobre lo acontecido en el conflicto con la misma intensidad que a los miembros de las FARC. A mayores, las mencionadas vías de escape lo son solo parcialmente en la actualidad, puesto que las personas responsables de crímenes de guerra que hubieran quedado sin castigo y los ex presidentes a los que se les imputen crímenes de derecho internacional podrían ser juzgados en otros Estados por la vía de la jurisdicción universal o incluso, llegado el caso, por la Corte Penal Internacional, que sigue manteniendo en examen preliminar la situación en Colombia.
Sin embargo, no parecen argumentos suficientemente sólidos per se como para que los partidarios del “no” se aferren con tanto ardor a la necesidad absoluta de retribución penal de los miembros de las FARC, sino que se intuye tras ellos una estrategia política que atiende a otros intereses. Más allá de horadar políticamente a Santos, Uribe podría haber buscado por esta vía tener un asiento en la mesa de negociación para poder forzar un proceso de reforma constitucional que le permitiera eliminar la prohibición de reelección presidencial vigente desde 2015. Pero también cabe otra lectura que supera los posibles intereses políticos del ex presidente y que apunta al interés de determinados sectores de la población por mantener el statu quo. No se puede obviar que con el “no” se cerraban también las puertas a la aplicación de otros apartados del acuerdo que podían provocar cambios estructurales significativos en la sociedad colombiana. Es el caso de la reforma rural integral, un tema que difícilmente va a contar con el visto bueno de los grandes propietarios de tierras ni de las empresas que se benefician de la actual estructura de la tierra ni de quienes sacan provecho propio con la explotación del campesinado. Otro tanto ocurre con la entrada en política del partido resultante de las FARC, que supone abrir hueco en las instituciones colombianas a sectores de la población que tradicionalmente han quedado al margen y, con ellos, a demandas diferentes de las que marcan la actual agenda política en Colombia.
Volviendo a la comparación con el caso español, si la Ley de Amnistía de 1977 es criticable, no lo es tanto porque la posibilidad de recurrir a la vía penal sea la panacea para resolver los problemas de la sociedad, sino justamente porque simboliza el desprecio del Estado a las víctimas y constituye una maniobra clara y exitosa para mantener estructuras de poder que han sido construidas durante la dictadura. Paradójicamente, en el caso de Colombia, esa misma consecuencia se deriva del rechazo al acuerdo de paz —amnistías incluidas—.
El Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (incluidos el Acuerdo Especial de 19 de agosto de 2016 y el proyecto de Ley de amnistía, indulto y tratamientos penales especiales) puede consultarse aquí.
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10 /
2016