La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Edward Herman
La izquierda guerrera
Los políticos, los medios de comunicación y los intelectuales utilizan la palabra «genocidio» desenfrenadamente, de una manera enormemente politizada. Es una palabra ingrata —como «terrorismo»— de modo que emplearla contra un enemigo que esté en el punto de mira ayuda a demonizarlo, convirtiéndolo en objetivo de bombardeos e invasiones y abre la vía para perseguir a sus líderes con escuadras de asesinos o en los tribunales.
Muchas veces han utilizado la palabra «genocidio» para describir las matanzas de Pol Pot, pero no para las masacres de Vietnam donde Estados Unidos mató a mucha más gente que Pol Pot y devastó un país que quedó destrozado, con una herencia de cientos de miles de niños con defectos de nacimiento, fruto de la guerra química. La palabra nunca se utilizó en los medios de comunicación estadounidense para describir las operaciones indonesias en Timor Oriental, donde la invasión de 1975 y la cruel ocupación acabó con la vida de entre un tercio o una cuarta parte de la población —más que en Camboya— y no atribuibles a una guerra y sus efectos posteriores (como en Camboya).
«Genocidio» también se utilizó con frecuencia para describir las acciones serbias en Bosnia y Kosovo en la década de 1990, en las que se basó la «intervención humanitaria» y la operación para juzgar a los serbios.
Al final queda la especie de que sólo los enemigos de Estados Unidos cometen «genocidios» o «limpiezas étnicas,» mientras que Estados Unidos puede cometer la agresión más descarada con sólo una ligera cobertura de las Naciones Unidas y parece que no agrede, ni hace limpiezas étnicas ni genocidio. Esto se aplica por sistema.
El contraste entre el tratamiento de Yugoslavia y el de Israel-Palestina es una demostración espectacular de la ley del embudo. En primer lugar, la limpieza étnica israelí en «la tierra prometida» contra palestinos ya lleva medio siglo, y está claro que las constantes expropiaciones, demoliciones y matanzas de palestinos van en beneficio de los asentamientos judíos y no de «la seguridad». Se trata del ejemplo más claro de limpieza étnica que puede encontrarse sobre la faz de la tierra. El historiador israelí Benny Morris, en su reciente reconocimiento de esta «purificación étnica», sólo se lamentaba de que no se hubiera ido más lejos.
Por contraste, los ataques serbios sobre los albaneses de Kosovo antes y durante los bombardeos de la guerra de 1999 no eran para conseguir territorios para asentamientos serbios, sino el inicio de una guerra civil (alentada desde el exterior), así que no eran verdaderas limpiezas étnicas en absoluto. Había limpiezas étnicas en Bosnia y Croacia, pero llevadas a cabo por todas las partes en conflicto, que luchaban para controlar territorios en una guerra civil animada desde el exterior. Sin embargo, la frase «limpieza étnica» se utilizó con generosidad para describir acciones serbias tanto en Kosovo como en Bosnia, pero raras veces se aplica al comportamiento israelí.
En la Convención sobre la Prevención y Castigo del Crimen de Genocidio de 1948, la palabra «genocidio» fue definida de una manera amplia, como cualquier acto «realizado con la intención de destruir como tal, en todo o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso». El genocidio incluía acciones que causaran serios «daños mentales» o que «dañen las condiciones de vida» intentando lograr aquella destrucción. ¿No está claro que el gobierno de Sharon trata de destruir a los palestinos como un grupo nacional creando unas «condiciones de vida intolerables»?
Bajo la operación Escudo Defensivo Israel ha realizado «un proceso sistemático de demolición de la propiedad pública y privada palestina, y ha llevado a cabo la expropiación masiva de tierras palestinas por parte de colonos» (Llamamiento de 153 académicos israelíes); «el ejército israelí ha triturado el contenido de todas las instituciones palestinas que no destruyó deliberadamente: organizaciones benéficas, de salud, bancos, radio y televisión, incluso un teatro de marionetas» (Gila Svirsky).
Como ha dicho Rania Awwad, «la solución de Sharon es despoblar tanto como sea posible los territorios palestinos ocupados, haciendo que la vida para sus ciudadanos sea insoportable. ¿Y qué podría ser más insoportable que ver a un hijo llorar de hambre al acostarse, noche tras noche?». El mando israelí no trata de exterminar a todos los palestinos, pero están dispuestos a matarlos sin problemas, quitarles su tierra, y hacerles la vida tan difícil que sólo puedan emigrar o morir. A veces, en los medios de comunicación israelíes, se sugiere que esto es un proceso genocida, pero nunca en la «prensa libre».
La izquierda que está a favor de la guerra se adhiere firmemente a la línea oficial sobre el genocidio, por eso sus miembros prosperan en el New York Times y otros medios gubernamentales. Me concentraré en Samantha Power, cuyo gran volumen sobre el genocidio A Problem From Hell: America and the Age of Genocide ganó el premio Pulitzer, y que actualmente es la experta preferida sobre el tema en los medios de comunicación de masas.
Power nunca se aparta del criterio de selección gubernamental. Esto requiere, ante todo, ignorar absolutamente los casos de genocidio realizados con participación directa o patrocinados (o aprobados) por Estados Unidos. Así, ejemplos como la guerra de Vietnam, en la cual millones de personas fueron asesinados directamente por fuerzas estadounidenses, no aparecen en el libro.
Ni Guatemala, donde hubo una matanza en masa de no menos de cien mil indios mayas entre 1978 y 1985, en lo que Amnistía Internacional llamó «un programa gubernamental de asesinato político», llevada a cabo por un gobierno instaurado y apoyado por Estados Unidos. Esto tampoco lo tiene en cuenta.
Desde luego Camboya está incluida, pero sólo por la segunda fase del genocidio. La primera fase, de 1969-1975, en la que Estados Unidos dejó caer aproximadamente quinientas mil toneladas de bombas sobre el campo camboyano, matando a un número enorme de personas, no se menciona. Sobre el genocidio Jemer Rojo, Power dice que mataron a dos millones de personas, un número muy citado después de que Jean Lacouture diera la cifra. Que admitiera luego que ese número era inventado no ha acabado con su utilización, ya que satisface los objetivos de Power.
En Indonesia hubo un enorme genocidio entre 1965-1966, animado y apoyado por Estados Unidos en el que más de setecientas mil personas fueron asesinadas. Samantha Power no lo menciona y los nombres Indonesia y Suharto no aparecen en el índice. Tampoco menciona a Papúa Occidental, donde la cruel ocupación de Indonesia durante cuarenta años sería constitutiva de genocidio bajo sus criterios si hubiera tenido otros auspiciadores.
Power se refiere a Timor Oriental, con extrema brevedad, diciendo que «En 1975, cuando su aliada, la productora de petróleo, la anticomunista Indonesia, invadió Timor Oriental asesinando entre cien mil y doscientos mil civiles, Estados Unidos miró hacia otra parte», (146-147). Ahí acaba el tratamiento del tema, aunque las matanzas en Timor Oriental implicaran a una proporción mayor de la población que en Camboya y el número de asesinados fuera probablemente mayor que los perpetrados en Bosnia y Kosovo a los que, en cambio, dedica una parte importante de su libro.
Pero falsifica el papel estadounidense. Estados Unidos no miró hacia otra parte, dió su aprobación, protegió la agresión contra cualquier respuesta eficaz de las Naciones Unidas (en su autobiografía, el entonces embajador estadounidense en las Naciones Unidas, Daniel Patrick Moynihan se jacta de su eficacia al proteger a Indonesia frente a cualquier acción de Naciones Unidas) y aumentó enormemente su ayuda en armamento a Indonesia, facilitando así el genocidio.
Power cae en una omisión y error similar al tratar el papel estadounidense en el genocidio de Irak. Trata detalladamente la utilización por Saddam Hussein de la guerra química y las matanza de kurdos en Halabja y otros lugares, y del fracaso estadounidense de oponerse y emprender alguna acción contra Saddam Hussein en aquel momento.
Pero no menciona el acercamiento diplomático a Saddam en 1983, en plena guerra contra Irán, el activo apoyo logístico estadounidense a Saddam durante aquella guerra, y la aprobación estadounidense de ventas y transferencias de sustancias químicas y armas biológicas durante el período en el que las utilizaba contra los kurdos. Tampoco menciona los activos esfuerzos de Estados Unidos y Gran Bretaña para bloquear las acciones de las Naciones Unidas que podrían haber obstaculizado las matanzas de Saddam.
La muerte de más de un millón de iraquíes por «las sanciones por las armas de destrucción masiva», posiblemente el mayor genocidio de la era moderna, supone más muertos que los efectivamente fallecidos a causa de las armas de destrucción masiva en la historia, según John y Karl Mueller («Sanctions of Mass Destruction», Foreign Affairs, mayo/junio de 1999). Samantha Power no lo menciona.
Una vez más está clara la correlación entre la exclusión, la responsabilidad estadounidense y la opinión sobre tales matanzas que, en palabras de Madeleine Albright, «valían la pena»… desde el punto de vista de los intereses estadounidenses. Hay una base política similar para que Power no incluya el genocidio de baja intensidad de Israel contra los palestinos y el «compromiso destructivo» de Suráfrica con los primeros estados africanos en la década de los años 1980, con un número de muertes enorme que excede todas las muertes de las guerras balcánicas de los años de la década de 1990. Ni Israel ni Suráfrica, ambos «constructivamente comprometidos» con Estados Unidos, aparecen en el índice de Power.
La conclusión de Samantha Power es que la política estadounidense hacia el genocidio ha sido muy imperfecta y necesita una reorientación, menos oportunismo y mayor vigor. Para Power, Estados Unidos es la solución, no el problema. Estas conclusiones y recomendaciones políticas descansan pesadamente sobre su espectacular tendenciosidad en la selección de casos: simplemente evita aquellos que son ideológicamente inoportunos, donde Estados Unidos posiblemente ha cometido genocidio (Vietnam, Camboya 1969-1975, Irak 1991-2003), o ha dado apoyo a procesos genocidas (Indonesia, Papúa Occidental, Timor Oriental, Guatemala, Israel y Suráfrica).
Al incorporarlos a un análisis se llegaría a conclusiones y líneas políticas sustancialmente diferentes, como la apelación a Estados Unidos a que abandone esa política o a impulsar una mayor oposición global a la agresión estadounidense y su apoyo al genocidio, y a proponer un muy necesario cambio revolucionario dentro de Estados Unidos para librarse de sus raíces imperialistas y genocidas.
Pero la tendencia actual, amablemente salpicada por la aceptación de algunas imperfecciones y la necesidad de la mejora de la política estadounidense, explica fácilmente por qué al New York Times le encanta Samantha Power y ha ganado el premio Pulitzer por su obra maestra de evasión, disculpando «nuestros» genocidios y llamando a una persecución más agresiva de los de «los otros».
[Fuente: Znet, http://www.zmag.org
Traducción de Víctor Cassi. Artículo aportado por Agustí Roig]
6 /
2004