La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Pablo Massachs
No todos los malos son Darth Vader
Pero durante mucho tiempo hemos estado de acuerdo en que ser mala persona no es ilegal. Si lo fuera, no podríamos tener una sesión completa en el Parlamento salvo que tuviera lugar en la cárcel.
Edward Snowden [1]
Espero que nadie haya disfrutado de La guerra de las galaxias sin darse cuenta de que Darth Vader es el malo de la película. Y es que cualquier detalle del personaje nos deja claro de qué bando está: la vestimenta, su voz, la música cuando aparece en escena… El “lado oscuro de la Fuerza” tampoco es un apelativo que deje mucho lugar a la duda.
Sin embargo en la vida real no resulta tan sencillo identificar a algunos malos, y mucho menos en un tema tan complejo como el cambio climático y la transición energética. Nadie se autoproclama integrante del “lado oscuro” y dice abiertamente que quiere seguir ordeñando la vaca de los combustibles fósiles menospreciando el bienestar de las generaciones futuras. Tampoco los departamentos de comunicación de las empresas petroleras nos dicen que éstas están dispuestas a masacrar a las tribus indígenas que ocupan territorios ricos en hidrocarburos por un (enorme) puñado de petrodólares, aunque esto es lo que sucede en la realidad. Y nadie, en definitiva, se presenta a sí mismo como “de los malos”, entre otras cosas porque esto les cerraría muchas puertas que necesitan tener abiertas para conseguir sus objetivos.
Pero en esta película (¿de terror?) también hay malos cuya identificación como tales no es tan evidente. Personajes e instituciones, más allá de los sospechosos habituales, que tienen una influencia importante sobre la vida pública y cuya actuación, a menudo bienintencionada, hace que nos alejemos de un futuro en el que el planeta sea habitable y en el que la distribución justa de los recursos sea un hecho.
Educados en la fe
Steve Keen insiste en su demoledor ensayo sobre el mundo económico en que los economistas neoclásicos, aquéllos que facilitan los argumentos intelectuales para tantas injusticias, actúan de buena fe, alejados de un plan maquiavélico para perpetuar las desigualdades. La cuestión radica en que han sido educados con una serie de dogmas de los que no saben escapar.
De forma análoga, entre los ingenieros y técnicos (y también entre los economistas, claro) sigue habiendo una generación que ha sido instruida en la fe en los combustibles fósiles, la energía nuclear y la generación centralizada. El director técnico de una empresa energética comentaba hace pocos años, cuando la implantación masiva de energías renovables ya era una realidad, que el sistema eléctrico nunca podría funcionar con muchas fuentes renovables. La fe puede que mueva montañas, pero a veces también actúa como una venda en los ojos que bloquea los cambios necesarios de forma irracional.
La ecología como escaparate
Si hay alguien empeñado en demostrar al mundo que es un personaje divertido y cool, ése es Richard Branson. Aparte de su indudable éxito empresarial, Branson ha estado en boca de todos regularmente, ya sea formando su propio equipo de Fórmula 1 o interpretándose a sí mismo en televisión. En esta línea, no es de extrañar que el británico se subiera a la ola de la lucha contra el cambio climático. Por desgracia, como expone de forma detallada Naomi Klein en su último ensayo [2], los pomposos anuncios de Branson de medidas audaces por esta causa poco tienen que ver con lo que finalmente ha hecho, sobre todo cuando sus intereses empresariales pueden verse comprometidos. Al final todo se explica mejor como una gran campaña de marketing que como una voluntad real de cambio.
Y es que aunque Branson sea un personaje extremo de esta actitud, no se trata de un caso aislado: hoy en día toda empresa que se preocupe por su imagen pública debe incluir entre sus medidas de responsabilidad social corporativa algunos toques de maquillaje verde. Esto hace que en nuestras ciudades los autobuses que operan con gas natural se autoproclamen “sostenibles”, o que en algunos anuncios de televisión los ciclistas persigan bobaliconamente los tubos de escape de ciertos coches.
Tampoco las instituciones públicas y los medios de comunicación se libran de utilizar la ecología como mero escaparate. Un ejemplo evidente lo tuvimos con el acuerdo alcanzado en la Conferencia Internacional sobre Cambio Climático de París, que a pesar de no incluir compromisos vinculantes por parte de los estados, fue publicitado con grandilocuencia y sin apenas cabida para las voces críticas.
A pequeña escala hemos vivido una situación parecida con el proyecto de energías renovables Gorona del Viento, en la isla de El Hierro. Tal como explica Jorge Riechmann en un reciente artículo [3], su trascendencia se ha exagerado por parte de las mismas instituciones que lo han estado retrasando durante lustros. Por otro lado muchos medios de comunicación se han limitado a servir de caja de resonancia de los mensajes de autobombo de las instituciones de forma acrítica.
El problema radica en que todas estas estrategias de greenwashing, aparte de lavar la cara a algunas entidades, tiene sin duda un efecto paralizante para la acción. El ciudadano medio puede pensar que se están haciendo cosas en la buena dirección, que el capitalismo verde no es un oxímoron, que quizá no sea necesario hacer tanto ruido con eso del cambio climático…
Los visionarios miopes
Jeremy Rifkin pasa por ser un respetado gurú, asesor de varios gobiernos, entre ellos el de Rodríguez Zapatero. En una reciente entrevista [4], pronostica un futuro con energía gratuita [5]. A Rifkin no parecen importarle el pico del petróleo, la dependencia que tienen las energías renovables de ciertos materiales u otras limitaciones que nos va mostrando la ciencia en cuanto al aprovechamiento a escala global de los flujos energéticos naturales [6]. El mundo físico no parece tener importancia para él. Tampoco la tienen los poderes establecidos, como el de las grandes corporaciones energéticas, cuya fuerza considera “irrelevante”. Según su punto de vista, basta con que se implanten las infraestructuras necesarias para que dispongamos de energía de coste (marginal) cero, y que siga la fiesta del crecimiento. Como si las centrales renovables tuvieran una vida útil infinita. Como si el mantenimiento de las instalaciones no tuviera un coste. Como si llegar al punto de disponer de unas infraestructuras radicalmente diferentes a las actuales fuera una cuestión de chasquear los dedos, ajena a intereses empresariales o a decisiones gubernamentales.
Rifkin es el mismo autor que pronosticó en 2002 una futura “economía del hidrógeno” [7] de la cual todavía no tenemos muestras. En su ensayo queda patente que este economista y sociólogo nunca se ha tenido que pelear con la implacable realidad de un balance energético. Su exposición es en parte un ensayo-ficción futurista que pasa de puntillas por las tremendas dificultades de llegar a una sociedad de este tipo [8].
Como Rifkin, numerosos activistas, economistas y técnicos presentan un futuro de color de rosa para las energías renovables y el medio ambiente. Sus planteamientos se basan en valores que muchos compartimos y en buenas intenciones, pero en ocasiones el wishful thinking y cierta incapacidad para no entender comportamientos no lineales [9] les hace desoír algunas verdades incómodas.
El futuro energético será renovable, lo cual no quiere decir que cualquier modelo 100% renovable sea igualmente deseable, ni que la transición energética vaya a estar libre de dificultades y limitaciones.
¿Y si todos nosotros somos los malos?
En su libro Las guerras climáticas [10], Harald Welzer criticaba la intención de algunos por trasladar la responsabilidad del cambio climático a las decisiones individuales. A pesar de que es necesario concienciar a la ciudadanía para actividades como el reciclado o el uso racional de la energía, argumenta con razón, centrar el foco en los individuos es una irresponsabilidad política cuando son otro tipo de organismos los que realmente tienen la llave de revertir la situación.
También es cierto, por otro lado, que la acción de las personas concienciadas en materia energética y climática puede ir más allá de apagar las luces al salir de una sala o comprar electrodomésticos de clase A+++. Ante la complejidad del problema es capital informarse correctamente para identificar a los falsos profetas, las genialidades de la mercadotecnia y las ideas sensatas. Y llamar a la acción a aquellas instituciones que tienen el poder de facilitar la transición energética.
En la batalla contra el cambio climático no debemos confiar en un final hollywoodiense. Sería un error, por tanto, esperar a que llegue el héroe salvador o a que los malos busquen su redención justo antes de los títulos de crédito. Y conviene recordar que las consecuencias son muy reales: por desgracia, no se trata de una película de ciencia ficción.
Notas
[1] Entrevista realizada para el diario digital eldiario.es el 13 de marzo de 2016. Disponible en el siguiente enlace: http://www.eldiario.es/internacional/entrevista_Edward_Snowden_0_494150889.html
[2] Naomi Klein, Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima, Paidós, 2015. ISBN 9788449331022.
[3] Jorge Riechmann, “Gorona del Viento y la transición energética: seamos realistas”, 26 de julio de 2016. Disponible en el siguiente enlace: http://www.eldiario.es/ultima-llamada/El_Hierro_renovables_energia_6_541105902.html
[4] Entrevista realizada para el diario El País el 21 de julio de 2016. Disponible en el siguiente enlace: http://tecnologia.elpais.com/tecnologia/2016/07/21/actualidad/1469105247_499897.html
[5] Su visión recuerda a aquélla de los primeros impulsores de la energía nuclear, que sostenían que en el futuro habría una electricidad “tan barata que no podrá medirse”. Ambos pronósticos no tienen en cuenta que el desarrollo de estas tecnologías depende también de los combustibles fósiles.
[6] Algunos ejemplo de muestra: el libro de Pedro A. Prieto y Charles A. S. Hall, en el que se estudia la tasa de retorno energético de la energía fotovoltaica en España (Pedro A. Prieto y Charles A. S. Hall, Spain’s Photovoltaic Revolution. The Energy Return on Investment, Springer Briefs in Energy, 2013, ISBN 978-1441994363) o el estudio de Ferroni y Hopkirk (Ferroni, Ferruccio y Hopkirk, Robert J., «Energy Return on Energy Invested (ERoEI) for photovoltaic solar systems in regions of moderate insolation», Energy Policy, julio de 2016, disponible en http://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0301421516301379). Ambos presentan valores de TRE preocupantes (2 para el caso español, menos de 1 para países de insolación moderada). Por otro lado, Carlos de Castro Carranza ha estudiado los límites del potencial eólico a nivel mundial, y el resultado es mucho menos esperanzador que el realizado con otras metodologías (se puede consultar en http://www.eis.uva.es/energiasostenible/?p=2783&utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=el-potencial-tecnologico-de-la-energia-eolica-vuelto-a-visitar).
[7] Jeremy Rifkin, La economía del hidrógeno, Paidós, 2002, ISBN 9788449312809.
[8] El hidrógeno no es una fuente energética como pueden ser los combustibles fósiles, sino un vector energético. Por tanto, necesitaría ser generado (a partir de energías renovables) para luego ser transportado y aprovechado energéticamente. Los problemas asociados a esta realidad vienen, entre otros, del coste de generación del hidrógeno (para más información, consultar el siguiente estudio: https://halshs.archives-ouvertes.fr/halshs-00582762). Por otro lado, el hidrógeno es altamente inflamable, lo que hace necesario aumentar los costes de transporte para que éstos sean seguros. Finalmente, la construcción de viaductos para hidrógeno también tendría un coste muy alto, y los autoconsumos debidos a las bajas temperaturas rondan el 30%.
[9] Rifkin suele escoger algunos datos que le convienen en su argumentación (el precio negativo de algunas horas en el mercado eléctrico alemán, la rebaja de costes de las renovables, etc.) y las extrapola hasta el punto que le conviene sin más matices. También hace el salto de la revolución de las comunicaciones a la energética de forma un tanto burda. Algo parecido ocurre con aquellos que extrapolan el crecimiento de las energías renovables sin tener en cuenta sus límites, como se ha comentado en la nota 6.
[10] Harald Welzer, Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI, Katz, 2010, ISBN 9788492946273.
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7 /
2016