La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Ramón Campderrich Bravo
Apunte sobre la privatización de la coerción estatal en España
–El nostre és un capitalisme injust…
–Pot perdre l´esperança que arribi un altre capitalisme…
Fragmento de una conversación recogido en
S. Alexiévich, Temps de segona mà. La fi de l´home roig
He talks [Catón] as if he were in the Republic of Plato, when
in fact he is in the crap of Romulus.
Cicerón, citado en M. Beard, SPQR. A History of Ancient Rome
I
El modesto propósito de este escrito es llamar la atención acerca del fenómeno de la privatización de la coerción estatal en España. Con esta finalidad, el presente texto contiene unos breves apuntes sobre la reforma del Código Penal en materia de responsabilidad penal de las personas jurídicas operada mediante la Ley Orgánica 1/2015 y sobre la ley de seguridad privada. Ambas leyes fueron aprobadas a iniciativa del gobierno del PP que padecemos desde finales del 2011. No se encontrará en este artículo, por tanto, un análisis sistemático del fenómeno de la privatización ni tampoco una exposición minuciosa del trasfondo más general dentro del cual se ha introducido la responsabilidad penal de las personas jurídicas en los derechos estatales de la Europa continental, trasfondo conformado por el enorme poder acumulado en manos de las grandes corporaciones transnacionales y el debate sobre la responsabilidad social corporativa [1]. Sólo se pretende aquí ofrecer al lector unas pocas indicaciones y reflexiones que la lectura de los textos legales anteriormente mencionados ha suscitado al redactor de estas líneas.
La experiencia de la planificación estatal de la economía durante las dos guerras mundiales, las necesidades acuciantes de reconstrucción tras la segunda guerra mundial (o, en España, tras la guerra civil, así como a causa de la autarquía subsiguiente) y el pacto social en torno a la creación de un generoso estado del bienestar llevaron a la formación de un sector público empresarial más o menos amplio, a la creación de una extensa red de servicios y prestaciones públicos a cargo del estado y a una estrecha regulación y control de la actividad empresarial privada en sectores de especial relevancia para la colectividad. Toda esta ‘publificación’ de la economía no sólo respondió a exigencias populares de justicia social, sino también al deseo de fomentar una sociedad de consumo que asegurara el crecimiento económico en una economía de mercado capitalista a salvo de los desequilibrios y las crisis del período de entreguerras. A partir de finales de los años setenta, un movimiento ‘desestatalizador’ de signo opuesto impulsó un vasto proceso de privatización de lo que hasta ese momento había sido considerado responsabilidad del estado. La ideología neoliberal, con su énfasis propagandístico en la limitación de los fines del estado a la institución o mantenimiento de los presupuestos jurídico-políticos de mercados no intervenidos y el individualismo competitivo, la pérdida de soberanía estatal a resultas de la globalización, el creciente poder y transnacionalización de las grandes empresas, las políticas de la Unión Europea y la pérdida de poder de la izquierda fueron los principales fenómenos detrás de dicho proceso de privatización, en el sentido amplio de ‘desestatalización’ en beneficio del mundo de los negocios [2].
Sin ánimo de ser exhaustivo, cabe identificar en una primera aproximación cuatro tipos básicos de privatización según sus modalidades morfológicas de exteriorización: 1. La privatización de la titularidad de una organización hasta entonces integrada de un modo u otro en el aparato estatal (ejemplo: privatización de Repsol en los años noventa del pasado siglo); 2. La privatización de la gestión y/ o prestación material de una actividad o servicio hasta ese momento desempeñada directamente por el estado (ejemplo: la Administración contrata a empresas privadas la gestión de hospitales públicos); 3. La privatización de la regulación, en cuyo caso el estado renuncia a favor de organizaciones privadas a regular un determinado ámbito de la vida social dictando sus propias normas más allá de ciertos límites mínimos. Las organizaciones privadas serán las que asuman con mayor o menor intensidad la tarea de elaborar una regulación sobre la base del cuadro legal existente, a veces puramente residual (ejemplo: remisión del derecho estatal a ‘normas técnicas’ sobre impacto ambiental de actividades industriales contaminantes formuladas por asociaciones privadas internacionales); 4. La privatización del ejercicio de una potestad estatal de soberanía. Podríamos considerarlo el caso más extremo de privatización. Se trataría de conferir a entes privados el ejercicio de los poderes que tradicionalmente han sido considerados consustanciales a la existencia misma del estado moderno (un ejemplo de ello sería la desaparecida empresa sudafricana Executive Outcomes, contratada por diversos estados africanos para llevar a cabo operaciones militares; otro, la existencia de prisiones de titularidad privada en Estados Unidos donde miles de presos cumplen sus condenas).
La coerción estatal es un ámbito en el cual se están produciendo procesos de privatización de los tipos 2, 3 y 4. Desde Max Weber, la sociología, la politología y la filosofía política han aceptado, por lo general, su caracterización del estado moderno como la entidad monopolizadora de la coacción física legítima. Esta constituye para Weber el sancta sanctorum del estado moderno. Aunque la efectiva monopolización estatal de la coerción física considerada a grandes rasgos legítima en una sociedad es una idea problemática y siempre ha dejado mucho que desear en el plano de los hechos, se puede decir que, al menos en Europa, el estado moderno consiguió acaparar las tareas de regular, organizar y ejercer la coerción física, en sus tres vertientes básicas: penal (delitos y penas), administrativo-policial (orden público) y militar (guerra). Pocos han sido durante los siglos XIX y XX los movimientos políticos de masas que han cuestionado en la práctica que el estado debía encargarse de estas cosas, con exclusión de cualesquiera otras entidades (se suele cuestionar el régimen político, pero no el estado como tal [3]). Sin embargo, de una manera insidiosa y alambicada, el actual proceso de privatización está incluso comenzando a afectar en Europa al sancta sanctorum weberiano del estado moderno según líneas de desarrollo ya hace largo tiempo delineadas en los EE.UU. Buenos ejemplos de ello son las españolas Ley Orgánica 1/2015 de reforma del Código Penal y la Ley de Seguridad Privada 5/ 2014.
II
La Ley Orgánica 1/ 2015, aprobada en el Congreso de los Diputados el 30 de marzo de ese año, supuso el cambio de más de una tercera parte del Código Penal en un sentido poco compatible con un derecho penal ilustrado, como ya se comentó en otro número de esta misma revista [4]. Uno de los objetos de la reforma fue la responsabilidad penal de las personas jurídicas, esto es, la imposición, dadas ciertas condiciones, de sanciones penales y no sólo administrativas, a las organizaciones a las cuales el derecho reconoce personalidad.
En España, como, por lo demás, en el resto de Europa continental, el derecho penal, la regulación de los delitos y las penas, había sido un asunto reservado a las personas físicas, es decir, a los seres humanos de carne y hueso. Se entendía que sólo estos eran susceptibles de responder penalmente por las conductas antisociales juzgadas más graves; que sólo a los individuos podía imponerse una pena, el castigo jurídico a priori más severo. Naturalmente, las organizaciones se podían ver involucradas en la comisión de delitos, pero sólo se podía admitir sancionar mediante una pena a los directivos y empleados de la misma. La organización podía, a lo sumo, ser objeto de una sanción administrativa. Una reforma del Código Penal aprobada en 2010 introdujo en España la responsabilidad penal de las organizaciones que se ven envueltas en la comisión de un delito y a las cuales, desde ese año, se puede atribuir la autoría del delito [5].
El objetivo declarado al dar ese paso es triple: desincentivar la instrumentalización de organizaciones no ficticias para cometer delitos; incentivar la adopción de medidas por parte de dichas organizaciones aptas para evitar la toma y puesta en práctica de decisiones beneficiosas para la organización pero conducentes a la comisión de delitos; y acabar con la impunidad de los delitos cometidos en beneficio de una organización desde su interior cuando fuera imposible determinar un concreto individuo responsable del delito. Cualquier organización dotada de personalidad jurídica puede ser penalmente responsable, salvo, claro está, las Administraciones Públicas territoriales y entes asimilados. En definitiva, las empresas (públicas, privadas o mixtas), los partidos políticos, las fundaciones, las asociaciones, las organizaciones no gubernamentales y los sindicatos están obligados a asumir esta responsabilidad. Las penas consisten básicamente en multas calculadas, en teoría, para neutralizar el beneficio o ventaja que pueda derivar la organización de la comisión del delito, aunque también están previstas la disolución, la suspensión de actividad, la inhabilitación para obtener subvenciones o ayudas públicas o la administración por gestores independientes bajo tutela judicial. Una grave insuficiencia de la regulación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas es el elenco de delitos de los que éstas pueden responder de acuerdo con lo prescrito por la ley —se trata de una deficiencia no sólo española, sino universal—. Se prevé, en líneas generales, para los delitos societarios, los de corrupción, los delitos contra la libre competencia, contra la propiedad intelectual, blanqueo de capitales, financiación ilegal, contra la Hacienda Pública y la Seguridad Social, contra los trabajadores y los consumidores y los delitos medioambientales, pero no se contempla que pueda exigirse responsabilidad a las personas jurídicas por delitos contra las integridad y la vida de las personas o contra la comunidad internacional (lesa humanidad, genocidio…), cuando hay supuestos históricos que debieran apuntar en un sentido contrario [6].
La reforma del Código Penal de 2015 introdujo una importante novedad en regulación española de la responsabilidad penal de las personas jurídicas: una persona jurídica quedaba eximida de responsabilidad penal si ésta, “antes de la comisión del delito, ha adoptado y ejecutado un modelo de organización y gestión que resulte adecuado para prevenir delitos de la naturaleza del que fue cometido o para reducir de forma significativa el riesgo de su comisión.” Este texto fue redactado pensando en las grandes empresas y en los llamados Compliance Programs, o ‘programas de cumplimiento penal’, originariamente un invento de las grandes empresas estadounidenses (estamos, por consiguiente, ante un ejemplo más de americanización del derecho de un estado europeo).
Un Compliance Program es un conjunto de normas internas a la organización que las adopta cuya finalidad es la prevención en su seno de incumplimientos legales graves, en particular, delitos, y la detección de los que se cometiesen, así como disponer la reacción de la propia organización a los delitos cometidos. El Compliance Program es una normativa interna de la organización, establecida por ella misma, que tiene por objeto: i. Regular el comportamiento de los miembros o empleados de la organización dentro del marco legal fijado por el estado; puede limitarse a reproducir ese marco, pero lo normal será que lo desarrolle y concrete para el caso específico de la organización que se dota del Compliance Program; ii. Regular un sistema de control para la prevención de la comisión de delitos en relación con la organización; el sistema de control suele incluir la ideación de procedimientos de evaluación de riesgos —siendo aquí el riesgo a evaluar la probabilidad de cometer un delito—, la creación de canales de denuncia interna de comportamientos ilegales a disposición de los miembros o empleados (llamados mecanismos de whistleblowing en la jerga estadounidense), la previsión de sistemas de investigación interna para detectar la comisión de delitos o esclarecer los hechos denunciados y la configuración de los agentes de la organización al frente del sistema de control (estos agentes pueden ser internos o externos a la organización) [7]; iii. Regular la reacción de la empresa en relación con los delitos detectados (sanciones, relaciones con los medios de comunicación, revisión del sistema de control, etcétera). La mera enumeración de contenidos de los Compliance Programs ya nos hace intuir el grado de complejidad que éstos pueden llegar a tener [8].
Como ya se ha apuntado antes, los ‘programas de cumplimiento’ son una invención histórica del mundo de los negocios norteamericano. La normativa contenida en los Compliance Programs ha sido el producto de las necesidades y las decisiones de las grandes empresas y las organizaciones internacionales del mundo empresarial, con independencia de que sean aceptadas por los estados en sus disposiciones normativas o por organizaciones no empresariales en sus estatutos y reglamentos internos. Los expertos en la materia la consideran un supuesto de ‘autorregulación regulada’, esto es, de creación de normas por la propia entidad concernida por las mismas dentro de un marco jurídico fijado por el estado. No se la suele relacionar con la privatización de la regulación (el tercer tipo de privatización mencionado enumerado en el texto). En mi opinión, esto es un error, al menos a la vista de textos legales como el Código Penal español. En tanto que 1) a estos Compliance Programs se les atribuye el efecto jurídico-público de excluir la responsabilidad penal de las personas jurídicas y 2) los Compliance Programs son una regulación creada por las propias organizaciones no estatales, en particular, insisto, las grandes empresas, y no por el estado, me parece evidente que se trata de un caso de regulación privatizada. La dinámica de los ‘programas de cumplimiento’ es muy clara en este sentido: el estado, por las razones que sea, renuncia a regular con un cierto detalle las condiciones que suscitan la responsabilidad penal de las personas jurídicas contemplada en marco legal y delega este cometido en los propios sujetos potencialmente responsables [9]. Obviamente, los jueces no están jurídicamente vinculados por los ‘programas de cumplimiento’ a la hora de dictar sus sentencias —aunque todo llegará— pero tal constatación legal no tiene tanta importancia a efectos prácticos como pudiera parecer. A medida que el mundo empresarial vaya estandarizando los ‘programas de cumplimiento’, como ya está ocurriendo a pasos acelerados, los jueces tenderán a valorar los ‘programas de cumplimiento’ de una organización concreta de acuerdo con los estándares establecidos por las empresas consideradas en su conjunto (aparte de que algunos de esos estándares acabarán siendo cooptados con el tiempo por la legislación estatal y la jurisprudencia de las máximas instancias judiciales).
Una vez aclarado qué son los Compliance Programs y de qué manera pueden ser interpretados en clave de privatización de la regulación, en nuestro caso, de la regulación jurídico-penal, es el momento de hacer algunas reflexiones en torno a la responsabilidad penal de las personas jurídicas, siempre con el punto de mira puesto en la responsabilidad de las grandes empresas. Estas reflexiones no irán dirigidas a valorar el avance jurídico que supone el reconocimiento de esta responsabilidad ni tampoco a esbozar vías para perfeccionarla, esfuerzos, por lo demás, necesarios y muy respetables, sino a aplicar a su análisis una especie de ‘navaja de Foucault’. Desde esta perspectiva, la responsabilidad penal de las personas jurídicas es un fenómeno que incrementa el poder de las grandes empresas, en lugar de reducirlo. Veamos cómo.
En primer lugar, los discursos hegemónicos sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas y, en especial, sobre los Compliance Programs refuerzan una potente fuente de poder empresarial, sobre todo respecto a los cuadros intermedios y superiores de la empresa: la ideología de la ‘comunidad de empresa’. Los ‘programas de cumplimiento’ de las empresas suelen considerar la base de su regulación, además de la legislación existente, los ‘códigos de ética’ o de ‘buen gobierno corporativo’ generados por ellas mismas [10]. Estos códigos están inspirados en esa ideología [11]. El derecho público y el derecho del trabajo de la Europa occidental del siglo XX, excepción hecha de los regímenes fascistas y nacionalcatólicos, tendió a concebir la empresa capitalista como un espacio de conflicto entre capital y trabajo que el estado debía modelar de un modo favorable a los trabajadores con un límite: no subvertir la economía de mercado capitalista. Por una pluralidad de causas que no es este el lugar de exponer, los ordenamientos jurídicos del siglo XXI están sustituyendo esta visión tradicional de la empresa capitalista heredera del extinto movimiento obrero por una visión ‘comunitarista’ de ésta [12]. La empresa deja de ser un foco de conflicto entre grupos de personas con intereses opuestos y con una posición desigual dentro de ella para convertirse en un proyecto común en el cual todos deben colaborar como buenos colegas, cada cual desde su específica posición en la empresa, puesto que la realización de ese proyecto común redunda en beneficio de todos los participantes en él, más aún, de la sociedad en general. Se busca inducir, en suma, un deber (moral) de lealtad hacia la empresa a través de la interiorización de la identificación de ésta con los valores enunciados en sus ‘códigos éticos’ [13]. Esta visión de la empresa capitalista es una pantalla que intenta ocultar la desigualdad de poder, los privilegios, las penosas condiciones laborales, las estrategias de outsourcing y las amenazantes tendencias hacia la ‘robotización total’ características de la organización. En tanto que asumida, al menos, por una parte de los trabajadores y directivos de las empresas, es obvio que será proclive a fortalecer el poder de ésta sobre sus empleados (directos o indirectos).
Pero la visión ‘comunitaria’ de la empresa presente en los documentos normativos empresariales y en buena parte de los discursos sobre la responsabilidad penal corporativa va más allá del ámbito interno de la organización y ha adquirido una proyección exterior, un desarrollo de sus premisas hacia fuera de la organización. En muchos documentos normativos elaborados por las empresas o por las instituciones internacionales dependientes de estas se subraya que la actividad de las empresas tiene múltiples repercusiones en esferas de la sociedad en principio ajenas al tráfico económico a que se dedican y a su organización interna (lo que, ciertamente, es verdad): sobre el medioambiente, sobre la tecnología, en materia de género, etc. En consecuencia, se reconoce de palabra (otra cosa son los hechos) que las empresas deben actuar como un ciudadano responsable y comprometido e implicarse en la resolución de los problemas ajenos a su tráfico económico, incluso aún en el caso de que no se haya contribuido a provocarlos. Naturalmente, los documentos públicos del mundo de los negocios aseguran que las empresas ya se implican en esa resolución. Por supuesto, estas proclamas son más propaganda que realidad, pero proyectan una imagen legitimadora del poder empresarial muy peculiar: la gran empresa capitalista no es parte del problema sino de su solución, sin necesidad de experimentar cambios que afecten a su naturaleza de tal. No ha de ser mirada con desconfianza por la gente; al contrario, ésta debe depositar su confianza en ella. La empresa se atribuye un inédito papel de poder cuasi público: si antes, en las democracias representativas, la resolución de los problemas colectivos era una tarea encomendada al estado y sus extensiones, en tanto que organización al servicio de la sociedad y expresión suya, ahora un poder que continúa siendo en lo esencial privado y que no admite, más allá de formulaciones retóricas, que se cuestione su estructura fáctica de poder [14] pretende el reconocimiento colectivo de agente gestor de lo público, sin intermediación estatal o con una intermediación estatal ‘adelgazada’. Una parte de los ideólogos de la responsabilidad social corporativa y de la responsabilidad penal corporativa parecen ir en esta línea. Consciente o inconscientemente, contribuyen a suministrar a las grandes corporaciones una fuente de poder ideológico de incalculables consecuencias.
En segundo lugar, y en términos más prosaicos, los Compliance Programs refuerzan el poder de la dirección empresarial sobre sus empleados al proporcionar a ésta nuevos instrumentos de vigilancia y control dentro de la empresa. Los sistemas de control previstos en los ‘programas de cumplimiento’ penal son un arma de doble filo: por un lado, su aplicación seria es de esperar que prevenga la comisión de delitos, en especial, delitos de cuello blanco, o facilite su descubrimiento y, por lo tanto, también su castigo; por otro lado, su aplicación conduce a la génesis (o, más bien, expansión) de un aparato policial empresarial en manos de la dirección corporativa, con sus propios agentes y herramientas de supervisión especializados. No es preciso ser un lince para llegar a esta conclusión. Existe ya una ciencia de la administración empresarial de personas (o ‘recursos humanos’) con una vertiente policial, con instrucciones acerca de la elaboración de ‘mapas de perfiles de riesgo’ de los empleados o candidatos a serlo —supuestos factores que podrían indicar su propensión a llevar a cabo determinados tipos de actos ilícitos—, los registros de llamadas telefónicas, correos electrónicos, accesos a internet y usos de la restante panoplia informática realizados a través de la infraestructura tecnológica de la empresa, la videovigilancia, la contratación de detectives privados y la gestión de las denuncias internas de compañeros de trabajo. Es importante no olvidar jamás que hoy en día la última palabra sobre estas cuestiones en el interior de la organización la tiene la dirección de la empresa, por lo que no es probable que sirvan para controlar la proclividad delictiva de esa dirección en cuanto tal. Además, este aparato policial empresarial es peligroso porque puede constituirse a largo plazo en un aparato policial privatizado paralelo al estatal en el cual éste delegue de facto tareas de control social y represión de la desviación social cada vez más relevantes. Algo que no debe corresponder en modo alguno al mundo de los negocios.
En tercer lugar, se puede hablar de una forma muy sutil e indirecta de reforzar el poder de la empresa asociada al reconocimiento de la responsabilidad penal de las personas jurídicas cuando éste se produce en ordenamientos jurídicos cuyo derecho penal y procesal penal cabe todavía calificar de garantista. Si este reconocimiento supusiera un desplazamiento del tratamiento jurídico-administrativo de una parte importante de los actos ilegales de las corporaciones por un tratamiento jurídico-penal de éstos, las grandes empresas gozarían de todas las garantías penales y procesales previstas para las personas sospechosas de cometer un delito (presunción de inocencia, derecho a no declarar contra sí mismas y a no confesarse culpables, exclusión de toda forma de responsabilidad objetiva, in dubio pro reo…) [15]. Lo cual dificultaría sin duda alguna el control y la sanción de las corporaciones, al ser el derecho administrativo menos garantista que el penal y al ser mucho más dificultoso probar en un proceso penal la culpabilidad de una empresa que la de una persona física [16]. Por consiguiente, al complicar en ocasiones la labor controladora y sancionadora de la Administración, el reconocimiento de la responsabilidad penal de las personas jurídicas redundaría, paradójicamente, en mayor poder para las grandes empresas. De hecho, es posible que, en el caso español, muchas grandes corporaciones hayan visto con buenos ojos la idea de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, por lo menos en relación con algunos tipos de delitos, porque perciban en ella una forma de ‘huída del derecho administrativo sancionador’ y, por tanto, de la mayor discrecionalidad con que cuentan las administraciones públicas para sancionar a las empresas [17].
Seguramente se podrían señalar más vías por las cuales la responsabilidad penal corporativa transita hacia una intensificación del poder empresarial. Pero la investigación emprendida para elaborar este texto sólo ha querido resaltar las tres que se han expuesto. Trabajos posteriores permitirán continuar aplicando la ‘navaja de Foucault’ a este tema.
III
Concluiré este texto con una breve referencia a aquellos aspectos de la ley de seguridad privada española vigente que apuntan a la existencia de un proceso de privatización en el ámbito de las tareas policiales de vigilancia y mantenimiento del orden público. Un proceso que conecta, en lo esencial, con la segunda y cuarta modalidades de privatización mencionadas en el apartado inicial de este texto.
Idealmente, la actividad de las empresas privadas en materia de seguridad compatible con el monopolio estatal de la coerción física legítima se reduciría a la vigilancia no armada de espacios cerrados privados sin un interés público relevante (interior de domicilios, comercios, fábricas e infraestructuras privadas no básicas). Todos sabemos que los servicios privados de seguridad no se han limitado nunca en la mayoría de las sociedades occidentales, la española incluida, a este tipo de tareas. Por otra parte, los recortes de gasto público y la ideología neoliberal de las últimas décadas también han afectado a la actividad del estado en relación con la seguridad. Durante esas décadas se ha producido una enorme expansión de las tareas de seguridad encomendadas por particulares y administraciones públicas a las empresas privadas de seguridad, con la consiguiente expansión del volumen de negocios de estas últimas, si bien aún nos encontramos, por fortuna, muy lejos de las dimensiones y alcance de la industria de la seguridad privada propios de los EE.UU. La Ley de Seguridad Privada 5/2014 da carta de naturaleza legal a procesos que ya existían con anterioridad a la aprobación de la ley y que desbordaban con mucho la legislación reguladora de la seguridad privada hasta ese momento vigente. No por ello deja de ser una ley importante, pues supone un reconocimiento formal de rango legal del creciente protagonismo asumido por las empresas de seguridad privada y proporciona a estas la seguridad jurídica de la que antes carecían y que frenaba hasta cierto punto el despliegue de sus actividades.
Me limitaré a continuación a señalar los puntos de la Ley 5/2014 más estrechamente relacionados con la privatización de la coerción estatal [18]:
• Del análisis del texto de la Ley 5/2014 se infiere un profundo cambio en la conceptualización de las relaciones entre las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado (FCSE) y las empresas privadas de seguridad. La normativa precedente enfatizaba sólo la estricta subordinación de éstas y sus agentes a las FCSE y no se estimaba que esas empresas estuvieran contribuyendo con su actividad a la satisfacción de ningún interés público. La Ley 5/2014, en cambio, menciona reiteradamente en su preámbulo y en su articulado un principio de colaboración o cooperación entre las FCSE y las empresas privadas de seguridad y entre sus respectivos agentes en la satisfacción conjunta del interés público, principio que equipara en importancia al tradicional de subordinación. Por consiguiente, la ley aproxima en su retórica el valor de las empresas privadas de seguridad al atribuido a las FCSE y presenta tales empresas como prestadoras de un servicio público. De esa manera, coadyuva a la legitimación de la expansión del radio de acción de la empresa privada en el campo de la seguridad.
• La ley diseña el marco jurídico del incipiente mercado español de la seguridad privada con el objeto de reconocer jurídicamente la existencia de dicho mercado, suministrar a las empresas del sector unas reglas claras en cuanto a la intervención pública en el mismo y adaptar las normas comunitarias sobre libre competencia a la oferta de servicios privados de seguridad (en este sentido, la Ley 5/2014, en contraste con la normativa estatal derogada por esta ley, autoriza a las empresas de seguridad privada domiciliadas fuera de España y a los agentes de seguridad que no tienen nacionalidad española a operar en España en igualdad de condiciones respecto a las empresas y los agentes españoles, siempre que tengan la nacionalidad de algún estado miembro del Espacio Económico Europeo o de algún estado con el cual se haya suscrito un tratado internacional con este mismo fin).
• La ley confiere la condición de autoridad pública a los agentes de seguridad privados “cuando desarrolle[n] actividades de seguridad privada en cooperación y bajo el mando de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad”, lo cual tiene efectos agravantes de la sanción administrativa o penal en caso de agredir física o verbalmente al agente. La desobediencia a un agente privado que actúe “en cooperación y bajo el mando de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad” será, además, delito sancionado con la misma pena que si esa desobediencia se produjera respecto a los agentes del estado. Hay que advertir que el anteproyecto de la Ley 5/2014 era mucho más radical y pretendía en buena medida volver a la legislación franquista, que revestía a los agentes de seguridad privada (guardias jurados) de la cualidad de autoridad pública con carácter general. La legislación postconstitucional liquidó esta herencia del franquismo, que el legislador recuperó en 2014 para el supuesto vagamente definido en la Ley 5/2014. Ni que decir tiene que una redacción legal tan poco precisa como la transcrita aquí se presta a toda clase de abusos.
• Se autoriza a los agentes de seguridad privados realizar acciones que podrían afectar a derechos fundamentales. Aparte de portar armas de fuego y usarlas en legítima defensa propia o de terceros, los agentes privados tienen reconocida por la ley la facultad de efectuar controles de identidad y registrar “objetos personales, paquetería, mercancías o vehículos, incluidos el interior de estos” en el acceso al lugar donde prestan su servicio o dentro de ese lugar. Conforme a la ley, la negativa a someterse a estos controles o registros autoriza al agente privado a negar el acceso o a expulsar del lugar al renuente. Igualmente podrían verse conculcados los derechos fundamentales de los ciudadanos a resultas de la contratación de servicios privados de vigilancia e investigación por medio de videocámaras y otros dispositivos técnicos, cuestión esta que va mucho más allá de los propósitos del presente escrito, por lo cual no será analizada en él.
• Los espacios donde pueden desplegar su actividad las empresas de seguridad privada son amplísimos. Los tiempos en los que los particulares las contrataban sólo para proteger sus domicilios, sus comercios o sus transportes de bienes valiosos han pasado definitivamente a la historia. Es posible contratar a las empresas privadas de seguridad y su personal armado para proteger una amplia gama de espacios privados y públicos, aunque sean espacios abiertos: infraestructuras, urbanizaciones, polígonos industriales, “acontecimientos culturales o deportivos o cualquier otro evento de relevancia social que se desarrolle en vías o espacios públicos o de uso común, en coordinación (…) con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad”, “complejos o parques comerciales o de ocio”, “fábricas y depósitos o transporte[s] de armas y explosivos”, “buques mercantes y buques pesqueros que naveguen bajo bandera española en aguas en las que exista grave riesgo para la seguridad de las personas o los bienes”… Cual si fueran particulares, también las administraciones públicas pueden contratar las empresas de seguridad privadas para la vigilancia y protección de sus edificios, bienes e instalaciones, de los transportes públicos y de las “infraestructuras críticas”. Esta tendencia del aparato estatal a externalizar su propia seguridad alcanza su punto culminante en la Ley 5/2014 con la facultad otorgada a las administraciones públicas para encargar a empresas privadas la “vigilancia y protección perimetral en centros penitenciarios, centros de internamiento de extranjeros [y] establecimientos militares.”
Ante las previsiones de la Ley 5/ 2014, se hace inevitable plantear las dos siguientes inquietantes preguntas: ¿Acaso se nos está dando a entender que el estado no puede garantizar con sus propios medios la seguridad de los ciudadanos, puesto que confiesa que no es capaz siquiera de garantizar la de sus instalaciones e infraestructuras? ¿Se está transmitiendo el mensaje de que cada cual debe procurarse su seguridad contratando los servicios de empresas privadas en función de los recursos económicos de que disponga?
Si ello fuera así, sería inevitable concluir que en nuestra sociedad la desigualdad está subrepticiamente amparada por la ley hasta en el mismísimo terreno de la seguridad policial.
* * *
La responsabilidad penal corporativa y la regulación legal de las empresas privadas de seguridad son una muestra, entre otras muchas posibles, de cómo los intereses de la gran empresa privada definen el entorno social al que se ven forzados a aclimatarse el resto de instituciones sociales y la gente, cuando debería ser al revés. Es decir, no debería ser el mundo corporativo el que modelase el contexto social al cual debe adaptarse la gente, como sostiene en formas unas veces groseras, otras sutiles, la vulgata ideológica dominante a través de sus múltiples manifestaciones discursivas —neoliberalismo, idolatría tecnocientífica, teorías de la ‘gobernanza’… [19]—, sino la gente la que generase por medio de instituciones representativas de sus intereses y necesidades el contexto ineludible al que se vieran obligadas a adaptarse las corporaciones para no desaparecer. Pero ¿es esto todavía hacedero o hemos llegado ya a un punto de no retorno?
Notas
[1] Sobre estos asuntos me remito a Madrid, A., Los deberes de las corporaciones transnacionales, en Estévez Araujo, J.A., El libro de los deberes. Las debilidades e insuficiencias de la estrategia de los derechos, Trotta, Madrid, 2013, pp. 195-222, y a la bibliografía citada en este capítulo.
[2] Sobre los fenómenos históricos enumerados en este párrafo puede consultarse: Capella, J.R., Fruta prohibida. Una aproximación histórico-teorética al estudio del derecho y del estado, Trotta, Madrid, varias ediciones, caps. VI y VII.
[3] Obviedad a recordar siempre: los independentistas no se plantean liquidar el estado, sino engendrar uno nuevo a su gusto.
[4] Campderrich Bravo, R., Hacia un nuevo derecho penal neoabsolutista: una revisión crítica de la reforma del Código Penal, en mientrastanto.e, nº 134, 2015.
[5] Sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas desde un riguroso punto de vista jurídico-doctrinal me remito a Feijóo Sánchez, B., El delito corporativo en el Código Penal español, Thomson-Civitas, Pamplona, 2016.
[6] Implicación de la multinacional sudafricana De Boers en la extracción y tráfico de diamantes de sangre; masacre de nigerianos de etnia ogoni a cuenta de la Shell; posible implicación de empresas mineras en las matanzas de civiles durante la guerra de Congo-Kinshasa; sospechas de venta imprudente o dolosa por Sotheby´s de objetos procedentes del tráfico ilegal de obras de arte y piezas arqueológicas expoliadas en el transcurso de conflictos armados.
[7] Conferir la misión al departamento jurídico de la organización versus contratar los servicios de un despacho de abogados.
[8] Sobre los contenidos de los ’programas de cumplimiento’ penal se puede consultar con provecho Nieto Martín, A. (dir.) Manual de cumplimiento penal en la empresa, Tirant lo Blanch, Valencia, 2015, si bien debo advertir que el libro vio la luz unos meses antes de la reforma penal de 2015.
[9] Que, detalle muy importante que transforma por completo la naturaleza del fenómeno, ya no son los individuos dotados de autonomía privada patrimonial típicos de los códigos napoleónicos, sino imponentes estructuras burocráticas de las que dependen, directa o indirectamente, miles y decenas de miles de personas.
[10] Respecto a estos documentos normativos empresariales me remito de nuevo al texto de Antonio Madrid citado en la nota 1 y a la bibliografía indicada en él.
[11] Por el momento, esta afirmación es una hipótesis suscitada a partir de varias lecturas sobre el tema, pero que se debería verificar estudiando detenidamente los códigos empresariales y sus ‘programas de cumplimiento’ penal.
[12] Que no es nueva en Europa. Sus primeros antecedentes significativos se encuentran en la Europa de entreguerras. La idea de una ‘comunidad de empresa’ o ‘comunidad de trabajo’ proviene de la socialdemocracia alemana, que la propuso con la intención de apuntalar el poder de los trabajadores en la empresa. Sin embargo, fue luego apropiada por los líderes fascistas y nacionalcatólicos, quienes dieron a esa idea un sentido completamente distinto. Hubo intentos en la segunda mitad del siglo XX de recuperar la ideología de la ‘comunidad de empresa’ en clave conservadora, destacadamente en Alemania.
[13] La concepción ‘comunitarista’ de la empresa convive con la ideología neoliberal del individualismo competitivo. La vida social es así, compleja y contradictoria.
[14] Poder concentrado en las manos de los consejos de administración y basado en la desigual distribución de la propiedad, como es bien sabido.
[15] Como ha venido a admitir la jurisprudencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo español en sus sentencias 154/ 2016 y 221/ 2016.
[16] Así, las sentencias citadas en la nota anterior han establecido que es la acusación la que debe demostrar la culpabilidad de la empresa probando que esta carecía de ꞌprograma de cumplimientoꞌ penal o que ese programa era defectuoso (o no fue seguido). La empresa no está obligada a demostrar la adecuación o el seguimiento del ꞌprograma de cumplimientoꞌ para librarse de la responsabilidad penal en ausencia de prueba de cargo convincente (pues esa exigencia iría en contra de la presunción de inocencia) y se podría negar a realizar en el proceso, a través de su representante, cualquier declaración concerniente a sus ꞌprogramas de cumplimientoꞌ (pues ello violaría el derecho a declarar contra sí mismo, a no declarar y a no confesarse culpable). Sin embargo, sin la colaboración de la empresa, resultará extremadamente complicado probar su culpabilidad.
[17] Hipótesis arriesgada pendiente de verificación.
[18] Para un comentario crítico completo de la Ley 5/ 2014 acúdase a Ridaura Martínez, Mª J., Seguridad privada y derechos fundamentales, Tirant lo Blanch, Valencia, 2015.
[19] Nueva hipótesis algo temeraria pendiente de corroboración.
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2016