¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Descenso a los infiernos
Crítica,
Barcelona,
769 págs.
Ramón Campderrich Bravo
No es la vida más que una andante sombra,
un pobre actor que se pavonea y se retuerce sobre
la escena su hora, y luego ya nada más de él se oye.
Es un cuento contado por un idiota, todo estruendo
y furia y sin ningún sentido.
Macbeth
Como los recientes éxitos electorales de los partidos de extrema derecha en Europa central y oriental y la campaña del Brexit han mostrado, muchos europeos parecen haber olvidado en esta segunda década del siglo XXI la horrenda experiencia que vivieron sus antepasados durante la primera mitad del ‘corto’ siglo XX, un período cuyos hitos principales fueron las dos guerras mundiales, la Gran Depresión y el ascenso de los fascismos. Esta experiencia estuvo marcada, como es sabido, por la pesadilla de los nacionalismos. Por esta razón, creo muy recomendable la lectura del último ensayo del historiador británico Ian Kershaw, muy conocido por su estupenda biografía de Hitler. Pues justamente el mayor mérito del libro de Kershaw es su clara caracterización del nacionalismo como el responsable más señalado de los espantosos horrores sufridos por los europeos en los años comprendidos entre 1914 y 1945. Además, este libro es muy fácil de leer y entender y no requiere conocimientos especializados en la materia de la que se ocupa para su buena comprensión.
El autor prefiere adoptar, a la hora de abordar el estudio del período histórico objeto de su atención, una perspectiva cronológica más que analítica, lo que hace más atractiva y ligera su lectura. Sus dos primeros capítulos están dedicados a la primera guerra mundial o ‘Gran Guerra’: el primero a sus causas y el segundo a sus vicisitudes. La Revolución Rusa se incluye dentro de la narración de la Gran Guerra, pues es explicada como un producto de la misma. A estos dos capítulos les sigue un capítulo acerca de la inmediata primera posguerra mundial, con especial hincapié en la inestabilidad social y política generada por las consecuencias de la Revolución de Octubre, por la bancarrota de las economías de guerra europeas y por los tratados de paz de 1919-1920. Tras este capítulo, los dos siguientes se centran en los años veinte, años que vieron la ocupación francesa del Ruhr, la hiperinflación en Alemania, el enconamiento de los conflictos vinculados al asunto de las deudas e indemnizaciones de guerra y su posterior relajación, el nacimiento de la Italia fascista, la construcción del poder soviético en Rusia, el florecimiento cultural weimariano, la ligera recuperación económica de los ‘felices veinte’ (es un decir) y la extensión por brevísimo tiempo de la democracia representativa liberal en Europa central y oriental.
Los capítulos 5, 6, 7 y 8 pasan a ocuparse de los dramáticos acontecimientos que imprimieron su sello indeleble a los años treinta y primera mitad de los cuarenta. Pocos desconocerán a cuáles me refiero (y se refiere el autor): la Gran Depresión, la mayor crisis económica jamás experimentada en las sociedades capitalistas hasta la derivada del crack financiero de 2007-2008, el giro autoritario generalizado en la Europa de los años treinta a impulsos de la Alemania nazi, la consolidación del estalinismo y el desastre final de la segunda guerra mundial, con sus más de cincuenta millones de muertos, de los cuales unos cuarenta fueron europeos, más de la mitad de ellos civiles. El libro destina su capítulo más analítico, el capítulo 9, a fenómenos generales de carácter socioeconómico, cultural y religioso propios de los años treinta y cuarenta y acaba con un capítulo final acerca de la reordenación del mapa político de Europa y los inicios de su reconstrucción tras la derrota del Tercer Reich y sus aliados —bueno, no todos: alguno, como la España de Franco, supo cambiar de bando justo a tiempo y evitar así su caída en contraste con la Italia de Mussolini o la Hungría de Horthy y Szálasi, por poner sólo un par de ejemplos—. Todo ello bajo la égida de las dos grandes superpotencias subsistentes y bajo las sombras de la incipiente Guerra Fría nuclear.
En general, el tratamiento que hace sir Ian Kershaw de todos los asuntos enumerados es bueno, excepción hecha quizás de la Rusia soviética, cuestión sobre la cual da la impresión de manejarse con dificultades y seguir demasiado los tópicos al uso. Por cierto, la enumeración de acontecimientos realizada en los dos párrafos anteriores habrá parecido a muchos innecesaria, pesada y hasta un insulto a su inteligencia, pero la he estimado conveniente a la vista de la amnesia colectiva que sufrimos estos días, puesta en evidencia, entre otras cosas, por los resultados electorales del 26J.
El principal mérito de la obra de Kershaw está, como ya se ha anticipado al inicio de esta breve reseña, en la atención que presta a los nacionalismos europeos de la primera mitad del siglo XX, de los que es un gran conocedor. Para Kershaw, el nacionalismo es la fuerza más potente que está detrás de la sucesión de la mayoría de los fenómenos históricos del período 1914-1945, casi todos ellos lamentables a más no poder. Kershaw nos explica muy bien la esencia de ese nacionalismo: una ideología fundada en una peligrosa y fantasiosa representación de la sociedad ideal como una comunidad étnica y políticamente homogénea dotada de rasgos inmutables y llamada a cumplir un grandioso destino a pesar de las conspiraciones traicioneras de sus odiosos enemigos. Los ideólogos de este nacionalismo y sus creyentes estaban convencidos de poder tratar y reducir (o, más bien, ‘apisonar’) las complejidades de la sociedad moderna conforme a su idea de comunidad nacional, una idea que concebía a la nación o el pueblo como un conjunto de camaradas de sangre, no como un conjunto de ciudadanos con los mismos derechos y deberes y que, por tanto, contraponía una noción romántica de nación o pueblo a la característica de las revoluciones liberales del siglo XVIII y del internacionalismo obrero. En consecuencia, el nacionalismo estudiado en el libro de Kershaw comprendía en su fuero más íntimo la voluntad de destruir todas las cosas y todas las personas que no se ajustasen (o no pudieran ser amoldadas) a su imaginada comunidad nacional perfecta. No es de extrañar que su resultado final fuera la genocida segunda guerra mundial.
En suma, puesto en su contexto histórico, el nacionalismo acabado de caracterizar muy a grandes rasgos aceleró las rivalidades entre las grandes potencias europeas que condujeron a la carnicería de la primera guerra mundial y fue reforzado, a su vez, por esta última. Tras unos poquísimos años de relativa calma, las consecuencias sociales del fracaso del modelo económico capitalista en los primeros treinta propulsaron dicho nacionalismo a nuevas cotas de extremismo. Los líderes fascistas y ultraconservadores europeos pasaron a encarnar dicho nacionalismo y lo explotaron para conquistar el poder aprovechándose al mismo tiempo del exagerado miedo al comunismo, tan extendido entre las clases medias en declive. La locura colectiva nacionalista desembocó en la casi autodestrucción de Europa en 1939-45.
Una vez leída la obra de Kershaw, es inevitable hacerse la siguiente pregunta: ¿son hoy en día las elites europeas, políticas y sociales, tan idiotas y/ o insensibles como para activar de nuevo el infernal mecanismo —colapso económico-nacionalismo-guerra— descrito en el ensayo del insigne historiador inglés?
29 /
6 /
2016